...blog literario de rubén rojas yedra

domingo, 6 de agosto de 2017

Lucia Berlin (1936, Juneau, Alaska, EE UU-2004)

Lavandería Ángel

Un indio viejo y alto con unos Levi’s descoloridos y un bonito cinturón zuni. Su pelo blanco y largo, anudado en la nuca con un cordón morado. Lo raro fue que durante un año más o menos siempre estábamos en la Lavandería Ángel a la misma hora. Aunque no a las mismas horas. Quiero decir que algunos días yo iba a las siete un lunes, o a las seis y media un viernes por la tarde, y me lo encontraba allí.

Con la señora Armitage había sido diferente, aunque ella también era vieja. Eso fue en Nueva York, en la Lavandería San Juan de la calle 15. Portorriqueños. El suelo siempre encharcado de espuma. Entonces yo tenía críos pequeños y solía ir a lavar los pañales el jueves por la mañana. Ella vivía en el piso de arriba, el 4-C. Una mañana en la lavandería me dio una llave y yo la cogí. Me dijo que si algún jueves no la veía por allí, hiciera el favor de entrar en su casa, porque querría decir que estaba muerta. Era terrible pedirle a alguien una cosa así, y además me obligaba a hacer la colada los jueves.

La señora Armitage murió un lunes, y nunca más volví a la Lavandería San Juan. El portero la encontró. No sé cómo.

Durante meses, en la Lavandería Ángel, el indio y yo no nos dirigimos la palabra, pero nos sentábamos uno al lado del otro en las sillas amarillas de plástico, unidas en hilera como las de los aeropuertos. Rechinaban en el linóleo rasgado y el ruido daba dentera.

El indio solía quedarse allí sentado tomando tragos de Jim Beam, mirándome las manos. No directamente, sino por el espejo colgado en la pared, encima de las lavadoras Speed Queen. Al principio no me molestó. Un viejo indio mirando fijamente mis manos a través del espejo sucio, entre un cartel amarillento de PLANCHA 1,50 $ LA DOCENA y plegarias en rótulos naranja fosforito. DIOS, CONCÉDEME LA SERENIDAD PARA ACEPTAR LAS COSAS QUE NO PUEDO CAMBIAR. Hasta que empecé a preguntarme si no tendría una especie de fetichismo con las manos. Me ponía nerviosa sentir que no dejaba de vigilarme mientras fumaba o me sonaba la nariz, mientras hojeaba revistas de hacía años. Lady Bird Johnson, cuando era primera dama, bajando los rápidos.

Al final acabé por seguir la dirección de su mirada. Vi que le asomaba una sonrisa al darse cuenta de que también yo me estaba observando las manos. Por primera vez nuestras miradas se encontraron en el espejo, debajo del rótulo NO SOBRECARGUEN LAS LAVADORAS.

En mis ojos había pánico. Me miré a los ojos y volví a mirarme las manos. Horrendas manchas de la edad, dos cicatrices. Manos nada indias, manos nerviosas, desamparadas. Vi hijos y hombres y jardines en mis manos.

Sus manos ese día (el día en que yo me fijé en las mías) agarraban las perneras tirantes de sus vaqueros azules. Normalmente le temblaban mucho y las dejaba apoyadas en el regazo, sin más. Ese día, en cambio, las apretaba para contener los temblores. Hacía tanta fuerza que sus nudillos de adobe se pusieron blancos.

La única vez que hablé fuera de la lavandería con la señora Armitage fue cuando su váter se atascó y el agua se filtró hasta mi casa por la lámpara del techo. Las luces seguían encendidas mientras el agua salpicaba arcoíris a través de ellas. La mujer me agarró del brazo con su mano fría y moribunda y dijo: «¿No es un milagro?».

El indio se llamaba Tony. Era un apache jicarilla del norte. Un día, antes de verlo, supe que la mano tersa sobre mi hombro era la suya. Me dio tres monedas de diez centavos. Al principio no entendí, estuve a punto de darle las gracias, pero entonces me di cuenta de que temblaba tanto que no podía poner en marcha la secadora. Sobrio ya es difícil. Has de girar la flecha con una mano, meter la moneda con la otra, apretar el émbolo, y luego volver a girar la flecha para la siguiente moneda. 

Volvió más tarde, borracho, justo cuando su ropa empezaba a esponjarse y caer suelta en el tambor. No consiguió abrir la portezuela, perdió el conocimiento en la silla amarilla. Seguí doblando mi ropa, que ya estaba seca.

Ángel y yo llevamos a Tony al cuarto de la plancha y lo acostamos en el suelo. Calor. Ángel es quien cuelga en las paredes las plegarias y los lemas de AA. NO PIENSES Y NO BEBAS. Ángel le puso a Tony un calcetín suelto húmedo en la frente y se arrodilló a su lado.

—Hermano, créeme, sé lo que es... He estado ahí, en la cloaca, donde estás tú. Sé exactamente cómo te sientes.

Tony no abrió los ojos. Cualquiera que diga que sabe cómo te sientes es un iluso.

La Lavandería Ángel está en Albuquerque, Nuevo México. Calle 4. Comercios destartalados y chatarrerías, locales donde venden cosas de segunda mano: catres del ejército, cajas de calcetines sueltos, ediciones de Higiene femenina de 1940. Almacenes de cereales y legumbres, pensiones para parejas y borrachos y ancianas teñidas con henna que hacen la colada en la lavandería de Ángel. Adolescentes chicanas recién casadas van a la lavandería de Ángel. Toallas, camisones rosas, braguitas que dicen «Jueves». Sus maridos llevan monos de faena con nombres impresos en los bolsillos. Me gusta esperar hasta que aparecen en la imagen especular de las secadoras. «Tina», «Corky», «Junior».

La gente de paso va a la lavandería de Ángel. Colchones sucios, tronas herrumbrosas atadas al techo de viejos Buick abollados. Sartenes aceitosas que gotean, cantimploras de lienzo que gotean. Lavadoras que gotean. Los hombres se quedan en el coche bebiendo, descamisados, y estrujan con la mano las latas vacías de cerveza Hamm’s.

Pero sobre todo son indios los que van a la lavandería de Ángel. Indios pueblo de San Felipe, Laguna o Sandía. Tony fue el único apache que conocí, en la lavandería o en cualquier otro sitio. Me gusta mirar las secadoras llenas de ropas indias y seguir los brillantes remolinos de púrpuras, naranjas, rojos y rosas hasta quedarme bizca.

