...blog literario de rubén rojas yedra

miércoles, 30 de mayo de 2012

"Un crimen culinario" (5/12)

–Además, el pollo rebozado siempre humea demasiado. El sospechoso tuvo que encender el extractor para rematar la faena. Tenemos su huella en el botón. 

El detective Cabria aparta de un soplo su escaso flequillo. 

–Pero no tenemos nada concluyente, ni humo en el techo, ni salpicones de aceite requemado. Ese tipo no era un principiante. 

–¡Jefe! –interrumpe el agente Belmonte– Los chicos han encontrado sacos de patatas congeladas y varias latas de Coca-Cola. Y kétchup, del barato. 

Cabria medita entrecejo arrugado. 

–¡Suficiente! Precintadlo todo, valdrá como prueba. Le caerán unos cuantos años por posesión y consumo de comida rápida.
*Publicado en Narrativas. Revista de Narrativa Contemporánea, 27, Oct.-Dic. 2012

martes, 29 de mayo de 2012

Mauricio Burstein Balmaceda (1985, PER)

Dos a la infinita potencia 

La pasión los llevó al momento más vertiginoso de la noche. Atrás quedó la lentitud del primer abrazo en el cine a las ocho de la noche. El primer beso en el parque a las diez y diez. Las manos tomando la forma de sus músculos bajo la piel a la diez y cincuenta. La lengua bajando por el cuello en el asiento posterior del taxi a las once y cinco. Por fin, a las once y cuarto, la velocidad les desgarró la piel. Los huesos chocaron. Devoraron sus corazones pero ninguno murió. Por el contrario, vivieron para siempre.

Blog personal: En Dos Patadas

lunes, 28 de mayo de 2012

Manuel Rebollar Barro (1971, Écija, Sevilla, ESP)

La intimidad correcta

Esperas a que se haga más de noche, ya sabes cómo es el vecindario y lo que dirían si te vieran salir a estas horas. Ya está, es el momento, ya no hay luces que puedan delatarte. Aprovechas la oscuridad y avanzas por el callejón hasta llegar al garito que, oculto, te espera. Saludas al portero, entras y vas al baño de caballeros. Cierras con pestillo. Ahí está. Notas la excitación, palpas el bulto de tu pantalón. Lo sacas, le quitas el capuchón y gimes de placer cuando, sobre la puerta, marcas con bolígrafo rojo las faltas de ortografía.

Blog personal: Cazadores de Intervalos

viernes, 25 de mayo de 2012

Ángel Olgoso (1961, Granada, ESP)

Relámpagos

Un rayo fulminó nuestro palo mayor, arrojándome a la helada negrura de las aguas. Olas como cordilleras arremetían contra el barco, que crujía y cabeceaba espantosamente, guiado a la condenación de las rocas de bajío. La corriente me arrastró hasta el fondo, entre bocanadas, con la vista fija en las trombas de espuma de la superficie que se alejaba, hasta que unos brazos atraparon con fuerza mi cabeza y me devolvieron al aire. La matrona, bajo la cegadora luz del quirófano, dio unas vigorosas palmadas en mi espalda de recién nacido, depositándome sobre el pecho de mi madre, que sudaba y jadeaba aún por la dificultad del parto. Redoblé mi llanto, deslumbrado por la blancura del lugar, pero reconocí entonces el gorgoteo de un alimento invisible. Convergía hacia dos boyas que se mecían en la suavísima resaca, llamándome. Atrapé con furia aquellos pezones maternales en busca de una promesa de saciedad. Mi lengua bordeó los senos, descendió luego por un costado, invadió impetuosa los muslos y se demoró en el centro magnético del cuerpo de mi amante. Ya de madrugada, el rumor de su marido tras la puerta me empujó despavoridamente bajo la cama. Me latían las sienes. Petrificado entre los muelles y la alfombra de felpa, la vergüenza dejó paso al enojo. Renuncié a la seguridad de un horizonte de zapatos y tiempo estancado y asomé fuera la cabeza. Una de las balas enemigas hizo rechinar mi casco, devolviéndome al barro de la trinchera. Demonios de humo danzaban en la noche. Las explosiones de mortero se sucedían sin intervalos ante aquel lodazal ensangrentado. Recobré mi fusil, rugiendo de desesperación y sed irrefrenables, me afirmé sobre los pies y apunté impulsivamente hacia la llanura. Mi disparo derribó al asesino de mi hijo mientras se celebraba el juicio por el crimen. Hubo en la sala agitación de bombines y cuellos de celuloide, pero ese acto alivió mi cólera y mi amargura y pude rememorar por fin, sin estremecerme, su rostro tan grave para un niño de nueve años. Los guardias del tribunal me inmovilizaron de inmediato, obligándome a sentarme con cierta rigidez. Ajustaron después las correas de la silla eléctrica contra mis miembros. Cerré los ojos, como si ello me permitiera eludir la ejecución o creyese vivir en la linde un sueño interminable. Cuando alguien accionó los conmutadores del cuadro, la descarga bramó salvajemente a través de mi piel calcinada, fluyó por los muros de la penitenciaría, retornó a las alturas y perduró allí hasta asimilarse a un rayo que fulminó nuestro palo mayor, arrojándome a la helada negrura de las aguas.


