...blog literario de rubén rojas yedra

martes, 15 de diciembre de 2015

"Paralelismos", en La nave de los locos

Paralelismos, incluido en La locura de los peces (Alumbre, Cádiz, 2015), aparece hoy en La nave de los locos, el blog especializado en microficción que administra el profesor Fernando Valls. 

Por supuesto, estoy muy agradecido a Fernando por el apoyo al género breve y por la oportunidad de dar a conocer en su espacio mi primer libro de cuentos.

Aquí la entrada de 2012 en LA NAVE DE LOS LOCOS.


martes, 3 de noviembre de 2015

Para solicitar LA LOCURA DE LOS PECES (Alumbre, Cádiz, 2015)


De gestionar los pedidos se encargan 3 librerías de Cádiz y 2 distribuidoras que operan a nivel nacional. 

Si quieres pedir La locura de los peces (Alumbre, Cádiz, 2015), y no vives cerca de Cádiz, escribe un e-mail a cualquiera de ellas.

El precio: 10 € + gastos de envío (dependiendo del peso, región de destino y tipo de pago: entre 3 y 6,50 €).


L I B R E R Í A S: 

D I S T R I B U I D O R A S:
  • Quadix_Libros (Puerto Real, Cádiz): quadixlibros@quadixlibros.es (Tfno.: 956 479 264 - 265) 
  • Pórtico Librerías (Zaragoza): portico@porticolibrerias.es (Tfno.: 976 557 039 - 976 350 303)

lunes, 26 de octubre de 2015

"Rutinas" y "Toda una vida dedicada", en Paracuentos

Paracuentos, el programa amigo de la microficción de la argentina Radio Digital Blue, me dedica un espacio y lee dos textos míos con el acento y la cadencia adecuados. 

Le doy las gracias a los locutores del programa y a Francisco Manuel Marcos Roldán, otro apasionado de las letras.
  • Pulsa aquí para oír Paracuentos del 19/10; desde el 37', una breve biografía y la lectura de Rutinas
  • Pulsa aquí para oír Paracuentos del 26/10; del 47'21'' al 50'30''Toda una vida dedicada


Aquí y aquí, las entradas antiguas en {A con C}

viernes, 23 de octubre de 2015

LA LOCURA DE LOS PECES, en Esta noche te cuento

La locura de los peces (Alumbre, Cádiz, 2015) tiene un hueco este mes en el blog Esta noche te cuento, que administra Juan Antonio Morán, JAMS. He de agradecer su infinita generosidad, su pasión y labor de difusión del género breve de la ficción y las palabras que me dedica en esta entrada.


domingo, 18 de octubre de 2015

"Un lector indefenso" (12/12), en Documenta mínima

Documenta mínima, blog especializado en literatura breve, presenta este mes de octubre Un lector indefenso. Quiero agradecer a Francisco Rodríguez y a Raquel Vázquez su generosidad y la atención que dedican al relato breve.

Pulsa aquí para enlazar con la entrada original. 


miércoles, 30 de septiembre de 2015

El problema del seductor: a propósito de "Don Juan" de Torrente Ballester


La revista filológica Analecta Malacitana, de la sección de Filología de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Málaga, ha incluido mi estudio «El problema del seductor: a propósito de Don Juan de Torrente Ballester» en el número XXXVII de su versión en papel (1-2, 2014, pp. 255-273).

En los años sesenta del siglo XX, es indudable que en el mito aún latían las constantes básicas —la seducción de mujeres, el criado, el comendador, la muerte, Dios...—, pero los condicionantes sociales y culturales que rodeaban a Torrente Ballester en el momento de su refundición eran muy distintos a la escritura del Burlador de Tirso de Molina o del Tenorio de J. Zorrilla. Si en el siglo XVII, Tirso de Molina se valió de las aventuras del pecador don Juan para trasladar un sermón ejemplarizante, en el siglo XIX, el héroe don Juan se debate eternamente en la búsqueda del ideal femenino, empresa que le reportará la mayor de las frustraciones.
Epígrafes: Introducción; La reconstrucción de la identidad ficcional; Hacia un acercamiento deshumanizado del héroe; La particularidad del mito torrentino; Las pautas de seducción; Don Juan: una atracción irresistible; El amor como puente hacia...; La disociación de amor y sexo; El nacimiento de la nueva mujer; el fin del mito.
Gracias al consejo de dirección de Analecta Malacitana, y en especial al Belén Molina Huete, coordinadora de edición. (AnMal en Dialnet).

jueves, 30 de julio de 2015

Juan José Millas (1946, Valencia, ESP)

El orden ideal 
Cuerpo y prótesis, 2000

Hubo una época en que fichaba todos los libros que entraban en casa hasta que un día, en plena catalogación de uno de Kafka, mientras recorría con el dedo las páginas de cortesía en busca del nombre del traductor, tuve el sentimiento de que estaba haciéndole a la novela uno de esos reconocimientos físicos que se les hace a los presos antes de meterlos en la celda. Me quedé espantado, así que dejé la ficha a medias y abandoné el libro en cualquier parte, aunque nunca tuve dificultad para encontrarlo. Llegaba a mi habitación, olía un poco el aire y el afecto me conducía a él con la misma eficacia que el orden alfabético. Desde entonces, he intentado ordenar mi biblioteca, y quizás mi vida, de algún modo que no exija la confección de una ficha policial, pero he fracasado sucesivamente.
Veamos: intenté hacer una clasificación temática, dividiendo la librería en grandes áreas: novela, ensayo, poesía… Hasta aquí la cosa es fácil; lo malo es cuando intentas clasificar a su vez cada uno de estos géneros y te pones a separa la novela histórica de la psicológica y esta de la policíaca; o el ensayo científico del literario, e incluso la poesía buena de la mala. Me di cuenta entonces de que me gustaban sobre todo los libros fronterizos, de manera que la línea divisoria entre unos y otros géneros era más ancha que los géneros en sí y la confusión de mi biblioteca y de mi vida volvería a ser la de antes. Me enseñaron entonces un programa de ordenador en el que, una vez introducidos los datos, encontrabas el libro dándole a cuatro teclas. Funcionaba bien, pero lo deseché porque cada vez que le pedía al programa un libro tenía de nuevo la impresión de ir a visitar a un preso.
Finalmente, los fui dejando donde me daba la gana, como había hecho antes de que tuviera aquel ataque de profesionalización. Pese a ello, los encuentro con facilidad, igual que la novela ya citada de Kafka. Alguno, es cierto, se me resiste o se pierde, pero no porque esté mal colocado, sino porque no me interesa. De manera que las fichas sirven, fundamentalmente, para encontrar lo que uno no quiere, lo que, bien mirado, resulta completamente absurdo. Y para poner orden, lo que resulta peligroso.


Escribir
Articuentos, 2001

«13.15. Todos los tripulantes de los compartimientos sexto, séptimo y octavo pasaron al noveno. Hay 23 personas aquí. Tomamos esta decisión como consecuencia del accidente. Ninguno de nosotros puede subir a la superficie. Escribo a ciegas.» Estas palabras, escritas por un oficial del Kursk en un pedazo de papel, tienen la turbadora exactitud que pedimos a un texto literario. El autor está rodeado de bocas que exhalan un pánico que ni siquiera nombra. Él mismo debe de encontrarse al borde de la desesperación, pero no tiene tiempo ni papel para recrearse en la suerte. Ha de hacer, pues, una selección rigurosa de los materiales narrativos, y el resultado es esa obra maestra en la que, sin embargo, sólo cuenta aquello a lo que se puede asignar un número: la hora y la cantidad de hombres. En situaciones extremas, la literatura sale a presión, como por la grieta de una tubería reventada. El documento del oficial del Kursk es bueno porque es necesario. Mientras la muerte trepaba por sus piernas, ese hombre se entregó con fría vehemencia a la literatura. Y de qué modo.
Naturalmente, lo que no dice ocupa más de lo que dice, pero lo ausente ha de aportarlo el lector, que es tan responsable de lo que lee como el escritor de lo que escribe. Sería absurdo comenzar una novela afirmando de un frutero que es bípedo. El lector tiene la obligación de saber que los fruteros son bípedos y que están dotados de cuatro extremidades con cinco dedos en cada una de ellas. Sin estos sobreentendidos primordiales, la escritura resultaría imposible.
Lo curioso es que un billete con cuatro líneas aparecido en el bolsillo de un cadáver responda de súbito a la vieja pregunta de para qué sirve la literatura. Sirve para contarlo. Todos aquellos que aspiran a escribir deberían recitar el texto del Kursk como una oración. Ser escritor, al menos cierto tipo de escritor, significa vivir rodeado de pánico percibiendo a tu alrededor bultos que pasan de un compartimiento a otro con los calcetines mojados. Y tú eres uno de esos bultos: aquel que, por encima o por debajo del miedo, está poseído por la necesidad de contarlo, aunque las posibilidades de que alguien lo lea sean muy escasas. Escribo a ciegas.


Confusión
Articuentos, 2001

Antes de que hubiera terminado de desenvolver el regalo de cumpleaños, sonó dentro del paquete un timbre: era un móvil. Lo cogí y oí que mi mujer me felicitaba con una carcajada desde el teléfono del dormitorio. Esa noche, ella quiso que habláramos de la vida: los años que llevábamos juntos y todo eso. Pero se empeñó en que lo hiciéramos por teléfono, de manera que se marchó al dormitorio y me llamó desde allí al cuarto de estar, donde permanecía yo con el trasto colocado en la cintura. Cuando acabamos la conversación, fui al dormitorio y la vi sentada en la cama, pensativa. Me dijo que acababa de hablar con su marido por teléfono y que estaba dudando si volver con él. Lo nuestro le producía culpa. Yo soy su único marido, así que interpreté aquello como una provocación sexual e hicimos el amor con la desesperación de dos adúlteros.
Al día siguiente, estaba en la oficina, tomándome el bocadillo de media mañana, cuando sonó el móvil. Era ella, claro. Dijo que prefería confesarme que tenía un amante. Yo le seguí la corriente porque me pareció que aquel juego nos venía bien a los dos, de manera que le contesté que no se preocupara: habíamos resuelto otras crisis y resolveríamos ésta también. Por la noche, volvimos a hablar por teléfono, como el día anterior, y me contó que dentro de un rato iba a encontrarse con su amante. Aquello me excitó mucho, así que colgué en seguida, fui al dormitorio e hicimos el amor hasta el amanecer.
Toda la semana fue igual. El sábado, por fin, cuando nos encontramos en el dormitorio después de la conversación telefónica habitual, me dijo que me quería pero que tenía que dejarme porque su marido la necesitaba más que yo. Dicho esto, cogió la puerta, se fue y desde entonces el móvil no ha vuelto a sonar. Estoy confundido.