Yo voy a la lavandería de Ángel. No sé muy bien por qué, no es solo por los indios. Me queda lejos, en la otra punta de la ciudad. A una manzana de mi casa está la del campus, con aire acondicionado, rock melódico en el hilo musical. New Yorker, Ms., y Cosmopolitan. Las esposas de los ayudantes de cátedra van allí y les compran a sus hijos chocolatinas Zero y Coca-Colas. La lavandería del campus tiene un cartel, como la mayoría de las lavanderías, advirtiendo que está TERMINANTEMENTE PROHIBIDO LAVAR PRENDAS QUE DESTIÑAN. Recorrí toda la ciudad con una colcha verde en el coche hasta que entré en la lavandería de Ángel y vi un cartel amarillo que decía: AQUÍ PUEDES LAVAR HASTA LOS TRAPOS SUCIOS.

Vi que la colcha no se ponía de un color morado oscuro, aunque sí quedó de un verde más parduzco, pero quise volver de todos modos. Me gustaban los indios y su colada. La máquina de Coca-Cola rota y el suelo encharcado me recordaban a Nueva York. Portorriqueños pasando la fregona a todas horas. Allí la cabina telefónica estaba fuera de servicio, igual que la de Ángel. ¿Habría encontrado muerta a la señora Armitage si hubiera sido un jueves?

—Soy el jefe de mi tribu —dijo el indio. Llevaba un rato allí sentado, bebiendo oporto, mirándome fijamente las manos.

Me contó que su mujer trabajaba limpiando casas. Habían tenido cuatro hijos. El más joven se había suicidado, el mayor había muerto en Vietnam. Los otros dos eran conductores de autobuses escolares.

—¿Sabes por qué me gustas? —me preguntó.

—No, ¿por qué?

—Porque eres una piel roja —señaló mi cara en el espejo. Tengo la piel roja, es verdad, y no, nunca he visto a un indio de piel roja.

Le gustaba mi nombre, y lo pronunciaba a la italiana. Lu-chí-a. Había estado en Italia en la Segunda Guerra Mundial. Cómo no, entre sus bellos collares de plata y turquesa llevaba colgada una placa. Tenía una gran muesca en el borde.

—¿Una bala?

No, solía morderla cuando estaba asustado o caliente.

Una vez me propuso que fuéramos a echarnos en su furgoneta y descansáramos juntos un rato.

—Los esquimales lo llaman «reír juntos» —señalé el cartel verde lima, NO DEJEN NUNCA LAS MÁQUINAS SIN SUPERVISIÓN.

Nos echamos a reír, uno al lado del otro en nuestras sillas de plástico unidas. Luego nos quedamos en silencio. No se oía nada salvo el agua en movimiento, rítmica como las olas del océano. Su mano de buda estrechó la mía.

Pasó un tren. Me dio un codazo.

—¡Gran caballo de hierro! —y nos echamos a reír otra vez.

Tengo muchos prejuicios infundados sobre la gente, como que a todos los negros por fuerza les ha de gustar Charlie Parker. Los alemanes son antipáticos, los indios tienen un sentido del humor raro. Parecido al de mi madre: uno de sus chistes favoritos es el del tipo que se agacha a atarse el cordón del zapato, y viene otro, le da una paliza y dice: «¡Siempre estás atándote los cordones!». El otro es el de un camarero que está sirviendo y le echa la sopa encima al cliente, y dice: «Oiga, está hecho una sopa». Tony solía repetirme chistes de esos los días lentos en la lavandería.

Una vez estaba muy borracho, borracho violento, y se metió en una pelea con unos vagabundos en el aparcamiento. Le rompieron la botella de Jim Beam. Ángel dijo que le compraría una petaca si iba con él al cuarto de la plancha y le escuchaba. Saqué mi colada de la lavadora y la metí en la secadora mientras Ángel le hablaba de los doce pasos.

Cuando salió, Tony me puso unas monedas en la mano. Metí su ropa en una secadora mientras él se debatía con el tapón de la botella de Jim Beam. Antes de que me diera tiempo a sentarme, empezó a hablar a gritos.

—¡Soy un jefe! ¡Soy un jefe de la tribu apache! ¡Mierda!

—Tú sí que estás hecho mierda —se quedó sentado, bebiendo, mirándome las manos en el espejo—. Por eso te toca hacer la colada, ¿eh, jefe apache?

No sé por qué lo dije. Fue un comentario de muy mal gusto. A lo mejor pensé que se reiría. Y se rio, de hecho.

—¿De qué tribu eres tú, piel roja? —me dijo, observándome las manos mientras sacaba un cigarrillo.

—¿Sabes que mi primer cigarrillo me lo encendió un príncipe? ¿Te lo puedes creer?

—Claro que me lo creo. ¿Quieres fuego? —me encendió el cigarrillo y nos sonreímos. Estábamos muy cerca uno del otro, y de pronto se desplomó hacia un lado y me quedé sola en el espejo.

Había una chica joven, no en el espejo sino sentada junto a la ventana. Los rizos de su pelo en la bruma parecían pintados por Botticelli. Leí todos los carteles. DIOS, DAME FUERZAS. CUNA NUEVA A ESTRENAR (POR MUERTE DE BEBÉ).

La chica metió su ropa en un cesto turquesa y se fue. Llevé mi colada a la mesa, revisé la de Tony y puse otra moneda de diez centavos. Solo estábamos él y yo. Miré mis manos y mis ojos en el espejo. Unos bonitos ojos azules.

Una vez estuve a bordo de un yate en Viña del Mar. Acepté el primer cigarrillo de mi vida y le pedí fuego al príncipe Alí Khan. «Enchanté», me dijo. La verdad es que no tenía cerillas. 

Doblé la ropa y cuando llegó Ángel me fui a casa.

No recuerdo en qué momento caí en la cuenta de que nunca volví a ver a aquel viejo indio.


Mi jockey

Me gusta trabajar en Urgencias, por lo menos ahí se conocen hombres. Hombres de verdad, héroes. Bomberos y jockeys. Siempre vienen a las salas de urgencias. Las radiografías de los jinetes son alucinantes. Se rompen huesos constantemente, pero se vendan y corren la siguiente carrera. Sus esqueletos parecen árboles, parecen brontosaurios reconstruidos. Radiografías de San Sebastián.

Suelo atenderlos yo, porque hablo español y la mayoría son mexicanos. Mi primer jockey fue Muñoz. Dios. Me paso el día desvistiendo a la gente y no es para tanto, apenas tardo unos segundos. Muñoz estaba allí tumbado, inconsciente, un dios azteca en miniatura, pero con aquella ropa tan complicada fue como ejecutar un elaborado ritual. Exasperante, porque no se acababa nunca, como cuando Mishima tarda tres páginas en quitarle el kimono a la dama. La camisa de raso morada tenía muchos botones a lo largo del hombro y en los puños que rodeaban sus finas muñecas; los pantalones estaban sujetos con intrincados lazos, nudos precolombinos. Sus botas olían a estiércol y sudor, pero eran tan blandas y delicadas como las de Cenicienta. Entretanto él dormía, un príncipe encantado.

