Para la asignatura Crítica Literaria
Licenciatura de Periodismo, URJC
Ha sido cosa de empezar y ya. Primer párrafo que leo de “Réquiem” y me muerdo el labio inferior para no lanzar un estrepitoso grito al aire por causas que aún no parecen tener consistencia ante el poco progreso de la lectura. Continúo mi cometido y nada más terminar la página cierro por un momento el libro de Ediciones Destino original de 1984 y me rompo la cabeza contra todo porque no puedo soportar ver escritas cuatro faltas idénticas de puntuación en tan corto espacio de papel. A saber: “Las hojas estaban muy secas, y parecían de metal”, “Alguien barría furiosamente, y se oía la escoba seca contra las piedras, y una voz que llamaba” y “un saltamontes (…) trataba de escapar, y se agitaba desesperadamente”. Me explico (por si acaso). Se trata de dos oraciones coordinadas, nunca subordinadas, puesto que poseen verbos diferentes y las proposiciones que se sitúan en segundo lugar realizan funciones complementarias o aditivas, no formando parte de una descripción o de un ítem explicativo, unidas por dos nexos, la coma y la conjunción “y”. Dos nexos que, juntos, me agujerean la vista. Esta unión, aparentemente inofensiva, acaba por minar mi débil por exigente estado mental y me impulsa a cerrar el libro, a aguardar mejores tiempos para el abordaje del mismo y a iniciar otras lecturas en principio más displicentes con mi maltrecha salud.
Tres días después encaro de nuevo la faena dispuesto a recibir a puerta gayola a los dos nexos amenazantes. Así, me olvido de su presencia y trato de disfrutar de la lectura, con el sobrio y elegante sabor de la novela de posguerra y mi desmedido entusiasmo por la técnica literaria como pilares fundamentales de mi nocturna pasión.
En la madrugada voy reconociendo paralelismos. Cela y Delibes, quizás por ser mis autores más leídos de la época, surgen a flote. “Mazurca para dos muertos” y “La guerra de nuestros antepasados” se asimilan en cuanto a la narración rigurosa y a veces dura, no así en otros aspectos de innecesario comentario. Coinciden en el gusto por lo cotidiano, por lo sencillo, ni que decir tiene que por el ambiente del pueblo. Concuerdan en la narración pausada, tendente a subrayar anécdotas que no han de hacer avanzar obligatoriamente la acción principal, a la recreación con pinceladas de perfiles humanos, huyendo de la descripción profusa y permitiendo que multitud de diálogos y diversas historias paralelas terminen por dibujar al personaje en cuestión por completo y, en extensión, el hilo de la historia.
Hasta aquí de acuerdo. Sin embargo, alrededor de la página treinta (de las ciento cinco de mi edición de 1984), estas características inherentes al genuino realismo narrativo de Sender empiezan a apuntarse en su contra. Soslayando deliberadamente por mi parte la simpleza del lenguaje, una tras otra, las anécdotas acaban perdiendo interés. Y no porque el hecho en sí que se cuenta no lo tenga, sino porque el autor prefiere enumerarlas en lugar de ahondar en ellas. Prefiere sucederlas, a veces caóticamente, y enlazarlas casi forzadamente. Delibes empieza a ganarle terreno en esta materia, puesto que Pacífico Pérez solidifica mejor que Paco.
Ante tal asimetría, expongo tres teorías. La primera versa sobre la longitud de la obra. Delibes utiliza unas trescientas páginas (según mi edición a letra muy pequeña) para dibujar una personalidad que, con los acontecimientos narrados cronológicamente, acaban apuntalando con éxito un carácter de cuyas reacciones futuras ante cualquier hecho hipotético que le ocurriese podrían ser adivinadas por todos los lectores. A Paco se le mantiene desdibujado, o quizás tan sólo subrayado, en unas cien páginas.
Mi segunda teoría gira en torno al punto de vista narrativo, a la persona que nos está contando los hechos. El que no se trate de un relato en primera persona dice mucho de los planes de Sender. Su interés real no estaba pues en Paco sino en Mosén Millán, de ahí la utilización de la tercera persona. En boca del cura se nos va descubriendo la personalidad de un campesino, Paco, mientras que en boca del narrador, Sender, vislumbramos la psicología del propio cura. Pero sólo entrevemos, como lectores externos. Y es que, llegados a este punto, no podemos desviar nuestra visión para terminar comparando a Pacífico Pérez con Mosén Millán porque la personalidad del segundo no se sostiene en hechos propios contados por él, sino en hechos ajenos enumerados por él y acontecimientos propios contados por un narrador que, analizándolo bien, no se mantiene fuera de la historia sino que se permite observar la situación bajo su prisma, adjetivando las reacciones del cura. Así, me niego a considerar real mi visión sobre Millán, no así la de Paco, de ahí los motivos de mi elección como objeto de comparación.
Por último, mi tercera teoría trata flexiblemente de reconciliarme con la lectura puesto que dice algo en favor de Sender. Si su propósito primario no era el de conseguir una obra literaria de gran destreza sino el de trazar un texto cuidadosamente combativo (cuidadoso por utilizar la respetada, e infalible, figura de un cura para dar a conocer los designios de un individuo insurrecto) y de valiente preocupación social, lo creo cumplido con creces. El tinte ideológico permanece fuertemente marcado, más aún en nuestros días, como también su marcado interés por el hombre en sí, por el matiz más humano de cada individuo, por encima de su importancia histórica o social. Por todo esto, pese a que su poder inventivo o su capacidad de fabulación o de creación novelesca no sean de mi total satisfacción, no puedo sino controlar mis indignaciones y valorar como se merece esta creación literaria.
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