Vivir intensamente
Articuentos, 2001

Uno de los mitos más dañinos para la juventud es el de «vivir intensamente». Por vivir intensamente suele entenderse pasar mucho tiempo en la calle e ir de un lado a otro bebiendo cosas que dan ardor de estómago. En mi juventud también fuimos víctimas de la necesidad de vivir intensamente. «Vive deprisa, muere joven y haz un cadáver bonito», rezaba un eslogan de la época. El problema es que vivir deprisa no garantiza morirse antes. La mayoría de la gente que vivía deprisa continúa viva, pero con úlcera de estómago o piedras en el riñón. Además no quieren ni oír hablar de la muerte. Vivir intensamente no significa nada. En todo caso no significa, como creen algunos, tomar muchos aviones. Durante una época me bajaba de un avión y me subía en otro y era la vida menos intensa que cabía imaginar. La intensidad llegaba cuando menos la esperaba y en los lugares más sorprendentes. Un día, bajando las escaleras de un ministerio, me crucé con un individuo cuya mirada no he logrado olvidar. Se detuvo delante de mí y estuvo unos segundos observándome. Aquello fue muy intenso, aunque no sé por qué.
Los sucesos más importantes de la vida son absurdos. El sentido es un adminículo digno de un «todo a cien». Las personas que presumiblemente han vivido de forma intensa te cuentan sus correrías a modo de historia. Quiere decirse que han necesitado hacer una reconstrucción que dota de coherencia a lo incoherente. Las mejores conquistas sexuales, por citar un campo que todo el mundo suele considerar excitante, son siempre casuales. Es el recuerdo lo que las convierte en una novela. Los profesores aseguran que los jóvenes no comprenden los procesos históricos, pero quién los comprende. La historia de la humanidad no tiene ni pies ni cabeza, de modo que lo raro es comprenderlos.
Escribimos y leemos novelas porque nos vuelve locos aquello de lo que carecemos: el sentido. La vida es lo contrario de una novela: le sobran casi todas las páginas y, si hay alguna imprescindible, no sabemos cuál es. Aceptar la falta de sentido: eso es vivir intensamente.


Lo real
Articuentos, 2001

Una chica estadounidense se tomó por juego una Viagra y tuvo una erección fantasmal. Pese a que los médicos han advertido que cuando el miembro permanece en tensión más de cuatro horas seguidas hay que acudir a un servicio de urgencias para evitar daños irreparables en el tejido de la uretra, la joven no fue al hospital hasta el tercer día, presa ya de unos dolores insoportable en el pene hipotético aparecido tras la ingestión de la pastilla eréctil. Dado que los facultativos no sabían cómo detener aquella erección inexistente, pasaron todavía unas horas preciosas antes de que al jefe de urología se le ocurriera proponer a la chica una eyaculación fantasmal para acabar con aquel caso de priapismo extravagante.
Los padres, que eran mormones, se opusieron a que la joven se masturbara, pues además de no estar de acuerdo con el onanismo en general, les parecía que éste podría ser más condenable si se practicaba con un miembro ilusorio. Un médico muy culto que había ese día de guardia intentó explicarles que el miembro masculino objeto de la masturbación es siempre imaginario, aun cuando se pueda tocar. Pero no hubo forma de sacar a los padres de sus trece y el hospital tuvo que conseguir una autorización del juez para proceder a la descarga imaginaria, en el caso de que haya alguna que no lo sea, cesando de inmediato los dolores de la joven y desapareciendo al instante el miembro falso, si hay alguno verdadero.
La noticia es que han congelado el semen quimérico obtenido de la eyaculación irreal y ahora pretenden fecundar con él un óvulo aparente para obtener un embrión fantasma. Si los fundamentos teóricos no fallan, podrían conseguir un individuo invisible. A mí, personalmente, me parece que eso no tiene ningún mérito. Lo novedoso a estas alturas sería fecundar a alguien real.

martes, 12 de mayo de 2015

Hector Hugo Munro, "Saki" (1870-1906, BIR)

El trastero



Iban a llevar a los niños, como un regalo especial, a los arenales de Jagborough. Nicholas no iba a estar en la fiesta, estaba castigado. Aquella mañana se había negado a comerse el tan saludable pan con leche, por el motivo aparentemente frívolo de que había una rana en su interior. Personas mayores, mejores y más sabias, le habían dicho que no era posible que hubiera una rana en su pan con leche y que no dijera más tonterías. Sin embargo, siguió diciendo lo que parecían las mayores tonterías y describió, con mucho detalle, la coloración y las marcas de la supuesta rana. Lo dramático del incidente era que realmente había una rana en el cuenco de leche con pan de Nicholas, él mismo la había puesto allí, así que se sentía con derecho a saberlo. El pecado de coger una rana del jardín y ponerla en el saludable cuenco de pan con leche se consideró muy grave, pero el hecho que sobresalía más claramente de todo el asunto, tal y como le pareció a Nicholas, era que las personas mayores, mejores y más sabias, habían demostrado estar completamente equivocadas en asuntos sobre los que habían expresado la mayor seguridad.

—Dijisteis que no era posible que hubiera una rana en mi pan con leche, pero la había —repetía con la insistencia de un técnico en táctica que pretendía no apartarse de un terreno favorable. 

Así que, su primo, su prima y su bastante aburrido hermano menor iban a ir, aquella tarde, a los arenales de Jagborough y él se iba a quedar en casa. La tía de sus primos, que insistía, por una injustificada extensión de la imaginación, en considerarse también tía suya, había organizado rápidamente la expedición a Jagborough para impresionar a Nicholas con los placeres que se iba a perder como castigo por su vergonzosa conducta durante el desayuno. Tenía por costumbre, siempre que alguno de los niños era castigado, improvisar algo de naturaleza festiva de lo que el ofensor quedaba rigurosamente excluido. Si todos los niños pecaban de forma colectiva, se les anunciaba en seguida que había un circo en la ciudad vecina, un circo de fama sin rival e incontables elefantes, al que, si no hubiera sido por su acto depravado, les habrían llevado ese mismo día. 

Cuando llegó el momento de la partida de la expedición, se esperaba que Nicholas derramara algunas lágrimas decorosas. Pero, de hecho, todo el llanto lo produjo su prima porque se había hecho bastante daño arañándose la rodilla con el escalón del carruaje al subir. 

—Cómo aullaba —dijo Nicholas alegremente, ya que la fiesta partió sin el regocijo de los espíritus elevados que debería haberla caracterizado. 

—Pronto se le pasará —dijo la autoproclamada tía—. Va a ser una tarde gloriosa para correr por esos hermosos arenales. ¡Cuánto van a disfrutar! 

—Bobby no disfrutará demasiado ni tampoco correrá demasiado —dijo Nicholas con una sonrisa entre dientes—. Las botas le hacen daño, le van demasiado apretadas. 

—¿Por qué no me ha dicho que le hacen daño? —preguntó la tía ásperamente. 

—Se lo ha dicho dos veces, pero no le escuchaba. A menudo no nos escucha cuando le decimos cosas importantes. 

—No puedes ir al jardín de los groselleros —dijo la tía cambiando de tema. 

—¿Por qué no? —preguntó Nicholas. 

—Porque estás castigado —dijo la tía con arrogancia. 

Nicholas no admitió la perfección del razonamiento, se veía totalmente capaz de estar castigado y en un jardín de los groselleros al mismo tiempo. Su rostro adoptó una expresión de considerable obstinación. A la tía le quedó claro que estaba decidido a ir a ese jardín, tal y como ella se dijo, «Sólo porque le he dicho que no lo haga». 

El jardín de los groselleros tenía dos puertas por las que se podía acceder, y alguien pequeño, como Nicholas, podía adentrarse y desaparecer de vista entre las crecidas plantas de alcachofa, los frambuesos y los arbustos frutales. Aquella tarde, la tía tenía muchas otras cosas que hacer, pero dedicó una o dos horas a tareas triviales de jardinería, entre los lechos de flores y los matorrales, desde donde podía vigilar con un ojo las dos puertas que daban acceso al interior del paraíso prohibido. Era una mujer de pocas ideas pero con un inmenso poder de concentración. 

Nicholas realizó una o dos salidas al jardín delantero, abriéndose camino con una clara y sigilosa determinación hacia una puerta o la otra, pero, de momento, sin poder evadir la mirada atenta de la tía. De hecho, no tenía intención de intentar entrar en el jardín de los groselleros, pero le era muy conveniente hacer que su tía así lo creyera; era un pensamiento que la mantendría en el deber de centinela que se había impuesto durante la mayor parte de la tarde. Una vez confirmadas y reforzadas por completo las sospechas de la tía, Nicholas entró en casa y, rápidamente, llevó a cabo un plan de acción que llevaba tiempo incubando en su pensamiento. Subiéndose de pie sobre una silla de la biblioteca, se podía alcanzar un estante en el que había una llave gruesa y que parecía ser importante. La llave era tan importante como parecía: era el instrumento que guardaba los misterios del trastero, protegidos de cualquier intromisión no autorizada y que sólo abría camino a las tías y a las personas con privilegios semejantes. Nicholas no tenía mucha experiencia en el arte de introducir llaves en cerraduras y de abrir puertas, pero, durante unos días, había practicado con la llave de la puerta del aula del colegio; no confiaba demasiado en la suerte ni en la casualidad. La llave giró con dificultad dentro de la cerradura, pero giró. La puerta se abrió y Nicholas se halló en una tierra desconocida; comparado con ella, el jardín de los groselleros era una satisfacción anticuada, un mero placer material. 