Empezó a llamar a su madre incluso antes de despertarse. No solo me agarró de la mano, como algunos pacientes hacen, sino que se colgó de mi cuello, sollozando «¡Mamacita, mamacita!». La única forma de que consintiera que el doctor Johnson lo examinara fue acunándolo en mis brazos como a un bebé. Era pequeño como un niño, pero fuerte, musculoso. Un hombre en mi regazo. ¿Un hombre de ensueño? ¿Un bebé de ensueño?

El doctor Johnson me pasaba una toalla húmeda por la frente mientras yo traducía. La clavícula estaba fracturada, había al menos tres costillas rotas, probablemente una conmoción cerebral. No, dijo Muñoz. Debía correr en las carreras del día siguiente. Llévelo a Rayos X, dijo el doctor Johnson. Puesto que no quiso tumbarse en la camilla, lo llevé en brazos por el pasillo, estilo King Kong. Muñoz sollozaba, aterrorizado; sus lágrimas me mojaron el pecho.

Esperamos en la sala oscura al técnico de Rayos X. Lo tranquilicé igual que habría hecho con un caballo. «Cálmate, lindo, cálmate. Despacio... despacio.» Se aquietó en mis brazos, resoplaba y roncaba suavemente. Acaricié su espalda tersa. Se estremeció, lustrosa como el lomo de un potro soberbio. Fue maravilloso.


Punto de vista

Imaginemos «Tristeza», el cuento de Chéjov, en primera persona. Un anciano explicándonos que su hijo acaba de morir. Nos sentiríamos turbados, incómodos, incluso aburridos, y reaccionaríamos precisamente como los pasajeros del cochero en el relato. La voz imparcial de Chéjov, sin embargo, imbuye a ese hombre de dignidad. Absorbemos la compasión del autor por él, y nos conmueve en lo más hondo, si no la muerte del hijo, el hecho de que el viejo termine hablando con el caballo.

Creo que en el fondo es porque somos inseguros.

Quiero decir que si les presentara así a la mujer sobre la que estoy escribiendo...

«Soy una mujer de cincuenta y tantos años, soltera. Trabajo en la consulta de un médico. Vuelvo a casa en autobús. Los sábados voy a la lavandería y luego hago la compra en Lucky’s, recojo el Chronicle del domingo y me voy a casa», me dirían: eh, no me agobies.

En cambio, mi historia se abre con: «Cada sábado, después de la lavandería y el supermercado, Henrietta compraba el Chronicle del domingo». Ustedes escucharán todos y cada uno de los detalles compulsivos, obsesivos y aburridos de la vida de esta mujer solo porque está escrita en tercera persona. Caramba, pensarán, si el narrador cree que hay algo en esta patética criatura sobre lo que merezca la pena escribir, será que lo hay. Seguiré leyendo, a ver qué pasa.

En realidad no pasa nada. La historia, de hecho, ni siquiera está escrita todavía. Sin embargo, aspiro a que, a fuerza de minuciosidad en el detalle, esta mujer les resulte tan creíble que no puedan evitar compadecerla.

La mayoría de los escritores utilizan accesorios y decorados de su propia vida. Por ejemplo, mi Henrietta toma cada noche una cena frugal en un mantelito, con exquisitos cubiertos macizos italianos de acero inoxidable. Un detalle curioso, que podría parecer contradictorio en esta mujer que recorta los vales de descuento de los rollos de papel de cocina, pero capta la atención del lector. O al menos espero que así sea.

Creo que no daré ninguna explicación en el relato. A mí, sin ir más lejos, me gusta comer con ese tipo de cubiertos elegante. El año pasado encargué un juego para seis comensales del catálogo navideño del Museo de Arte Moderno. Muy caro, cien dólares, pero pensé que merecía la pena. Tengo seis platos y seis sillas. A lo mejor daré una cena en casa, pensé en el momento. Resultó, sin embargo, que eran cien dólares por seis piezas. Dos tenedores, dos cuchillos, dos cucharas. Un juego individual. Me dio vergüenza devolverlos; pensé: bueno, a lo mejor el año que viene encargo otro.

Henrietta come con sus preciosos cubiertos y bebe vino de Calistoga en copa. Toma ensalada en un cuenco de madera y calienta una comida precocinada Lean Cuisine en un plato llano. Mientras cena, lee la sección «Cosas de este mundo», en la que todos los artículos parecen escritos por la misma primera persona.

Henrietta espera el lunes con impaciencia. Está enamorada del doctor B., el nefrólogo. Muchas enfermeras/secretarias están enamoradas de «sus» doctores. Una especie de síndrome Della Street.

El doctor B. está inspirado en el nefrólogo para el que trabajé durante un tiempo. No estaba enamorada de él, ni mucho menos. A veces bromeaba y decía que teníamos una relación amor-odio. Era un hombre tan detestable que sin duda me recordó cómo degeneran las aventuras amorosas, a veces.

Shirley, mi predecesora, sí que estaba enamorada de él. Me enseñó todos los regalos de cumpleaños que le había hecho. La maceta con la hiedra y la pequeña bicicleta de bronce. El espejo con el koala esmerilado. El estuche estilográfico. Me contó que al doctor le encantaron todos los regalos salvo el sillín de piel de borrego. Se lo tuvo que cambiar por unos guantes de ciclista.

En mi relato, el doctor B. se burla de Henrietta cuando le regala el sillín, es sarcástico y cruel con ella, como sin duda podía ser en realidad. Ese sería el punto álgido de la historia, de hecho, cuando Henrietta se da cuenta del desprecio que siente por ella, de qué patético es su amor. 

El día que empecé a trabajar allí, encargué camisones de papel. Shirley los utilizaba de algodón: «Cuadros azules para los chicos, flores rosas para las chicas». (La mayoría de nuestros pacientes eran tan viejos que usaban andadores.) Todos los fines de semana, Shirley cargaba con la ropa sucia y se la llevaba a casa en el autobús, y no solo la lavaba, sino que además la almidonaba y la planchaba. En eso anda ahora mi Henrietta... planchando en domingo, después de limpiar su apartamento.

Por supuesto buena parte de mi relato va de las costumbres de Henrietta. Costumbres. Quizá ni siquiera malas en sí mismas, sino tan arraigadas. Cada sábado, año tras año. 