Árboles al pie de la cama 

Volvía del trabajo, al anochecer, cansado, casi enfebrecido, cuando se me ocurrió que me gustaría ser un animalillo silvestre, que sabría administrar esa vida simple, limpia de la confusión y el alboroto de las preocupaciones, que podría acomodar con facilidad mi conciencia a ese estado ideal. Como una bendición, alguien, lejos de escamotear mi deseo, me dio la forma de una criatura peluda y diminuta y me soltó en el bosque. Era, como vi después, una vida descorazonadora: no sentía interés por otra cosa que no fuera acarrear alimentos, avariciosa e infatigablemente, hasta mi agujero al pie del tronco de un árbol podrido; los límites de cada territorio desencadenaban continuos litigios entre los habitantes de la fronda; las voces de los pájaros me ensordecían; los parásitos habían invadido mi pelambre; los apareamientos resultaban tan gravosos como los espulgos; y mis ojos revolaban de pánico en sus órbitas cada vez que presentía a los rapaces. Aquel desconsuelo, por fortuna, no duró demasiado. Un día se acercó con sigilo un trozo de oscuridad y, aunque husmeé su hedor a distancia y oí luego las pisadas y los furiosos ladridos, apenas tuve tiempo de entrever sus dientes cerrándose sobre mí. 


El papel 

Encuentro en mi portal un papel que alguien ha roto en varios trozos. Está escrito a mano con letra diminuta: parece la enumeración de algo, una lista o quizá instrucciones, se trata en cualquier caso de una serie ordenada de párrafos. No hay en el mundo otro corrosivo equiparable al de la curiosidad. Intento recomponer los pedazos pero no encajan de ninguna manera. De pronto, aunque es mediodía, cae la noche. Me asomo a la ventana y veo la luna. Tras unos instantes, sale de nuevo el sol de junio pero comienza a nevar. Regreso ante el papel y, alarmado por la contemplación de tales arbitrariedades, busco atropelladamente otras combinaciones. Ni los bordes ni las líneas se corresponden. Afuera, las aves chillan enloquecidas mientras abandonan el pueblo en bandadas, unos leones rugen al arrimo de la sacristía, todos compiten con el disonante aullido de la tramontana, sobrepujada a su vez por el canto de las arenas que trae el simún de algún desierto. Se suceden los eclipses y las lluvias de sapos. Temblando, sin respiración, muevo una y otra vez los fragmentos, me esfuerzo desesperadamente en unir cada filo serrado, cada arista, cada rebaba del papel, como si con ello pudiera remendar derroteros incomprensibles o, al menos, mi propia confusión. En vano doblo y aliso irregularidades para hacer coincidir los trozos. Un tren recorre las estrechas calles desprovistas de raíles. Las olas de un mar desconocido suben por el valle, por los caminos de herradura, por los huertos en terraza, hasta batir contra las casitas de este pueblo montañés, y las guijas de sus playas ruedan inclementes sobre nuestros tejados de pizarra y nuestros patinillos. Hace años que soy viudo y, sin embargo, reconozco a mi esposa en esa figura que camina hacia mí con una sonrisa de desconcierto.