Nicholas había imaginado, una y otra vez, cómo podía ser el trastero, esa región tan cuidadosamente resguardada de los ojos de la juventud y respecto a la cual nunca se respondían preguntas. Estaba a la altura de sus expectativas. 

En primer lugar, era un lugar espacioso y oscuro, ya que su única fuente de luz era una ventana alta que daba al jardín prohibido. En segundo lugar, era un almacén de tesoros inimaginables. La tía por asignación era una de esas personas que piensan que las cosas se estropean por el uso y las confían al polvo y a la humedad para que se conserven. Las partes de la casa mejor conocidas por Nicholas eran más bien vacías y tristes, pero aquí había cosas maravillosas para que la mirada pudiera disfrutarlas. Primero había un pedazo de tapiz con un bastidor que, evidentemente, había sido creado para ser una pantalla de chimenea. Para Nicholas era una historia viva, que todavía respiraba. Se sentó sobre unos tapices indios enrollados que resplandecían con maravillosos colores bajo una capa de polvo y se fijó en todos los detalles de la imagen del tapiz. Un hombre, vestido con su uniforme de caza de algún periodo remoto, acababa de atravesar un ciervo con una flecha; podía no haber sido un tiro difícil porque el animal estaba sólo a uno o dos pasos del hombre; entre la vegetación espesa y creciente que sugería la imagen, no debió de haber sido difícil acercarse sigilosamente a un ciervo que estaba comiendo, y los dos perros moteados que se abalanzaban para unirse a la caza habían sido adiestrados, evidentemente, para mantenerse tras el dueño hasta que se disparase la flecha. Esa parte de la imagen, aunque interesante, era sencilla, pero ¿había visto el cazador lo que había visto Nicholas, aquellos cuatro lobos que se acercaban a él galopando a través del bosque? Debía de haber más de cuatro escondidos tras los árboles y, en cualquier caso, ¿podrían el hombre y sus perros hacer frente a los cuatro lobos si éstos atacaban? Al hombre sólo le quedaban dos flechas en su aljaba y podía fallar con una o con las dos; todo lo que se sabía sobre su técnica de disparo era que podía acertarle a un gran ciervo a una distancia ridículamente corta. Nicholas permaneció sentado durante muchos minutos analizando las posibilidades de la escena. Se inclinaba a pensar que había más de cuatro lobos y que el hombre y sus perros se encontraban en un aprieto. 

Pero había otros objetos asombrosos e interesantes que requirieron su atención al instante: había unos originales y retorcidos candelabros con forma de serpiente, y una tetera de porcelana en forma de pato, por cuyo pico abierto se suponía que salía el té. ¡Qué aburrida y simple parecía la tetera de los niños en comparación con aquélla! Había una caja tallada de madera de sándalo repleta de algodón aromático, y entre las capas de algodón había figuritas de bronce (toros con joroba en el cuello, pavos reales y duendes) que era una delicia verlas y cogerlas. Con apariencia menos prometedora, había un enorme libro cuadrado con la cubierta lisa y negra; Nicholas miró en su interior y, he aquí que estaba llena de dibujos en colores de pájaros. ¡Y vaya pájaros! En el jardín y en los caminos, cuando iba a pasear, Nicholas se encontraba con algunos pájaros de los cuales el más grande era alguna urraca ocasional o alguna paloma torcaz; aquí había garzas, avutardas, milanos, tucanes, avetoros atigrados, pavos silvestres, ibis, faisanes dorados, toda una galería de imágenes de criaturas inimaginables. Y mientras admiraba el colorido del pato mandarín e inventaba la historia de su vida, se oyó la voz de su tía, desde el jardín de los groselleros, que le llamaba a gritos. Su larga desaparición le parecía sospechosa, y había llegado a la conclusión de que había trepado por encima del muro, tras la pantalla protectora de arbustos de lilas; en ese momento estaba enfrascada en una búsqueda enérgica y algo desesperada entre las plantas de las alcachofas y los groselleros. 

—¡Nicholas, Nicholas! —gritó ella—, sal ahora mismo. Es inútil que te escondas ahí; puedo verte. 

Probablemente, fue la primera vez, desde hacia veinte años, que alguien sonreía en aquel trastero. 

Entonces, la enojada repetición del nombre de Nicholas dio paso a un chillido, un grito que pedía que alguien acudiera rápidamente. Nicholas cerró el libro, lo volvió a poner en su lugar cuidadosamente, y sacudió algo de polvo del montón de periódicos vecinos sobre él. Después, salió de la habitación, cerró la puerta y volvió a dejar la llave exactamente donde la había encontrado. Su tía seguía llamándole cuando él se paseaba por el jardín delantero. 

—¿Quién me llama? —preguntó. 

—Yo —se oyó la respuesta desde el otro lado del muro—, ¿no me oías? He estado buscándote por el jardín de los groselleros y he resbalado en la cisterna del agua de lluvia. Afortunadamente no hay agua dentro, pero los bordes resbalan y no puedo salir. Trae la escalerilla que está debajo del cerezo... 

—Me han dicho que no entrara en el jardín de los groselleros —dijo Nicholas al momento. 

—Te dije que no entraras, pero ahora te digo que entres —dijo la voz que salía de la cisterna con impaciencia. 

—Su voz no suena igual que la de mi tía —objetó Nicholas—. Debe de ser el Diablo, que me tienta a la desobediencia. Mi tía me dice a menudo que el Diablo me tienta y que yo siempre cedo. Esta vez no voy a ceder. 

—No digas tonterías —dijo la prisionera de la cisterna—, ve a coger la escalera. 

—¿Habrá mermelada de fresa para el té? —preguntó Nicholas inocentemente. 

—Seguro que sí —dijo la tía, decidiendo en su fuero interno que Nicholas no la probaría. 

—Ahora sé que tú eres el Diablo y no mi tía —gritó Nicholas alegremente—. Cuando ayer le pedimos a la tía mermelada de fresa, nos dijo que no había. Sé que hay cuatro tarros en la despensa, porque los he visto, y, por supuesto, tú sabes, que están allí, pero ella no lo sabe porque dijo que no había. ¡Diablo, tú mismo te has descubierto! 

Había una inusual sensación de placer en poder hablarle a la tía como si se estuviera hablando al Diablo. Pero Nicholas sabía, con discernimiento infantil, que no se debe abusar de tales placeres. Se alejó ruidosamente y fue una doncella de la cocina quien, al ir a buscar perejil, acabó rescatando a la tía de la cisterna. 

Aquella tarde tomaron el té en un terrible silencio. La marea estaba en su punto más alto cuando los niños llegaron a Jagborough Cove, así que no había arena en la que jugar; circunstancia que la tía había pasado por alto con las prisas para organizar la expedición punitiva. Las botas apretadas de Bobby provocaron un efecto desastroso en su comportamiento durante toda la tarde y no se podía decir del todo que los niños hubieran disfrutado. La tía mantenía el silencio gélido de quien ha sufrido un arresto indigno e inmerecido en una cisterna de agua de lluvia durante treinta y cinco minutos. En cuanto a Nicholas, también permanecía en silencio, con la concentración del que tiene mucho en qué pensar. Consideró que era posible que el cazador pudiera escapar con sus perros mientras los lobos se daban un festín con el ciervo herido.


El cerdo

—Hay un camino trasero que lleva al césped —dijo la señora Philidore Stossen a su hija—, a través de un pequeño prado de hierba y un huerto vallado con árboles frutales y lleno de groselleros. El año pasado, cuando la familia se marchó, recorrí todo el lugar. Hay una puerta que lleva del huerto de los frutales a un macizo de arbustos, y cuando salgamos de ahí podremos mezclamos con los invitados como si hubiéramos entrado por el camino habitual. Es mucho más seguro que acceder por la entrada principal y correr el riesgo de topar con la anfitriona, cosa que resultaría bastante embarazosa puesto que no nos ha invitado.

—¿No es tomarse demasiadas molestias para colarse en una fiesta al aire libre?

—Para una fiesta al aire libre, sí; para la fiesta al aire libre de la temporada, ciertamente, no. Todos los que tienen cierta importancia en el condado, salvo nosotras, han sido invitados para conocer a la princesa y sería mucho más complicado inventar explicaciones sobre por qué no estábamos allí que inventarlas por el hecho de haber accedido por un camino indirecto. Ayer detuve a la señora Cuvering por la carretera y le hablé, con mucha intención, sobre la princesa. Si prefiere no darse por aludida y no enviarme una invitación, no es culpa mía, ¿no? Aquí estamos: cruzamos por la hierba y entramos al jardín por aquella pequeña puerta.

La señora Stossen y su hija, debidamente arregladas para una fiesta el aire libre del condado con una infusión de Almanaque de Gotha, navegaron a través del estrecho prado de hierba y el siguiente huerto de groselleros con un aire de grandes barcazas avanzando, de forma no oficial, a lo largo del arroyo truchero. Había una cierta prisa furtiva mezclada con la majestuosidad de su avance, como si unos reflectores hostiles pudieran enfocarlas en cualquier momento; y, de hecho, eran observadas. Matilda Cuvering, con los ojos alerta de sus trece años y la ventaja añadida de una posición elevada en las ramas de un níspero, había disfrutado de una buena vista del movimiento de flanqueo de las Stossen y había previsto, exactamente, dónde se detendrían.