Cada domingo, Henrietta lee las páginas rosas. Primero el horóscopo, siempre en la página 16, como es costumbre de ese periódico. Normalmente los astros le traen a Henrietta noticias picantes. «Luna llena, sexy Escorpio, ¡y ya sabes qué significa! ¡Prepárate para que surja la chispa!».

Los domingos, después de limpiar y planchar, Henrietta prepara algo especial para cenar. Capón al horno. Un salteado instantáneo Stove Top con salsa de arándanos. Guisantes a la crema. Una chocolatina Forever Yours de postre.

Después de lavar los platos, ve 60 Minutos. No es que le interese especialmente el programa. Le gustan los presentadores y tertulianos. Diane Sawyer, siempre distinguida y guapa, y los hombres, todos tan serios, fiables e implicados en los temas a debate. A Henrietta le gusta cómo mueven la cabeza con gesto taciturno, o sonríen cuando hay una situación divertida. Y sobre todo le gustan los primeros planos de la esfera del reloj. El minutero y el tictac del paso del tiempo.

Luego ve Se ha escrito un crimen, que no le gusta pero es lo único que hay. 

Me está costando mucho escribir sobre el domingo. Plasmar la larga sensación de vacío de los domingos. Sin correo, las máquinas cortando el césped a lo lejos, la desesperanza.

O cómo describir que Henrietta se muere de ganas de que sea lunes por la mañana. El clic, clic, clic de los pedales de la bicicleta del doctor y el chasquido de la llave cuando se encierra en el despacho a ponerse su traje azul.

—¿Ha disfrutado del fin de semana? —le pregunta Henrietta.

Él nunca contesta. Nunca dice hola o adiós.

Cuando el doctor se marcha y sale con la bicicleta, ella le aguanta la puerta.

—¡Adiós! ¡Que se divierta! —dice sonriendo.

—¿Que me divierta? Por el amor de Dios, déjese de tonterías.

Aun así, por desagradable que sea con ella, Henrietta cree que existe un vínculo entre los dos. El doctor tiene un pie deforme, una pronunciada cojera, mientras que ella tiene escoliosis, una desviación en la columna. Una joroba, de hecho. Ella es tímida y vergonzosa, pero entiende que él pueda ser tan cáustico. Una vez le dijo que reunía las dos cualidades necesarias en una enfermera... Ser «estúpida y servil».

Después de Se ha escrito un crimen, Henrietta se da un baño, mimándose con perlas perfumadas de aroma floral.

Luego ve las noticias mientras se esparce la crema por la cara y las manos. Ha puesto agua para el té. Le gusta el parte meteorológico. Los pequeños soles sobre Nebraska y Dakota del Norte. Nubes de lluvia sobre Florida y Luisiana.

Se estira en la cama a tomar una infusión relajante. Echa de menos su vieja manta eléctrica, con el regulador BAJO-MEDIO-ALTO. La que tiene ahora se anunciaba como la «manta eléctrica inteligente». La manta sabe que no hace frío, así que apenas se calienta. Ojalá se calentara de verdad y la reconfortara. ¡Demasiado lista, la condenada! A Henrietta se le escapa la risa. Suena chocante en el pequeño dormitorio.

Apaga el televisor mientras toma la infusión, escuchando los coches que entran y salen de la gasolinera Arco al otro lado de la calle. De vez en cuando un coche se para con un frenazo junto a la cabina telefónica. Después la puerta se cierra de golpe y el coche arranca y se aleja.

Oye un coche que se acerca despacio hacia los teléfonos. Dentro suena jazz a todo volumen. Henrietta apaga la luz y levanta la persiana junto a su cama, apenas una rendija. La ventana está empañada. En la radio del coche suena Lester Young. El hombre que habla por teléfono sujeta el auricular con la barbilla. Se pasa un pañuelo por la frente. Me apoyo en la repisa fría de la ventana y le observo. Escucho el suave saxo de «Polka Dots and Moonbeams». Escribo una palabra en el vidrio empañado. ¿Qué? ¿Mi nombre? ¿El de un hombre? ¿Henrietta? ¿Amor? Sea cual sea, la borro antes de que nadie la vea.


Carpe diem

Normalmente llevo bien envejecer. Hay cosas que me dan una punzada de nostalgia, como los patinadores. Qué libres parecen, deslizándose con sus largas piernas, el pelo suelto al viento. Otras cosas me dan pánico, como las puertas del metro. Una larga espera antes de que se abran, cuando el tren se para. No muy larga, pero más larga de la cuenta. No hay tiempo.

Y las lavanderías. Aunque para mí ya suponían un problema incluso cuando era joven. Una espera demasiado larga, incluso con las rápidas Speed Queens. La vida te pasa por delante de los ojos mientras estás ahí, hundiéndote sin remedio. Claro, si tuviera coche, podría ir a la ferretería o a la oficina de correos, y luego volver para meter la ropa en la secadora.

Las lavanderías automáticas donde no hay empleados son aún peores. Y además, siempre me da la impresión de ser la única persona que va ahí, por más que las otras lavadoras y secadoras siempre estén en marcha... Todo el mundo habrá ido a la ferretería.

He conocido a empleados de muchas lavanderías, esos Carontes que merodean dando cambio, o que nunca tienen cambio. Ahora es el turno de la gorda Ophelia, que pronuncia «de nada» como «de nata». Se le partió la dentadura masticando cecina reseca. Tiene unos pechos tan grandes que ha de pasar de lado encogida por las puertas, como si moviera una mesa de cocina. Cuando aparece por el pasillo con una fregona todo el mundo se aparta y aparta también los cestos de la ropa. Le encanta cambiar el canal de la televisión. Justo cuando nos hemos acomodado para ver un concurso, viene y pone una serie.

Una vez, por ser educada, le dije que a mí también me daban sofocos, y por eso desde entonces me asocia con... el Cambio. «¿Cómo sigues con el cambio?», me dice a gritos a modo de saludo. Y entonces es aún peor, quedarme allí sentada, meditando, envejeciendo. Mis hijos ya son mayores, así que en lugar de cinco lavadoras ahora solo uso una, pero una tarda lo mismo.

Me mudé la semana pasada, y debo de llevar doscientas mudanzas a cuestas. Metí todas las sábanas, las cortinas y las toallas en el carrito de la compra, a rebosar. En la lavandería había mucha gente; no quedaban lavadoras juntas libres, así que dividí mi ropa entre las tres que encontré y fui a pedirle cambio a Ophelia. Volví, metí las monedas y el jabón, y las puse en marcha. Solo que puse en marcha las lavadoras equivocadas. Las tres donde un hombre acababa de lavar la ropa.

