...blog literario de rubén rojas yedra

martes, 14 de agosto de 2012

Arthur García Núñez, "Wimpi" (1905-1956, Salto, URU)

La aceituna del medio 
La calle del gato que pesca, 1978



El saber y la cultura son dos cosas distintas. 



El saber depende del número de conocimientos que un hombre ha adquirido. Es una cuestión de cantidad. 

La cultura depende del modo en que el hombre se conduzca. Es una cuestión de calidad. 

Hay sabios que cuando abandonan la biblioteca, el laboratorio o el anfiteatro, no saben qué hacer. Son sabios incultos. 

El médico sabio, por ejemplo, se nota en la forma cómo cura a un enfermo; el médico culto se nota por la forma en que lo trata. 

Hombre culto es aquel que con la misma capacidad que cumpliera su tarea profesional, cumple, luego, su tarea de persona. 

En el consultorio el médico, en el bufete el abogado, en la cátedra el profesor de historia, utilizan un saber. Pero, luego, ante el semejante que no esté enfermo, que no estudie historia, demuestran —o no demuestran— su cultura. 

En una observación panorámica, la cultura es muy parecida a la buena educación. 

No puede considerarse bien educada a una persona sólo porque levante el dedo chico al tomar la cucharita del helado. 

El no hacer ruido con la sopa, el no atarse la servilleta con un moño en la nuca, son condiciones necesarias de la buena educación, pero no son condiciones suficientes. 

Debe entenderse por buena educación el resultado de una integración de educación; la sentimental, la espiritual, la mental, la moral. 

Cuando el hombre está bien educado para esas cuatro posibilidades de su volcarse en el mundo, es un hombre bien educado. Un hombre culto. Porque no solamente no le da vuelta los botones al otro mientras le habla, sino que, además, se halla capacitado para situarse —con beneficio para sí y sin perjuicio para los demás— ante el mundo y la vida. 

Un ingeniero culto es el que, además de saber construir un puente que no se caiga, pincha la aceituna del medio porque sabe, también, que las otras aceitunas, rodeándola, no la dejarán escapar.


El maltratado 
El costumbrismo (1910-1955), 1980

Licinio Arboleya estaba de mensual en las casas del viejo Críspulo Menchaca. Y tanto para un fregado como para un barrido.

Diez pesos por mes y mantenido. Pero la manutención era, por semana, seis marlos y dos galletas. Los días de fiesta patria le daban el choclo sin usar y medio chorizo.

Y tenía que acarrear agua, ordeñar, bañar ovejas, envenenar cueros, cortar leña, matar comadrejas, hacer las camas, darles de comer a los chanchos, carnear y otro mundo de cosas.

Un día Licinio se encontró con el callejón de los Lópeces con Estefanía Arguña y se le quejo del maltrato que el viejo Críspulo le daba. Entonces, Estefanía le dijo:

-¿Y qué hacés que no lo plantas? Si te trata así, plantalo. Yo que vos, lo plantaba…

Esa tarde, no bien estuvo de vuelta en las casas, Licinio- animado por el consejo del amigo- agarró una pala, hizo un pozo, planto al viejo, le puso una estaca al lado, lo ató para que quedara derecho y lo regó.

A la mañana siguiente, cuando fue a verlo, se lo habían comido las hormigas.