«Se encontrarán con la puerta cerrada y tendrán que volver por el mismo camino que vinieron —se dijo—. Se lo merecen por no haber venido por la entrada adecuada. Qué pena que Tarquin Superbus no esté suelto por el prado. Al fin y al cabo, ya que todos están disfrutando, no veo por qué Tarquin no puede estar libre esta tarde».

Matilda estaba en una edad en la que todo pensamiento es acción; descendió de las ramas del níspero y, cuando volvió a subirlas, Tarquin, el enorme cerdo blanco de Yorkshire, había cambiado lo estrechos límites de su pocilga por la parte más amplia del prado de hierba. La desconcertada expedición de las Stossen, retirándose con recriminaciones, pero ordenadamente, a causa del obstáculo inflexible de la puerta cerrada, tuvo que detenerse de repente ante la puerta que separaba el prado del huerto de groselleros.

—¡Qué animal de aspecto más malvado! —exclamó la señora Stossen—. No estaba ahí cuando entramos.

—Pero ahora está ahí —dijo su hija—. ¿Qué demonios vamos a hacer? Ojalá no hubiéramos venido.

El cerdo se había acercado a la puerta para una inspección más cercana de los intrusos humanos y se quedó masticando con sus mandíbulas y parpadeando con sus pequeños ojos rojos de una manera que, sin duda, era para desconcertar, y, con respecto a las Stossen, consiguió totalmente ese resultado.

—¡Fuera! ¡Chist! ¡Chist! ¡Fuera! —gritaron las damas a coro.

—Si piensan que lo van a echar recitando las listas de los reyes de Israel y Judea se van a decepcionar —comentó Matilda desde su asiento en el níspero.

Como hizo la observación en voz alta, la señora Stossen se dio cuenta, por primera vez, de su presencia. Uno o dos minutos antes no se habría sentido complacida de descubrir que el huerto no estaba tan desierto como parecía, pero en aquel momento celebró la presencia en la escena de la niña con enorme alivio.

—Pequeña, ¿puedes buscar a alguien que se lleve...? —comenzó esperanzadamente.

—Comment? Comprends pas —fue la respuesta.

—Oh, ¿eres francesa? Étes vous française?

—Pas de tous. Suis anglaise.

—Entonces, ¿por qué no hablas inglés? Quiero saber si...

—Permettez-moi expliquer. Verá, estoy bastante desacreditada —dijo Matilda—. Me alojo con mi tía y me dijeron que hoy tenía que comportarme particularmente bien porque iba a venir mucha gente para la fiesta al aire libre, y me dijeron que imitara a Claude, mi primo pequeño, que nunca hace nada mal, excepto por accidente, y después siempre se disculpa por ello. Parece que pensaron que comí demasiado bizcocho de frambuesa en el almuerzo y dijeron que Claude nunca come demasiado bizcocho de frambuesa. Bueno, él siempre duerme media hora después del almuerzo, porque se lo dicen, y yo esperé a que se durmiera y le até las manos y empecé a darle una alimentación forzosa con un recipiente lleno de bizcocho de frambuesa que guardaban para la fiesta al aire libre. Gran parte del bizcocho cayó sobre su traje de marinero y otra sobre la cama, pero una buena cantidad bajó por la garganta de Claude, y no podrán volver a decir que nunca ha comido demasiado bizcocho de frambuesa. Ésa es la razón por la que no me dejan asistir a la fiesta, y, como castigo adicional, debo hablar toda la tarde en francés. Le he explicado todo en inglés porque hay palabras, como «alimentación forzosa», que no sé cuál es su correspondiente en francés. Naturalmente, podría habérmelas inventado, pero si hubiera dicho nourriture obligatoire usted no habría tenido la más mínima idea de lo que estaba hablando. Mais maintenant, nous parlons français.

—Oh, muy bien, trés bien —dijo la señora Stossen, reacia; en momentos de agitación, el francés que ella sabía no lo dominaba muy bien—. Lá, á 1 áutre cóté de la porte, est un cochon...

—Un cochon? Ah, le petit charmant! —exclamó Matilda con entusiasmo.

—Mais non, pas du tout petit, et pas du tout charmant, un bóte féroce...

—Une bóte —corrigió Matilda—. Un cerdo es masculino cuando le llamas cerdo, pero si pierdes los nervios y le llamas bestia feroz se convierte en seguida en una de nosotras. El francés es una lengua terrible para los sexos.

—Por el amor de Dios, hablemos pues en inglés —dijo la señora Stossen—. ¿Hay alguna manera de salir de este jardín que no sea por el prado en el que se encuentra el cerdo?

—Yo siempre salto por encima del muro, por el ciruelo —dijo Matilda.

—Tal y como vamos vestidas difícilmente podríamos hacerlo —dijo la señora Stossen; era difícil imaginársela haciéndolo con cualquier vestido.

—¿Crees que podrías ir a buscar a alguien para que se lleve al cerdo de aquí? —preguntó la señorita Stossen.

—Le he prometido a mi tía que me quedaría aquí hasta las cinco; todavía no son las cuatro.

—Estoy segura que bajo estas circunstancias tu tía permitiría...

—Mi conciencia no lo permitiría —dijo Matilda con fría dignidad.

—No podemos quedarnos aquí hasta las cinco —exclamó la señora Stossen con una creciente exasperación.

—¿Les recito algo para que el tiempo pase más rápido? —preguntó Matilda atentamente—. «Belinda, la pequeña trabajadora» es considerada como una de mis mejores piezas, o quizá debería ser algo en francés. La orden de Enrique IV a sus soldados es lo único que realmente sé en esta lengua.

—Si vas a buscar a alguien que se lleve a este animal, te daré algo para que te compres un bonito regalo —dijo la señora Stossen.

Matilda descendió del níspero varios centímetros.

—Ésa es la sugerencia más práctica que ha hecho para salir del huerto —comentó alegremente—. Claude y yo estamos recolectando dinero para el Fondo Para los Niños al Aire Libre, y hemos hecho apuestas sobre quién de nosotros recaudará la mayor suma.

—Me alegrará contribuir con media corona, me alegrará mucho —dijo la señora Stossen sacando la moneda de las profundidades de un receptáculo que formaba parte inseparable de su indumentaria.

—En estos momentos Claude me supera por mucho —siguió Matilda, sin darse cuenta de la oferta sugerida—. Ya ve, sólo tiene once años y tiene el pelo dorado, y ésas son unas enormes ventajas cuando te dedicas a recolectar dinero. Sólo el otro día una dama rusa le dio diez chelines. Los rusos entienden mucho mejor que nosotros el arte de dar. Espero que Claude consiga esta tarde unos veinticinco chelines; tiene todo el campo para él y, después de su experiencia con el bizcocho de frambuesa, podrá interpretar a la perfección el papel de niño pálido, frágil y al que ya no le queda mucho tiempo en este mundo. Sí, ahora ya me superará por unas dos libras.

Después de muchas investigaciones, búsquedas y murmullos de lamento, las damas cercadas consiguieron reunir setenta y seis peniques.

—Me temo que esto es todo lo que tenemos —dijo la señora Stossen.

Matilda no mostró ninguna señal de bajar al suelo o acercarse a ellas.

—No podría violentar mi conciencia por menos de diez chelines —dijo inflexiblemente.

Madre e hija murmuraron ciertos comentarios de entre los que sobresalía la palabra «bestia», que probablemente no se refería a Turquin.

—Creo que tengo otra media corona —dijo la señora Stossen con voz agitada—. Aquí la tienes. Ahora, por favor, ve rápido a buscar a alguien.

Matilda descendió del árbol, tomó posesión del donativo y procedió a recoger del suelo un puñado de nísperos muy maduros. Después, saltó por encima de la puerta y se dirigió, afectuosamente, hacia el cerdo.

—Vamos, Tarquin, viejo amigo, sabes que no puedes resistirte a los nísperos cuando están podridos y blanditos.

Tarquin no pudo resistirse. A fuerza de echarle la fruta delante de él a sensatos intervalos, Matilda lo atrajo de vuelta a su pocilga, mientras que las cautivas liberadas cruzaban apresuradamente el prado.

—¡Bueno, nunca más! ¡La pequeña lagarta! —exclamó la señora Stossen cuando estaba a salvo en la carretera principal—. ¡El animal no era salvaje en absoluto y, en cuanto a los diez chelines, no creo que el Fondo Para los Niños al Aire Libre vea un penique de ellos!



Fue injustificablemente dura en su juicio. Si se examina el libro del Fondo, se encontrará este reconocimiento: «Recolectado por la señorita Matilda Cuvering, dos chelines y seis peniques».


El día del santo

Dice el proverbio que las aventuras son para los aventureros. Muy a menudo, sin embargo, les acaecen a los que no lo son, a los retraídos, a los tímidos por constitución. La naturaleza había dotado a John James Abbleway con ese tipo de disposición que evita instintivamente las intrigas carlistas, las cruzadas en los barrios bajos, el rastreo de los animales salvajes heridos y la propuesta de enmiendas hostiles en las reuniones políticas. Si se hubieran interpuesto en su camino un perro furioso o un mullah loco, les habría cedido el paso sin vacilar. En el colegio había adquirido de mala gana un conocimiento total de la lengua alemana por deferencia a los deseos, claramente expresados, de un maestro en lenguas extranjeras, que aunque enseñaba materias modernas, empleaba métodos anticuados al dar sus lecciones. Se vio forzado así a familiarizarse con una importante lengua comercial que posteriormente condujo a Abbleway a tierras extranjeras, en las que resultaba menos sencillo protegerse de las aventuras que en la atmósfera de orden de una ciudad rural inglesa. A la empresa para la que trabajaba le pareció conveniente enviarle un día en una prosaica misión de negocios hasta la lejana ciudad de Viena; y una vez que llegó allí, allí le mantuvo, atareado en prosaicos asuntos comerciales, pero con la posibilidad del romance y la aventura, o también del infortunio, al alcance de la mano. Sin embargo, tras dos años y medio de exilio, John James Abbleway sólo se había embarcado en una empresa azarosa, pero de una naturaleza tal que seguramente le habría abordado antes o después aunque hubiera llevado una vida tranquila y resguardada en Dorking o Huntingdon. Se enamoró plácidamente de una encantadora y plácida joven inglesa, hermana de uno de sus colegas comerciales, que ampliaba sus horizontes mentales con un breve recorrido por el extranjero, y a su debido tiempo fue aceptado formalmente como el hombre con el que ella estaba comprometida. El siguiente paso, por el que ella se convertiría en la señora de John Abbleway, tenía que producirse doce meses más tarde en una ciudad de la región central de Inglaterra, pues para esa fecha la empresa que empleaba a John James ya no necesitaría de su presencia en la capital austríaca. 