Quedé acorralada contra las lavadoras. Ophelia y el hombre se cernieron sobre mí. Soy una mujer alta, ahora uso medias Big Mama, pero ellos eran dos moles. Ophelia sostenía un espray quitamanchas en la mano. El hombre llevaba unos vaqueros cortados, de los que asomaban unas piernazas cubiertas de vello pelirrojo. La tupida barba ni siquiera parecía pelo, sino un parachoques rojo acolchado. Llevaba una gorra de béisbol con el dibujo de un gorila. La gorra no era especialmente pequeña, pero solo alcanzaba a cubrir la parte más alta de aquella maraña de pelo, convirtiéndolo así en un hombre de más de dos metros de altura. Mientras se acercaba iba descargando un puño cerrado en la palma enrojecida de la otra mano.

—Maldita sea. ¡No me jodas!

Ophelia no me estaba amenazando: pretendía protegerme, dispuesta a interponerse entre el hombre y yo, o él y las máquinas. Siempre presume de que no hay nada en la lavandería que ella no sepa manejar.

—Señor, será mejor que se siente y se relaje. No hay manera de parar las lavadoras una vez se han puesto en marcha. Vea un poco la tele, tómese una Pepsi.

Introduje las monedas en las máquinas correctas y las puse en marcha. Entonces me acordé de que no me quedaba nada de dinero, no tenía detergente, y que aquellas monedas eran para las secadoras. Me eché a llorar.

—¿Y encima es ella la que llora? ¿Sabes que me acabas de fastidiar el sábado, pedazo de inútil? Por los clavos de Cristo.

Me ofrecí a meterle la ropa en la secadora, si quería ir a algún sitio mientras tanto.

—No quiero que te acerques a mi ropa. Más te vale quedarte lejos, ¿me explico?

No había ningún asiento libre, excepto a mi lado. Miramos fijamente las máquinas. Deseé que saliera a la calle, pero se quedó ahí sentado, a mi lado. Su enorme pierna derecha vibraba como el cabezal de una máquina de coser. Seis lucecitas rojas resplandecían delante de nosotros.

—Qué, ¿te dedicas a ir jodiendo al personal? —me preguntó.

—Mira, lo siento. Estaba cansada. Iba con prisa —se me escapó una risa nerviosa.

—Lo creas o no, yo sí que tengo prisa. Conduzco una grúa. Seis días a la semana. Doce horas al día. Y este es mi día libre. Mira por dónde.

—¿Y por qué tenías prisa? —lo dije con buena intención, pero pensó que quería ser sarcástica.

—Serás estúpida. Si fueras un tío, te daría una buena. Metería tu cabeza hueca en la secadora y la pondría a cocer.

—He dicho que lo siento.

—No me extraña que lo sientas. Eres patética. Nada más verte he sabido que eres una perdedora... No me lo puedo creer. Está llorando otra vez. Por los clavos de Cristo.

Ophelia se plantó delante de él.

—No se te ocurra molestarla más, ¿me oyes? —le dijo al tipo—. Sé que está pasando una mala racha.

¿Cómo lo sabía? Me quedé perpleja. Esta Sibila negra y colosal, esta Esfinge, lo sabe todo. Ah,

debe de referirse al Cambio.

—Si quieres, te doblo la ropa —le ofrecí al hombre.

—A callar, muchacha —dijo Ophelia—. Vamos a ver, ¿acaso se acaba el mundo? ¿Alguien se acordará de esto dentro de sien años?

—Sien años —susurró él—. Sien años.

Y yo estaba pensando lo mismo. Cien años. Nuestras máquinas estaban centrifugando, con todas las lucecitas azules encendidas.

—Al menos tu ropa estará limpia. He gastado todo el jabón.

—Ya te compraré un poco de jabón, por el amor de Dios.

—Es demasiado tarde. Gracias, de todos modos.

—No me ha fastidiado el día. Me ha jodido toda la puta semana. Y sin jabón.

Ophelia volvió y se inclinó para hablarme de cerca.

—He vuelto a manchar un poco —susurró—. El médico dice que si no se me retira, habré de hacerme un Papanicolau. ¿Tú has manchado?

Negué en silencio.

—Ya te llegará. Los problemas de las mujeres no se acaban nunca. Una vida entera de problemas. Mírame a mí, hinchada. ¿Tú no te hinchaste?

—La cabeza se le hinchó —dijo el hombre—. Mira, me voy al coche a por una cerveza. Quiero que me prometas que no te acercarás a mis lavadoras. Las tuyas son la treinta y cuatro, la treinta y nueve y la cuarenta y tres. ¿Queda claro?

—Sí. Treinta y dos, cuarenta y cuarenta y dos —no le hizo ninguna gracia.

Las lavadoras estaban en el último centrifugado. Tendría que tender mi ropa a secar en la baranda. Cuando me pagaran, volvería con jabón.

—Jackie Onassis cambia las sábanas todos los santos días —dijo Ophelia—. Eso ya me parece enfermizo, qué quieres que te diga.

—Enfermizo —asentí.

Dejé que el hombre metiera su ropa en un cesto y fuera a las secadoras antes de sacar mi colada. Vi varias personas con cara de circunstancias, pero las ignoré. Llené el carrito con las sábanas y las toallas empapadas. Apenas podía empujarlo, y la ropa estaba tan mojada que no cabía. Me eché las cortinas fucsias al hombro. En la otra punta, el hombre hizo ademán de decir algo, pero al final desvió la mirada.

Tardé mucho en llegar a casa. Y más incluso en tenderlo todo, aunque por suerte encontré una cuerda. Empezaba a caer la niebla.

Me serví café y me senté en el porche trasero. Estaba contenta. Serena, sin prisas. La próxima vez que vaya en metro, ni siquiera pensaré en bajarme hasta que el tren se haya parado. Entonces, saldré, justo a tiempo.


Luto

Me encantan las casas, todas las cosas que me cuentan, así que esa es una razón de que no me importe trabajar como mujer de la limpieza. Se parece mucho a leer un libro.

He estado trabajando para Arlene, de la inmobiliaria Central. Limpiando casas vacías, sobre todo, pero incluso las casas vacías tienen historias, pistas. Una carta de amor en el fondo de un armario, botellas de whisky vacías escondidas detrás de la secadora, listas de la compra... «Por favor trae detergente Tide, un paquete de linguine verdes y un pack de seis Coors. No pensaba en serio lo que dije anoche.»

Últimamente he limpiado casas en las que alguien acababa de morir. Limpiar y ayudar a clasificar las cosas para que la gente se las lleve o las done a la caridad. Arlene siempre pregunta si tienen ropa o libros para el Hogar de los Padres Judíos, que es donde está Sadie, su madre. Han sido trabajos deprimentes. O los familiares lo quieren todo y se pelean por las cosas más insignificantes (unos tirantes viejos y raídos, o un tazón), o ninguno quiere saber nada de lo que hay en la casa, así que solo he de meterlo todo en cajas. En ambos casos lo triste es qué poco se tarda. Piensa en ello. Si murieras... podría deshacerme de todas tus pertenencias en dos horas como máximo.

La semana pasada limpié la casa de un cartero negro muy mayor. Arlene lo conocía, había estado postrado en cama con diabetes hasta que murió de un ataque al corazón. Había sido un viejo mezquino, severo, me dijo, uno de los patriarcas de la iglesia. Era viudo; su mujer había muerto diez años antes. Su hija era amiga de Arlene, una activista política, en el comité educativo de Los Ángeles.

—Ha hecho mucho por la educación y el derecho a la vivienda en la comunidad negra. Es una tipa dura —dijo Arlene, así que debía de serlo, porque eso es lo que siempre dice la gente de Arlene. El hijo es cliente de Arlene, y otra historia. Abogado del distrito en Seattle, es dueño de propiedades inmobiliarias en todo Oakland—. No diré que sea el amo de los suburbios, pero...

El hijo y la hija no llegaron hasta última hora de la mañana, pero yo ya sabía mucho de ellos, por lo que Arlene me había contado, y por otras pistas. Cuando entré reinaba ese silencio que retumba en las casas donde no hay nadie, donde alguien acaba de morir. La vivienda estaba en un barrio decadente en Oakland Oeste. Parecía una pequeña granja, limpia y bonita, con un balancín en el porche, un jardín cuidado con rosales leñosos y azaleas. La mayoría de las casas alrededor tenían las ventanas condenadas con tablones, grafitis pintados. Viejos borrachines me observaban desde los escalones combados de un porche; camellos jóvenes vendían crack en las esquinas o sentados en los coches.

Dentro, también, la casa parecía un mundo aparte del barrio, con cortinas de visillo, muebles lustrosos de roble. El anciano había pasado mucho tiempo en una gran galería acristalada de la parte trasera de la casa, en una cama de hospital y una silla de ruedas. En las repisas de las ventanas se apiñaban helechos y violetas africanas, y cuatro o cinco comederos justo al otro lado del vidrio, para los pájaros. Un televisor enorme, un vídeo, un reproductor de CD; regalos de sus hijos, supuse. En la chimenea había un retrato de bodas: el hombre de esmoquin, con el pelo peinado hacia atrás y un bigotillo de lápiz; la esposa era joven y preciosa. Ambos posaban solemnes. Una fotografía de ella, vieja y con el pelo blanco, pero con una sonrisa, ojos sonrientes. Solemnes también los hijos en las fotos de graduación, guapos los dos, seguros, arrogantes. La foto de bodas del hijo. Una bella novia rubia de satén blanco. Luego los dos en otra foto con una chiquilla, de un año más o menos. Una foto de la hija con el congresista Ron Dellums. En la mesilla de noche había una tarjeta que empezaba: «Perdona, tuve demasiado lío para ir a Oakland en Navidad...», que podría haber sido de cualquiera de los dos. La Biblia del anciano estaba abierta por el Salmo 104. «Él mira la tierra, y ella tiembla; toca los montes, y humean.»

Antes de que llegaran limpié los dormitorios y el cuarto de baño de arriba. No había gran cosa, pero lo que encontré en los armarios y el mueble de la ropa blanca lo amontoné en distintas pilas sobre una de las camas. Estaba limpiando las escaleras, apagué el aspirador cuando entraron. Él fue cordial, me estrechó la mano; ella se limitó a inclinar la cabeza y subió las escaleras. Debían de venir directamente del funeral. Él llevaba un traje negro de tres piezas con una fina raya dorada; ella iba con un conjunto de cachemira gris y chaqueta de ante del mismo color. Ambos eran altos, guapísimos. Ella se había recogido el pelo en un moño tirante. No sonrió en ningún momento; él no dejaba de sonreír.

Los seguí a las habitaciones. Él cogió un espejo ovalado con un marco de madera tallada. No quisieron nada más. Les pregunté si podían donar algo al Hogar de los Padres Judíos. Ella me escrutó con sus ojos negros.

—¿Te parecemos judíos?

Él se apresuró a explicarme que la gente de la Iglesia Baptista Rosa de Sarón pasaría más tarde a recoger todo lo que dejaran. Y del servicio de material clínico a por la cama y la silla de ruedas. Mejor me pagaba ya, dijo sacando cuatro billetes de veinte de un grueso fajo que sujetaba con una pinza plateada. Me pidió que cuando terminara cerrara la casa y le dejara la llave a Arlene.

Me puse a limpiar la cocina mientras ellos estaban en la galería. El hijo cogió el retrato de bodas de sus padres, y sus fotos. Ella quería la foto de su madre. Él también la quería, pero dijo: No, quédatela. Se quedó con la Biblia; ella con la foto donde salía con Ron Dellums. Entre las dos lo ayudamos a cargar el televisor, el vídeo y el reproductor de CD al maletero de su Mercedes.

—Dios, es horrible ver cómo está el barrio ahora —dijo él.

Ella no dijo nada. Creo que ni siquiera había echado un vistazo. Al volver dentro, se sentó en la galería y miró alrededor.

—No puedo imaginar a papá mirando los pájaros, o cuidando las plantas —dijo.

—Es raro, ¿no? Aunque creo que nunca he llegado a conocerlo de verdad.

—Él era el que nos ponía firmes.

—Recuerdo cuando te dio una azotaina por sacar un aprobado en matemáticas.

—No —dijo ella—, saqué un bien. Un bien alto. A él nada le parecía suficiente.

—Ya lo sé. Aun así... desearía haber venido a verle más a menudo. Me horroriza pensar cuándo estuve aquí por última vez... Sí, lo llamaba mucho, pero...

Ella lo interrumpió, diciéndole que no se culpara, y luego coincidieron en que habría sido imposible que su padre viviera con cualquiera de los dos, con lo absorbidos que ambos estaban por el trabajo. Procuraban darse la razón, pero se notaba que les pesaba.

Y yo soy una bocazas. Ojalá me hubiera callado.

—Esta galería es tan agradable... —dije de pronto—. Parece que vuestro padre era feliz aquí.