A principios de abril, dos meses más tarde de que Abbleway hubiera sido consagrado como el joven con el que estaba comprometida la señorita Penning, recibió una carta que ella le había escrito desde Venecia. Proseguía su peregrinación bajo el patrocinio del hermano y, como los negocios de este último le llevarían a pasar uno o dos días en Fiume, se le había ocurrido que sería bastante divertido si John podía obtener un permiso y acudía a la costa del Adriático para reunirse con ellos. Había buscado el camino en el mapa y el viaje no parecía caro. Entre líneas, su comunicación incluía la sugerencia de que si ella le importaba realmente...

Abbleway obtuvo el permiso y añadió a las aventuras de su vida un viaje a Fiume. Salió de Viena en un día frío y triste. Las floristerías estaban llenas de ramilletes y los semanarios de humor ilustrado repletos de temas primaverales, pero los cielos se encontraban cubiertos de nubes que parecían un tejido de algodón que hubieran mantenido demasiado tiempo en un escaparate.

—Va a nevar —informó el jefe de tren a los ferroviarios de la estación; y éstos aceptaron que iba a nevar. 

Y nevó, enseguida y abundantemente. No llevaba el tren todavía una hora de recorrido cuando las nubes de algodón empezaron a disolverse en un intenso chaparrón de copos de nieve. Los bosques de ambos lados de la vía se cubrieron rápidamente de un espeso manto blanco, los cables del telégrafo se convirtieron en cuerdas relucientes, la propia vía se encontraba cada vez más enterrada bajo una alfombra de nieve a través de la cual la máquina, no demasiado potente, se abría camino con creciente dificultad. La línea Viena-Fiume no es la que está mejor equipada de los ferrocarriles estatales austríacos, por lo que Abbleway empezó a temer seriamente que se produjera una avería. La velocidad del tren se había reducido a una precaria y dolorosa acción de arrastrarse hasta que se detuvo en un lugar en el que la nieve se había acumulado formando una terrible barrera. Haciendo un esfuerzo especial, la máquina atravesó la obstrucción, pero al cabo de veinte minutos se había vuelto a detener. Se repitió el proceso de ruptura y el tren reanudó tenazmente su camino, encontrando y superando nuevos obstáculos a intervalos frecuentes. Tras una parada de duración inusualmente prolongada ante un montón de nieve especialmente alto, el compartimento en el que estaba sentado Abbleway sufrió una gran sacudida y un bandazo tras los que pareció quedarse inmóvil; era indudable que no se movía, pero Abbleway podía escuchar el jadeo de la máquina y el lento traqueteo de las ruedas. El jadeo y el traqueteo se fueron haciendo más débiles, como si estuvieran desapareciendo en la distancia. En ese momento Abbleway lanzó una exclamación de escandalizada alarma, abrió la ventana y contempló la tormenta de nieve. Los copos le caían sobre las pestañas emborronándole la visión, pero lo que vio fue suficiente para entender lo que había sucedido. La máquina había hecho un poderoso esfuerzo a través del montón de nieve y lo había cruzado alegremente aliviándose de la carga del vagón trasero, cuyo enganche había saltado bajo la tensión.

Abbleway estaba solo, o casi solo, en un vagón de ferrocarril abandonado en el corazón de algún bosque estirio o croata. Recordó haber visto en el compartimento de tercera clase adjunto al suyo a una campesina que había subido al tren en un pequeño apeadero.

—Con la excepción de esa mujer, los seres vivos más cercanos serán probablemente los lobos de una manada —exclamó dramáticamente para sí mismo.

Antes de dirigirse al compartimento de tercera clase para dar a conocer a su compañera de viaje el alcance del desastre, Abbleway meditó presurosamente la cuestión de la nacionalidad de la mujer. Durante su residencia en Viena había adquirido algunos conocimientos superficiales de las lenguas eslavas que le hacían sentirse competente para enfrentarse a diversas posibilidades raciales.

—Si es croata, serbia o bosnia podré hacerme entender —se prometió a sí mismo—. Pero si es magiar, ¡que el cielo me ayude! Tendremos que conversar por signos.

Entró en el compartimento y realizó su anuncio trascendental con lo más cercano a la lengua croata que fue capaz de lograr. 

—¡El tren se ha soltado y nos ha abandonado!

La mujer sacudió la cabeza con un movimiento que podría haber intentado transmitir su resignación ante la voluntad de los cielos, pero que probablemente significaba que no había entendido nada. Abbleway repitió la información con variaciones de lenguas eslavas y generosas exhibiciones de pantomima.

—Ah —exclamó finalmente la mujer en un dialecto alemán—. ¿Se ha ido el tren? Nos hemos quedado aquí. Es eso. Parecía tan interesada como si Abbleway le hubiera comentado el resultado de las elecciones municipales en Ámsterdam.

—Se darán cuenta en alguna estación, y cuando la vía esté limpia de nieve enviarán una máquina. Sucede algunas veces. 

—¡Es posible que pasemos aquí toda la noche! —exclamó Abbleway.

La mujer parecía considerarlo posible.

—¿Hay lobos por aquí? —preguntó enseguida Abbleway.

—Muchos —contestó la mujer—. En las afueras de este bosque fue devorada mi tía hace tres años, cuando volvía a casa desde el mercado. También se comieron el caballo y un cerdito que iba en la carreta. El caballo era muy viejo, pero el cerdito era muy hermoso; y tan gordo. Lloré cuando me enteré de lo que había sucedido. No dejaron nada.

—Pueden atacarnos aquí —dijo Abbleway tembloroso—. Podrían entrar fácilmente, pues estos vagones parecen hechos de astillas. Podrían comernos a los dos.

—A usted, quizás; pero no a mí —contestó tranquilamente la mujer. 

—¿Y por qué a usted no? —preguntó Abbleway.

—Hoy es el día de Santa María Kleofa, mi onomástica. Ella no dejará que me coman los lobos en su día. No es posible ni pensar tal cosa. A usted, sí, pero no a mí.

Abbleway cambió de tema.

—Sólo estamos a primera hora de la tarde; si nos quedamos aquí hasta mañana pasaremos hambre.

—Tengo algunos buenos comestibles —respondió tranquilamente la mujer—. Siendo mi día de fiesta, es lógico que los lleve conmigo. Cinco buenas salchichas; en las tiendas de la ciudad costarían veinticinco centavos cada una. Las cosas son muy caras en las tiendas de la ciudad.

—Le compro dos a cincuenta centavos cada una —exclamó con cierto entusiasmo Abbleway.

—En caso de un accidente de ferrocarril, las cosas se ponen carísimas —contestó la mujer—. Estas salchichas valen cuatro coronas la pieza.

—¡Cuatro coronas! —exclamó Abbleway—. ¡Cuatro coronas por una salchicha!

—No las encontrará más baratas en este tren —replicó la mujer con una lógica implacable—, porque no las hay. En Agram puede comprarlas más baratas, y en el Paraíso sin duda nos las darán gratis, pero aquí cuestan cuatro coronas la pieza. Tengo un trozo pequeño de queso Emmental, una tarta de miel y un pedazo de pan. Eso serán otras tres coronas, once en total. También tengo un poco de jamón, pero no puedo pasárselo en el día de mi onomástica.

Abbleway se preguntó por el precio al que habría puesto el jamón y se apresuró a pagar las once coronas antes de que la tarifa de emergencia se convirtiera en un precio de hambre. Cuando estaba tomando posesión de su modesta parte de comestibles, oyó de pronto un ruido que hizo latir su corazón con miedo enfebrecido. Se oía arañar y arrastrarse a uno o varios animales que trataban de subir al estribo. Un momento después, a través de la ventanilla cubierta de nieve del compartimento, vio una delgada cabeza de orejas puntiagudas, mandíbula abierta, lengua colgante y dientes relucientes; un segundo más tarde apareció otra.

—Los hay a cientos —susurró Abbleway—; nos han olido. Despedazarán el vagón. Seremos devorados. 

—Yo no, en el día de mi onomástica. La Santa María Kleofa no lo permitiría —comentó la mujer con una calma irritante. 

Las cabezas desaparecieron de la ventanilla y un silencio misterioso se adueñó del vagón asediado. Abbleway no era capaz de hablar ni de moverse. Quizás los animales no hubieran visto u olfateado claramente a los ocupantes humanos y se hubieran alejado dirigiéndose hacia otra misión de rapiña.

Los largos minutos de tortura pasaban lentamente. 

—Se está poniendo frío —dijo de pronto la mujer dirigiéndose hacia el otro extremo del vagón, por donde habían aparecido las cabezas—. La calefacción ya no funciona. Mire, al otro lado de aquellos árboles hay una chimenea de la que sale humo. No está lejos y casi ha dejado de nevar. Encontraré a través del bosque un camino hasta la casa de la chimenea.

—¡Pero los lobos! —exclamó Abbleway—. Pueden...

—No en el día de mi onomástica —repitió con obstinación la mujer, que antes de que él hubiera podido detenerla había abierto la puerta y bajado a la nieve. Enseguida él ocultó el rostro entre las manos: surgieron del bosque dos figuras delgadas que se precipitaron hacia ella. Sin duda se lo había ganado, pero Abbleway no deseaba ver cómo un ser humano era desgarrado y devorado delante de sus ojos.

Cuando miró por fin, se apoderó de él una nueva sensación de asombro y escándalo. Había sido educado rígidamente en una pequeña ciudad inglesa y no estaba preparado para presenciar un milagro. Lo peor que le hacían los lobos a la mujer era empaparla de nieve por las carreras y saltos que daban a su alrededor.

Un ladrido breve y de alegría aclaró la situación.

—¿Son... perros? —gritó débilmente.

—Sí, los perros de mi primo Karl. Ésa es su posada, al otro lado de los árboles. Sabía que estaba allí, pero no quería llevarle porque es muy codicioso con los desconocidos. Pero estaba haciendo demasiado frío para quedarme en el tren. ¡Ah, mire lo que viene ahí!

Sonó un silbato y apareció una máquina de socorro que se abría camino dificultosamente por entre la nieve. Abbleway no tuvo oportunidad de descubrir si Karl era realmente codicioso.

viernes, 9 de enero de 2015

Ana María Matute (1925-2014, Barcelona, ESP)

El hijo de la lavandera 
Los niños tontos, 1956

Al hijo de la lavandera le tiraban piedras los niños del administrador porque iba siempre cargado con un balde lleno de ropa, detrás de la gorda que era su madre, camino de los lavaderos. Los niños del administrador silbaban cuando pasaba, y se reían mucho viendo sus piernas, que parecían dos estaquitas secas, de esas que se parten con el calor, dando un chasquido. Al niño de la lavandera daban ganas de abrirle la cabeza pelada, como un melón-cepillo, a pedradas; la cabeza alargada y gris, con costurones, la cabeza idiota, que daba tanta rabia. Al niño de la lavandera un día lo bañó su madre en el barreño, y le puso jabón en la cabeza rapada, cabeza-sandía, cabeza-pedrusco, cabeza-cabezón-cabezota, que había que partírsela de una vez. Y la gorda le dio un beso en la monda lironda cabezorra, y allí donde el beso, a pedrada limpia le sacaron sangre los hijos del administrador, esperándole escondidos, detrás de las zarzamoras florecidas.


El incendio 
Los niños tontos, 1956 

El niño cogió los lápices color naranja, el lápiz de color amarillo, y aquél por una punta azul y la otra rojo. Fue con ellos a la esquina, y se tendió en el suelo. La esquina era blanca, a veces la mitad negra, la mitad verde. Era la esquina de la casa, y todos los sábados la encalaban. El niño tenía los ojos irritados de tanto blanco, de tanto sol cortando su mirada con filos de cuchillo. Los lápices del niño eran naranja, rojo, amarillo y azul. El niño prendió fuego a la esquina con sus colores. Sus lápices —sobre todo aquel de color amarillo, tan largo— se prendieron de los postigos y las contraventanas, verdes, y todo crujía, brillaba, se trenzaba. Se desmigó sobre su cabeza, en una hermosa lluvia de ceniza, que le abrasó. 


El niño que no sabía jugar 
Los niños tontos, 1956 

Había un niño que no sabía jugar. La madre le miraba desde la ventana ir y venir por los caminillos de tierra, con las manos quietas, como caídas a los dos lados del cuerpo. Al niño, los juguetes de colores chillones, la pelota, tan redonda, y los camiones, con sus ruedecillas, no le gustaban. Los miraba, los tocaba, y luego se iba al jardín, a la tierra sin techo, con sus manitas, pálidas y no muy limpias, pendientes junto al cuerpo como dos extrañas campanillas mudas. La madre miraba inquieta al niño, que iba y venía como una sombra entre los ojos. «Si al niño le gustara jugar yo no tendría frío mirándole ir y venir». Pero el padre decía con alegría: «No sabe jugar, no es un niño corriente. Es un niño que piensa». 

Un día la madre se abrigó y siguió al niño, bajo la lluvia, escondiéndose entre los árboles. Cuando el niño llegó al borde del estanque, se agachó, buscó grillitos, gusanos, crías de rana y lombrices. Iba metiéndolos en una caja. Luego, se sentó en el suelo, y uno a uno los sacaba. Con sus uñitas sucias, casi negras, hacía un leve ruidito, ¡crac!, y les sesgaba la cabeza.

Raúl Muñoz, acrílico sobre papel

Bernardino
Historias de la Artámila, 1961

Siempre oímos decir en casa, al abuelo y a todas las personas mayores, que Bernardino era un niño mimado. 

Bernardino vivía con sus hermanas mayores, Engracia, Felicidad y Herminia, ¡en «Los Lúpulos», una casa grande, rodeada de tierras de labranza y de un hermoso jardín, con árboles viejos agrupados formando un diminuto bosque, en la parte lindante con el río. La finca se hallaba en las afueras del pueblo, y, como nuestra casa, cerca de los grandes bosques comunales. 

Alguna vez, el abuelo nos llevaba a «Los Lúpulos», en la pequeña tartana, y, aunque el camino era bonito por la carretera antigua, entre castaños y álamos, bordeando el río, las tardes en aquella casa no nos atraían. Las hermanas de Bernardino eran unas mujeres altas, fuertes y muy morenas. Vestían a la moda antigua —habíamos visto mujeres vestidas como ellas en el álbum de fotografías del abuelo— y se peinaban con moños levantados, como roscas de azúcar, en lo alto de la cabeza. Nos parecía extraño que un niño de nuestra edad tuviera hermanas que parecían tías, por lo menos. El abuelo nos dijo: 

—Es que la madre de Bernardino no es la misma madre de sus hermanas. Él nació del segundo matrimonio de su padre, muchos años después. 

Esto nos armó aún más confusión. Bernardino, para nosotros, seguía siendo un ser extraño, distinto. Las tardes que nos llevaban a «Los Lúpulos» nos vestían incómodamente, casi como en la ciudad, y debíamos jugar a juegos necios y pesados, que no nos divertían en absoluto. Se nos prohibía bajar al río, descalzarnos y subir a los árboles. Todo esto parecía tener una sola explicación para nosotros: 

—Bernardino es un niño mimado —nos decíamos. Y no comentábamos nada más. 

Bernardino era muy delgado, con la cabeza redonda y rubia. Iba peinado con un flequillo ralo, sobre sus ojos de color pardo, fijos y huecos, como si fueran de cristal. A pesar de vivir en el campo, estaba pálido, y también vestía de un modo un tanto insólito. Era muy callado, y casi siempre tenía un aire entre asombrado y receloso, que resultaba molesto. Acabábamos jugando por nuestra cuenta y prescindiendo de él, a pesar de comprender que eso era bastante incorrecto. Si alguna vez nos lo reprochó el abuelo, mi hermano mayor decía: 

—Ese chico mimado... No se puede contar con él. 

Verdaderamente no creo que entonces supiéramos bien lo que quería decir estar mimado. En todo caso, no nos atraía, pensando en la vida que llevaba Bernardino. Jamás salía de «Los Lúpulos» como no fuera acompañado de sus hermanas. Acudía a la misa o paseaba con ellas por el campo, siempre muy seriecito y apacible. 

Los chicos del pueblo y los de las minas lo tenían atravesado. Un día, Mariano Alborada, el hijo de un capataz, que pescaba con nosotros en el río a las horas de la siesta, nos dijo: 

—A ese Bernardino le vamos a armar una. 

—¿Qué cosa? —dijo mi hermano, que era el que mejor entendía el lenguaje de los chicos del pueblo. 

—Ya veremos —dijo Mariano, sonriendo despacito—. Algo bueno se nos presentará un día, digo yo. Se la vamos a armar. Están ya en eso Lucas Amador, Gracianín y el Buque... ¿Queréis vosotros? 

Mi hermano se puso colorado hasta las orejas. 

—No sé —dijo—. ¿Qué va a ser? 

—Lo que se presente —contestó Mariano, mientras sacudía el agua de sus alpargatas, golpeándolas contra la roca—. Se presentará, ya veréis. 

Sí: se presentó. Claro que a nosotros nos cogió desprevenidos, y la verdad es que fuimos bastante cobardes cuando llegó la ocasión. Nosotros no odiamos a Bernardino, pero no queríamos perder la amistad con los de la aldea, entre otras cosas porque hubieran hecho llegar a oídos del abuelo andanzas que no deseábamos que conociera. Por otra parte, las escapadas con los de la aldea eran una de las cosas más atractivas de la vida en las montañas. 

Bernardino tenía un perro que se llamaba «Chu». El perro debía de querer mucho a Bernardino, porque siempre le seguía saltando y moviendo su rabito blanco. El nombre de «Chu» venía probablemente de Chucho, pues el abuelo decía que era un perro sin raza y que maldita la gracia que tenía. Sin embargo, nosotros le encontrábamos mil, por lo inteligente y simpático que era. Seguía nuestros juegos con mucho tacto y se hacía querer en seguida. 

—Ese Bernardino es un pez —decía mi hermano—. No le da a «Chu» ni una palmada en la cabeza. ¡No sé como «Chu» le quiere tanto! Ojalá que «Chu» fuera mío... 

A «Chu» le adorábamos todos, y confieso que alguna vez, con mala intención, al salir de «Los Lúpulos» intentábamos atraerlo con pedazos de pastel o terrones de azúcar, por ver si se venía con nosotros. Pero no: en el último momento «Chu» nos dejaba con un palmo de narices, y se volvía saltando hacia su inexpresivo amigo, que le esperaba quieto, mirándonos con sus redondos ojos de vidrio amarillo. 

—Ese pavo... —decía mi hermano pequeño—. Vaya un pavo ese... 

Y, la verdad, a qué negarlo, nos roía la envidia. 

Una tarde en que mi abuelo nos llevó a «Los Lúpulos» encontramos a Bernardino raramente inquieto. 

—No encuentro a «Chu» —nos dijo—. Se ha perdido, o alguien me lo ha quitado. En toda la mañana y en toda la tarde que no lo encuentro... 