—¿Verdad que sí? —dijo el hijo, sonriéndome, pero la hija me lanzó una mirada penetrante.

—No es asunto tuyo, si era feliz o no.

—Lo siento —dije. Siento no poder soltarte un bofetón, bruja malvada.

—No me iría mal un trago —intervino el hijo—. Aunque seguramente en casa no haya nada.

Le mostré el armario donde había brandy y un poco de licor de menta y jerez. Les sugerí que pasaran a la cocina para revisar los armarios y enseñarles las cosas antes de meterlas en cajas. Se trasladaron a la mesa de la cocina. Él sirvió dos grandes copas de brandy, una para cada uno. Bebieron y fumaron Kools mientras yo vaciaba los armarios. Ninguno de los dos quiso nada, así que acabé rápido.

—También hay algunas cosas en la alacena... —lo sabía porque les había echado el ojo. Una plancha antigua, con el mango de madera tallada y el armazón de hierro forjado.

—¡Esa la quiero yo! —dijeron a la vez.

—¿Vuestra madre la usaba para planchar? —le pregunté al hijo.

—No, la usaba para hacer sándwiches tostados de jamón y queso. Y con la carne en conserva, para prensarla.

—Siempre me había preguntado cuál era el truco... —dije, yéndome otra vez de la lengua, pero me callé al ver que la hermana me echaba otra mirada de las suyas.

Un viejo rodillo de amasar, suave por el uso, sedoso.

—¡Lo quiero! —exclamaron los dos.

Entonces ella sí se rio. El alcohol, el calor de la cocina le habían aflojado un poco el peinado, varios mechones se le ensortijaban alrededor de la cara, ahora brillante. Se le había ido el pintalabios; parecía la chica de la foto de graduación. Él se quitó la chaqueta, el chaleco y la corbata, se remangó la camisa. Ella me sorprendió admirando su magnífica complexión y me lanzó aquella mirada asesina.

Justo entonces llegaron los empleados de Western Medical Supply a recoger la cama y la silla de ruedas. Los acompañé a la galería, abrí la puerta de atrás. Cuando volví, el hermano había servido otro brandy en cada copa. Estaba inclinado hacia su hermana.

—Haz las paces con nosotros —le decía—. Ven a pasar un fin de semana, así podrás conocer mejor a Debbie. Y a Latania ni siquiera la conoces. Es preciosa, idéntica a ti. Por favor. 

Ella guardó silencio, pero pude ver que la muerte empezaba a ablandarla. La muerte cura, nos dice que perdonemos, nos recuerda que no queremos morir solos.

Asintió.

—Iré —dijo.

—¡Ah, eso es estupendo! —dijo él. Puso una mano en la de su hermana, pero ella retrocedió, apartó la mano y asió la mesa como una garra rígida.

Qué fría eres, malvada, dije. No en voz alta. En voz alta dije:

—Apuesto a que aquí hay algo que los dos vais a querer...

Una plancha de acero antigua para hacer gofres, muy pesada. Mi abuela Mamie tenía una. No hay nada como esos gofres. Crujientes y dorados por fuera y tiernos por dentro. Puse la plancha entre los dos.

Ella sonrió.

—¡Eh, esta es para mí!

Él se echó a reír.

—Vas a tener que pagar una fortuna por exceso de equipaje.

—No me importa. ¿Te acuerdas de que mamá nos preparaba gofres cuando estábamos enfermos? ¿Con auténtico sirope de arce?

—El día de San Valentín los hacía en forma de corazón.

—Solo que nunca parecían corazones.

—No, pero le decíamos: «Mamá, ¡te han salido corazones perfectos!».

—Con fresas y nata montada.

Entonces saqué otras cosas, fuentes de horno y cajas de frascos para conservas que no eran interesantes. La última caja, en el estante más alto, la dejé encima de la mesa.

Delantales. De los antiguos, con peto. Cosidos a mano, bordados con pájaros y flores. Paños de cocina, también bordados. Todos hechos con la tela de los sacos de harina o retales de ropa vieja. Suaves y descoloridos, con olor a vainilla y clavo.

—¡Este lo hizo con el vestido que llevé el primer día de colegio en cuarto de primaria!

La hermana empezó a desplegar los delantales y los paños uno por uno, tendiéndolos sobre la mesa. Oh. Oh, repetía. Le caían lágrimas por las mejillas. Recogió todos los delantales y los paños y los estrechó contra su pecho.

—¡Mamá! —gritó—. ¡Ay, mamá querida!

El hermano también estaba llorando, y fue hacia ella. La abrazó, y ella dejó que la abrazara, que la meciera. Salí de la cocina y por la puerta de atrás.

Estaba todavía sentada en los escalones cuando un camión aparcó delante y se bajaron tres hombres de la Iglesia baptista. Los acompañé hasta la puerta de la entrada y a la planta de arriba, y les dije que podían llevárselo todo. Ayudé a uno con las cosas de arriba, y luego lo ayudé a cargar lo que había en el garaje, herramientas y rastrillos, una segadora para cortar el césped y una carretilla.

—Bueno, pues ya está —dijo uno de los hombres.

El camión reculó para dar la vuelta y saludaron con la mano al irse. Volví adentro. La casa estaba en silencio. Los dos hermanos se habían ido. Entonces barrí y me marché, cerrando con llave las puertas de la casa vacía.


B. F. y yo

Me gustó de entrada, nada más hablando con él por teléfono. Voz áspera, pausada, en la que se adivinaba una sonrisa... y sexo, ya saben a qué me refiero. De todos modos, ¿cómo es que nos hacemos una idea de la gente solo por su voz? La señorita de información telefónica es entrometida y condescendiente, y ni siquiera es una persona de verdad. Y cuando el tipo de la televisión por cable dice que nuestra satisfacción es una prioridad para ellos y quieren complacernos, lo delata el tono de desdén.

Durante un tiempo fui operadora en la centralita de un hospital, me pasaba el día hablando con médicos a los que nunca veía. Todas teníamos nuestros favoritos y otros a los que no soportábamos. Ninguna había visto nunca al doctor Wright, pero tenía una voz tan suave y cálida que estábamos enamoradas de él. Si había que avisarlo por megafonía, cada una ponía un dólar en el tablero, hacíamos carreras para contestar las llamadas y a quien le tocara la suya ganaba el dinero y decía: «Oh, qué tal, doctor Wright. Lo requieren en la UCI, señor». Nunca llegué a ver al doctor Wright en persona, pero cuando conseguí un puesto en Urgencias acabé conociendo a todos los médicos con los que había hablado por teléfono. Pronto me di cuenta de que eran exactamente como los imaginábamos. Los mejores facultativos eran los que contestaban enseguida, claros y educados, mientras que los peores eran los que nos gritaban y soltaban cosas como: «¿Acaso contratan a deficientes en la centralita?». Eran los que dejaban que a sus pacientes los visitaran en Urgencias, los que derivaban al hospital del condado a los enfermos con cobertura médica de los servicios sociales. Curiosamente los de voz sensual eran igual de sensuales en la vida real. Pero no, no puedo explicar que el timbre de la voz revele que alguien se acaba de despertar o quiera irse a la cama. Piensen en la voz de Tom Hanks, por ejemplo. Bueno, olvídenla. Ahora en la de Harvey Keitel. Y si Harvey no les parece sexy, basta con que cierren los ojos.