—¿Lo saben tus hermanas? —le preguntamos. 

—No —dijo Bernardino—. No quiero que se enteren... 

Al decir esto último se puso algo colorado. Mi hermano pareció sentirlo mucho más que él. 

—Vamos a buscarlo —le dijo—. Vente con nosotros, y ya verás como lo encontraremos. 

—¿A dónde? —dijo Bernardino—. Ya he recorrido toda la finca... 

—Pues afuera —contestó mi hermano—. Vente por el otro lado del muro y bajaremos al río... Luego, podemos ir hacia el bosque. En fin, buscarlo. ¡En alguna parte estará! 

Bernardino dudó un momento. Le estaba terminantemente prohibido atravesar el muro que cercaba «Los Lúpulos», y nunca lo hacía. Sin embargo, movió afirmativamente la cabeza. 

Nos escapamos por el lado de la chopera, donde el muro era más bajo. A Bernardino le costó saltarlo, y tuvimos que ayudarle, lo que me pareció que le humillaba un poco, porque era muy orgulloso. 

Recorrimos el borde del terraplén y luego bajamos al río. Todo el rato íbamos llamando a «Chu», y Bernardino nos seguía, silbando de cuando en cuando. Pero no lo encontramos. 

Íbamos ya a regresar, desolados y silenciosos, cuando nos llamó una voz, desde el caminillo del bosque: 

—¡Eh, tropa...! 

Levantamos la cabeza y vimos a Mariano Alborada. Detrás de él estaban Buque y 

Gracianín. Todos llevaban juncos en la mano y sonreían de aquel modo suyo, tan especial. Ellos sólo sonreían cuando pensaban algo malo. 

Mi hermano dijo: 

—¿Habéis visto a «Chu»? 

Mariano asintió con la cabeza: 

—Sí, lo hemos visto. ¿Queréis venir? 

Bernardino avanzó, esta vez delante de nosotros. Era extraño: de pronto parecía haber perdido su timidez. 

—¿Dónde está «Chu»? —dijo. Su voz sonó clara y firme. 

Mariano y los otros echaron a correr, con un trotecillo menudo, por el camino. Nosotros le seguimos, también corriendo. Primero que ninguno iba Bernardino. 

Efectivamente: ellos tenían a «Chu». Ya a la entrada del bosque vimos el humo de una fogata, y el corazón nos empezó a latir muy fuerte. 

Habían atado a «Chu» por las patas traseras y le habían arrollado una cuerda al cuello, con un nudo corredizo. Un escalofrío nos recorrió: ya sabíamos lo que hacían los de la aldea con los perros sarnosos y vagabundos. Bernardino se paró en seco, y «Chu» empezó a aullar, tristemente. Pero sus aullidos no llegaban a «Los Lúpulos». Habían elegido un buen lugar. 

—Ahí tienes a «Chu», Bernardino —dijo Mariano—. Le vamos a dar de veras. 

Bernardino seguía quieto, como de piedra. Mi hermano, entonces, avanzó hacia Mariano. 

—¡Suelta al perro! —le dijo—. ¡Lo sueltas o...! 

—Tú, quieto —dijo Mariano, con el junco levantado como un látigo—. A vosotros no os da vela nadie en esto... ¡Como digáis una palabra voy a contarle a vuestro abuelo lo del huerto de Manuel el Negro! 

Mi hermano retrocedió, encarnado. También yo noté un gran sofoco, pero me mordí los labios. Mi hermano pequeño empezó a roerse las uñas. 

—Si nos das algo que nos guste —dijo Mariano— te devolvemos a «Chu». 

—¿Qué queréis? —dijo Bernardino. Estaba plantado delante, con la cabeza levantada, como sin miedo. Le miramos extrañados. No había temor en su voz. 

Mariano y Buque se miraron con malicia. 

—Dineros —dijo Buque. 

Bernardino contestó: 

—No tengo dinero. 

Mariano cuchicheó con sus amigos, y se volvió a él: 

—Bueno, por cosa que lo valga... 

Bernardino estuvo un momento pensativo. Luego se desabrochó la blusa y se desprendió la medalla de oro. Se la dio. 

De momento, Mariano y los otros se quedaron como sorprendidos. Le quitaron la medalla y la examinaron. 

—¡Esto no! —dijo Mariano—. Luego nos la encuentran y... ¡Eres tú un mal bicho! ¿Sabes? ¡Un mal bicho! 

De pronto, les vimos furiosos. Sí; se pusieron furiosos y seguían cuchicheando. Yo veía la vena que se le hinchaba en la frente a Mariano Alborada, como cuando su padre le apaleaba por algo. 

—No queremos tus dineros —dijo Mariano—. Guárdate tu dinero y todo lo tuyo... ¡Ni eres hombre ni... ná! 

Bernardino seguía quieto. Mariano le tiró la medalla a la cara. Le miraba con ojos fijos y brillantes, llenos de cólera. Al fin, dijo: 

—Si te dejas dar de veras tú, en vez del chucho... 

Todos miramos a Bernardino, asustados. 

—No... —dijo mi hermano. 

Pero Mariano gritó: 

—¡Vosotros a callar, o lo vais a sentir...! ¡Qué os va en esto? ¿Qué os va...? 

Fuimos cobardes y nos apiñamos los tres juntos a un roble. Sentí un sudor frío en las palmas de las manos. Pero Bernardino no cambió de cara. («Ese pez...», que decía mi hermano.) Contestó: 

—Está bien. Dadme de veras. 

Mariano le miró de reojo, y por un momento nos pareció asustado. Pero en seguida dijo: 

—¡Hala, Buque...! 

Se le tiraron encima y le quitaron la blusa. La carne de Bernardino era pálida, amarillenta, y se le marcaban mucho las costillas. Se dejó hacer, quieto y flemático. Buque le sujetó las manos a la espalda, y Mariano dijo: 

—Empieza tú, Gracianín... 

Gracianín tiró el junco al suelo y echó a correr, lo que enfureció más a Mariano. Rabioso, levantó el junco y dio de veras a Bernardino, hasta que se cansó. 

A cada golpe mis hermanos y yo sentimos una vergüenza mayor. Oíamos los aullidos de «Chu» y veíamos sus ojos, redondos como ciruelas, llenos de un fuego dulce y dolorido que nos hacía mucho daño. Bernardino, en cambio, cosa extraña, parecía no sentir el menor dolor. Seguía quieto, zarandeado solamente por los golpes, con su media sonrisa fija y bien educada en la cara. También sus ojos seguían impávidos, indiferentes. («Ese pez», «Ese pavo», sonaba en mis oídos.) 

Cuando brotó la primera gota de sangre Mariano se quedó con el mimbre levantado. Luego vimos que se ponía muy pálido. Buque soltó las manos de Bernardino, que no le ofrecía ninguna resistencia, y se lanzó cuesta abajo, como un rayo. 

Mariano miró de frente a Bernardino. 

—Puerco —le dijo—. Puerco. 

Tiró el junco con rabia y se alejó, más aprisa de lo que hubiera deseado. 

Bernardino se acercó a «Chu». A pesar de las marcas del junco, que se inflamaban en su espalda, sus brazos y su pecho, parecía inmune, tranquilo, y altivo, como siempre. Lentamente desató a «Chu», que se lanzó a lamerle la cara, con aullidos que partían el alma. Luego, Bernardino nos miró. No olvidaré nunca la transparencia hueca fija en sus ojos de color de miel. Se alejó despacio por el 

caminillo, seguido de los saltos y los aullidos entusiastas de «Chu». Ni siquiera recogió su medalla. Se iba sosegado y tranquilo, como siempre. 

Sólo cuando desapareció nos atrevimos a decir algo. Mi hermano recogió la medalla del suelo, que brillaba contra la tierra. 

—Vamos a devolvérsela —dijo. 

Y aunque deseábamos retardar el momento de verle de nuevo, volvimos a «Los Lúpulos». 

Estábamos ya llegando al muro, cuando un ruido nos paró en seco. Mi hermano mayor avanzó hacia los mimbres verdes del río. Le seguimos, procurando no hacer ruido. 

Echado boca abajo, medio oculto entre los mimbres, Bernardino lloraba desesperadamente, abrazado a su perro.


La felicidad 
Historias de la Artámila, 1961

Cuando llegó al pueblo, en el auto de línea, era ya anochecido. El regatón de la cuneta brillaba como espolvoreado de estrellas diminutas. Los árboles, desnudos y negros, crecían hacia un cielo gris azulado, transparente.

El auto de línea paraba justamente frente al cuartel de la Guardia Civil. Las puertas y ventanas estaban cerradas. Hacía frío. Solamente una bombilla, sobre la inscripción de la puerta, emanaba un leve resplandor. Un grupo de mujeres, el cartero y un guardia, esperaban la llegada del correo. Al descender notó crujir la escarcha bajo sus zapatos. El frío mordiente se le pegó a la cara.

Mientras bajaban su maleta de la baca, se le acercó un hombre.

—¿Es usted don Lorenzo, el nuevo médico? —le dijo.

Asintió.

—Yo, Atilano Ruigómez, alguacil, para servirle.

Le cogió la maleta y echaron a andar hacia las primeras casas de la aldea. El azul de la noche naciente empapaba las paredes, las piedras, los arracimados tejadillos. Detrás de la aldea se alargaba la llanura, levemente ondulada, con pequeñas luces zigzagueando en la lejanía. A la derecha, la sombra oscura de unos pinares. Atilano Ruigómez iba con paso rápido, junto a él.

—He de decirle una cosa, don Lorenzo.

—Usted dirá.

—Ya le hablarían a usted de lo mal que andaba la cuestión del alojamiento. Y sabe que en este pueblo, por no haber, ni posada hay.

—Pero, a mí me dijeron...

—¡Sí, le dirían! Mire usted: nadie quiere alojar a nadie en casa, ni en tratándose del médico. Ya sabe: andan malos tiempos. Dicen todos por aquí que no se pueden comprometer a dar de comer... Nosotros nos arreglamos con cualquier cosa: un trozo de cecina, unas patatas... Las mujeres van al trabajo, como nosotros. Y en el invierno no faltan ratos malos para ellas. Nunca se están de vacío. Pues eso es: no pueden andarse preparando guisos y comidas para uno que sea de compromiso. Ya ni cocinar deben saber... Disculpe usted, don Lorenzo. La vida se ha puesto así.

—Bien, pero en alguna parte he de vivir...

—¡En la calle no se va usted a quedar! Los que se avinieron a tenerle en un principio, se volvieron atrás, a última hora. Pero ya se andará...

Lorenzo se paró consternado. Atilano Ruigómez, el alguacil del Ayuntamiento, se volvió a mirarle. ¡Qué joven le pareció, de pronto, allí, en las primeras piedras de la aldea, con sus ojos redondos de gorrión, el pelo rizado y las manos en los bolsillos del gabán raído!

—No se me altere... Usted no se queda en la calle. Pero he de decirle: de momento, sólo una mujer puede alojarle. Y quiero advertirle, don Lorenzo: es una pobre loca.

—¿Loca...?

—Sí, pero inofensiva. No se apure. Lo único, que es mejor advertirle, para que no le choquen a usted las cosas que le diga... Por lo demás, es limpia, pacífica y muy arreglada.

—Pero loca... ¿qué clase de loca?

—Nada de importancia, don Lorenzo. Es que... ¿sabe? Se le ponen «humos» dentro de la cabeza, y dice despropósitos. Por lo demás, ya le digo: es de buen trato. Y como sólo será por dos o tres días, hasta que se le encuentre mejor acomodo... ¡No se iba usted a quedar en la calle, con una noche así, como se prepara!

La casa estaba al final de una callecita empinada. Una casa muy pequeña, con un balconcillo de madera quemada por el sol y la nieve. Abajo estaba la cuadra, vacía. La mujer bajó a abrir la puerta, con un candil de petróleo en la mano. Era menuda, de unos cuarenta y tantos años. Tenía el rostro ancho y apacible, con los cabellos ocultos bajo un pañuelo anudado a la nuca.

—Bienvenido a esta casa —le dijo. Su sonrisa era dulce.

La mujer se llamaba Filomena. Arriba, junto a los leños encendidos, le había preparado la mesa. Todo era pobre, limpio, cuidado. Las paredes de la cocina habían sido cuidadosamente enjalbegadas y las llamas prendían rojos resplandores a los cobres de los pucheros y a los cacharros de loza amarilla.

—Usted dormirá en el cuarto de mi hijo —explicó, con su voz un tanto apagada—.

Mi hijo ahora está en la ciudad. ¡Ya verá como es un cuarto muy bonito!

Él sonrió. Le daba un poco de lástima, una piedad extraña, aquella mujer menuda, de movimientos rápidos, ágiles.

El cuarto era pequeño, con una cama de hierro negra, cubierta con colcha roja, de largos flecos. El suelo, de madera, se notaba fregado y frotado con estropajo. Olía a lejía y a cal. Sobre la cómoda brillaba un espejo, con tres rosas de papel prendidas en un ángulo.

La mujer cruzó las manos sobre el pecho:

—Aquí duerme mi Manolo —dijo—. ¡Ya se puede usted figurar cómo cuido yo este cuarto!

—¿Cuántos años tiene su hijo? —preguntó, por decir algo, mientras se despojaba del abrigo.

—Trece cumplirá para el agosto. ¡Pero es más listo! ¡Y con unos ojos...!

Lorenzo sonrió. La mujer se ruborizó:

—Perdone, ya me figuro: son las tonterías que digo... ¡Es que no tengo más que a mi Manuel en el mundo! Ya ve usted: mi pobre marido se murió cuando el niño tenía dos meses. Desde entonces...

Se encogió de hombros y suspiró. Sus ojos, de un azul muy pálido, se cubrieron de una tristeza suave, lejana. Luego, se volvió rápidamente hacia el pasillo:

—Perdone, ¿le sirvo ya la cena?

—Sí, enseguida voy.

Cuando entró de nuevo en la cocina la mujer le sirvió un plato de sopa, que tomó con apetito. Estaba buena.

—Tengo vino... —dijo ella, con timidez—. Si usted quiere... Lo guardo, siempre, para cuando viene a verme mi Manuel.

—¿Qué hace su Manuel? —preguntó él.

Empezaba a sentirse lleno de una paz extraña, allí, en aquella casa. Siempre anduvo de un lado para otro, en pensiones malolientes, en barrios tristes y cerrados por altas paredes grises. Allá afuera, en cambio, estaba la tierra: la tierra hermosa y grande, de la que procedía. Aquella mujer —¿loca?, ¿qué clase de locura sería la suya?— también tenía algo de la tierra, en sus manos anchas y morenas, en sus ojos largos, llenos de paz.

—Está de aprendiz de zapatero, con unos tíos. ¡Y que es más avisado! Verá qué par de zapatos me hizo para la Navidad pasada. Ni a estrenarlos me atrevo.

Volvió con el vino y una caja de cartón. Le sirvió el vino despacio, con gesto comedido de mujer que cuida y ahorra las buenas cosas. Luego abrió la caja, que despidió un olor de cuero y almendras amargas.

—Ya ve usted, mi Manolo...

Eran unos zapatos sencillos, nuevos, de ante gris.

—Muy bonitos.

—No hay cosa en el mundo como un hijo —dijo Filomena, guardando los zapatos en la caja—. Ya le digo yo: no hay cosa igual.

Fue a servirle la carne y se sentó luego junto al fuego. Cruzó los brazos sobre las rodillas. Sus manos reposaban y Lorenzo pensó que una paz extraña, inaprensible, se desprendía de aquellas palmas endurecidas.

—Ya ve usted —dijo Filomena, mirando hacia la lumbre—. No tendría yo, según todos dicen, motivos para alegrarme mucho. Apenas casada quedé viuda. Mi marido era jornalero, y yo ningún bien tenía. Solo trabajando, trabajando, saqué adelante la vida.

Pues ya ve: sólo porque le tenía a él, a mi hijo, he sido muy feliz. Sí, señor: muy feliz.

Verle a él crecer, ver sus primeros pasos, oírle cuando empezaba a hablar... ¿no va a trabajar una mujer, hasta reventar, sólo por eso? Pues, ¿y cuándo aprendió las letras, casi de un tirón? ¡Y qué alto, qué espigado me salió! Ya ve usted: por ahí dicen que estoy loca. Loca porque le he quitado del campo y le he mandado a aprender un oficio.

Porque no quiero que sea un hombre quemado por la tierra, como fue su pobre padre. Loca me dicen, sabe usted, porque no me doy reposo, sólo con una idea: mandarle a mi Manuel dinero para pagarse la pensión en casa de los tíos, para comprarse trajes y libros. ¡Es tan aficionado a las letras! ¡Y tan presumido! ¿Sabe usted? Al quincallero le compré dos libros con láminas de colores, para enviárselos. Ya le enseñaré luego... Yo no sé de letras, pero deben ser buenos. ¡A mi Manuel le gustarán! ¡Él sacaba las mejores notas en la escuela! Viene a verme, a veces. Estuvo por Pascua y volverá para la Nochebuena.

Lorenzo escuchaba en silencio, y la miraba. La mujer, junto al fuego, parecía nimbada de una claridad grande. Como el resplandor que emana a veces de la tierra, en la lejanía, junto al horizonte. El gran silencio, el apretado silencio de la tierra, estaban en la voz de la mujer. «Se está bien aquí —pensó—. No creo que me vaya de aquí».

La mujer se levantó y retiró los platos.

—Ya le conocerá usted, cuando venga para la Navidad.

—Me gustará mucho conocerle —dijo Lorenzo—. De verdad que me gustará.

—Loca, me llaman —dijo la mujer. Y en su sonrisa le pareció que vivía toda la sabiduría de la tierra, también—. Loca, porque ni visto ni calzo, ni un lujo me doy. Pero no saben que no es sacrificio. Es egoísmo, sólo egoísmo. Pues, ¿no es para mí todo lo que le dé a él? ¿No es él más que yo misma? ¡No entienden esto por el pueblo! ¡Ay, no entienden esto, ni los hombres, ni las mujeres!

—Locos son los otros —dijo Lorenzo, ganado por aquella voz—. Locos los demás.

Se levantó. La mujer se quedó mirando el fuego, como ensoñada.

Cuando se acostó en la cama de Manuel, bajo las sábanas ásperas, como aún no estrenadas, le pareció que la felicidad —ancha, lejana, vaga— rozaba todos los rincones de aquella casa, impregnándole a él, también, como una música.

A la mañana siguiente, a eso de las ocho, Filomena llamó tímidamente a su puerta:

—Don Lorenzo, el alguacil viene a buscarle...

Se echó el abrigo por los hombros y abrió la puerta. Atilano estaba allí, con la gorra en la mano:

—Buenos días, don Lorenzo. Ya está arreglado... Juana, la de los Guadarramas, le tendrá a usted. Ya verá cómo se encuentra a gusto.

Le interrumpió, con sequedad:

—No quiero ir a ningún lado. Estoy bien aquí.

Atilano miró hacia la cocina. Se oían ruidos de cacharros. La mujer preparaba el desayuno.

—¿Aquí?

Lorenzo sintió una irritación pueril.

—¡Esa mujer no está loca! —dijo—. Es una madre, una buena mujer. No está loca una mujer que vive porque su hijo vive..., sólo porque tiene un hijo, tan llena de felicidad...

Atilano miró al suelo con una gran tristeza. Levantó un dedo, sentencioso, y dijo:

—No tiene ningún hijo, don Lorenzo. Se le murió de meningitis, hace lo menos cuatro años.