Resulta que yo tengo una voz muy bonita. Soy una mujer fuerte, incluso fría, pero a todo el mundo le parezco encantadora por mi voz. Suena joven, a pesar de que tengo setenta años. Los empleados de Pottery Barn tontean conmigo. «Eh, apuesto a que va a disfrutar mucho tumbada en esta alfombra.» Cosas por el estilo.

Hace días que intento encontrar a alguien que me cambie las baldosas del cuarto de baño. La gente que se anuncia en el periódico para hacer faenas esporádicas, pintar y demás, en realidad no quiere trabajar. Justo ahora están muy ocupados, o salta un contestador con Metallica de fondo y no te devuelven la llamada. Después de seis intentos, B. F. fue el único que me dijo que se pasaría. Contestó al teléfono: Sí, aquí B. F.; así que le dije: Hola, aquí L. B. Y se rio, sin ninguna prisa. Le expliqué que necesitaba embaldosar un suelo y me dijo que era mi hombre. Podía venir cuando quisiera. Imaginé a un veinteañero espabilado, guapo, con tatuajes y el pelo de punta, una camioneta descubierta y un perro.

No se presentó el día que acordamos, pero llamó a la mañana siguiente; dijo que le había surgido un imprevisto, que si podía pasarse luego. Claro. Esa tarde vi la camioneta, oí que llamaba a la puerta, pero tardé un poco en ir a abrir. Estoy fatal de la artritis, y para colmo me enredé con el tubo de mi mascarilla de oxígeno. ¡Paciencia, amigo!, grité. 

B. F. estaba agarrado a la pared y a la baranda, jadeando y tosiendo después de subir los tres escalones. Era un hombre enorme, alto, muy gordo y muy viejo. Incluso desde fuera, mientras recobraba el aliento, noté su olor. Tabaco y lana sucia, sudor rancio de alcohólico. Tenía unos ojos azules de querubín inyectados en sangre, y sonreía con la mirada. Me gustó de entrada. 

Dijo que probablemente no le iría mal un poco de aquel aire mío. Le sugerí que se hiciera con un tanque, pero me contestó que le daba miedo saltar por los aires al encender un cigarrillo. Fue directo hacia el cuarto de baño. Tampoco es que hiciera falta que le enseñase el camino. Vivo en una caravana y no hay muchos sitios donde pueda estar. Pero entró sin más, sacudiéndolo todo con sus pisotones. Tomó algunas medidas y luego se fue a sentar en la cocina. Seguí respirando su fuerte olor. El tufo para mí fue como la magdalena, evocándome al abuelo y al tío John, para empezar.

Los olores feos tienen su encanto. El rastro de una mofeta en el bosque. Estiércol de caballo en las carreras. Una de las mejores cosas de los tigres en el zoo es ese hedor salvaje. En las corridas de toros siempre me gustaba sentarme en las gradas más altas para verlo todo, como en la ópera, pero si te quedas junto a la barrera puedes oler al toro.

B. F. me pareció exótico de puro sucio. Vivo en Boulder, donde no hay suciedad. Nadie va sucio. Incluso la gente que va a correr parece recién salida de la ducha. Me pregunté dónde iría a beber, porque en Boulder tampoco he visto nunca un bar sucio. Parecía un hombre al que le gustaba hablar mientras bebía.

Hablaba consigo mismo en el cuarto de baño, gruñendo y jadeando al agacharse en el suelo para medir el mueble de las toallas. Cuando se las arregló para ponerse de pie, mascullando entre dientes, juro que toda la casa se balanceó. Salió y me dijo que necesitaba cuatro metros cuadrados. ¿No es increíble?, le dije. ¡Compré cuatro y medio! Vaya, tienes buen ojo. Dos buenos ojos. Me sonrió, mostrando su dentadura postiza.

—No se podrá pisar durante setenta y dos horas —me explicó.

—Qué locura. Nunca he oído semejante barbaridad.

—Bueno, pues es así. Las baldosas han de fraguar.

—Jamás en la vida he oído a nadie decir: «Fuimos a un motel mientras fraguaban las baldosas». O: «¿Me puedo quedar en tu casa hasta que mis baldosas fragüen?». Ni una sola vez he oído mencionar nada parecido.

—Debe de ser porque la mayoría de la gente que pone baldosas tiene dos cuartos de baño.

—¿Y qué hace la gente que tiene solo uno?

—Dejar la moqueta.

La moqueta ya estaba cuando compré la caravana. Naranja de hebras largas, manchada.

—No soporto esa moqueta.

—No te culpo. Solo digo que las baldosas no se deben pisar en setenta y dos horas.

—Imposible. Tomo Lasix para el corazón. Voy al baño veinte veces al día.

—Bueno, entonces adelante, písalas. Pero si las baldosas se mueven, no vengas a reclamar, porque yo soy un profesional.

Acordamos un precio por la obra y dijo que volvería el viernes por la mañana. Saltaba a la vista que estaba dolorido de agacharse. Casi sin resuello, salió de la casa cojeando, aunque tuvo que pararse en la encimera de la cocina y luego en la estufa de la sala de estar. Al pie de la escalera encendió un cigarrillo y me sonrió. Encantado de conocerte. Su perro esperaba pacientemente en la camioneta.

El viernes no se presentó. Tampoco llamó por teléfono, así que el domingo intenté localizarlo. No contestaron. Encontré la página del periódico con los otros números. Tampoco contestó ninguno. Imaginé una taberna del Oeste llena de embaldosadores, todos con botellas o cartas o vasos en la mano, dormidos con la cabeza recostada en la mesa.

Ayer me llamó. Contesté y dijo:

—¿Qué tal todo, L. B.?

—Fenomenal, B. F. Me preguntaba si volvería a verte.

—¿Te va bien que me pase mañana?

—Por mí perfecto.

—¿A eso de las diez?

—Claro —dije—, cuando quieras.