Mónica Ortelli Casanega (1953, ARG)

La noticia del día


Poca gente en la calle. Espera el semáforo cuando observa que algo cae desde lo alto del edificio de la cuadra siguiente. Es un bulto pequeño, un tanto tieso. Un muñeco, advierte enseguida. De los grandes, piensa justo cuando se enciende la luz verde. Un vehículo estacionado le impide la visión del impacto; tampoco oye ruido alguno. Coloca el cambio y gira despacio, sin voltear la cabeza. Un muñeco del tamaño de un niño de tres o cuatro años… Cuánto costará un juguete así, se pregunta. Acelera. Por el retrovisor ve a un hombre cruzar corriendo la esquina anterior.

Blog personal: Ni vara ni cuchillo

miércoles, 23 de mayo de 2012

Francisco Garzón Céspedes (1947, Camagüey, CUB)

Código


El loco pintó su raya. Y no la cruzó. A falta de razón, definía límites. 


Iniciación 

El loco dibujó la jaula. Y abrió la puerta para que volara lejos su memoria. 


Cordura

El loco no afiló la punta sino la goma del lápiz. Y, cuidadosamente, se dispuso a borrar el silencio. 


Caricias

El loco conjuró su soledad acariciando el agua. 


Utopía

El loco inútilmente, en vez de con monedas, pagaba con suspiros. 


Diálogo

El loco se alababa para evitar a los demás ese desgaste. 


Imagen

El loco, decidido a ser veraz, se suicidó públicamente al reconocer sus valores. 


Perpetuidad

El loco privilegiaba la tinta invisible para lo autobiográfico. 


Intemporalidad

El loco se tachó del calendario. 


Saber

El loco, convencido de su lucidez, imitaba el sonido de los búhos. 


Hipótesis

El loco afirmó que la tierra era el cielo y que el cielo era la tierra. Sin más. 


Canje

El loco, en la sucursal bancaria, pretendió obstinadamente que, al cambiar un cheque, en vez de dinero, le entregaran optimismo. 


Certidumbre

El loco comprendió que la mentira era instaurar el infierno adentro, fuego reavivándose. Y dudó porque la verdad a ultranza era el infierno afuera. 


Congruencia

El loco, vegetariano convencido, mordió la manzana con tal delicadeza que dejó intacto al gusano. 


Vuelo

El loco pintaba sus manos de blanco y entrelazadas las contemplaba volar.

Los 100 cuentos del loco

"Escena del crimen", "Cuento de terror" y "Continuidad" (5/12)

Escena del crimen

Cuando, como cada tarde, regrese su padre, el niño revivirá el horror de la última vez: gritos, disparos, agujeros de bala en las puertas del ropero, sangre sobre la alfombra. Cuando regrese su madre, recordará su soledad, discusiones y lágrimas diarias, pero vestidos nuevos, cortes de pelo, visitas furtivas de jóvenes desconocidos, cama rechinando, curiosidad. Cuando los dos regresen, cada tarde, evocará playa, cuentos y columpios, pero también excitación, resquicio en el armario, gemidos, ruido de puerta, papá enloquecido, gritos, joven desbocado, pistola, disparos, ropero abierto y su propia sangre sobre la alfombra… 


*Publicado en Narrativas. Revista de Narrativa Contemporánea en Castellano, 27, Oct.-Dic. de 2012


Cuento de terror


Cuando, como cada tarde, regrese su padre, los pájaros cubrirán el cielo en angustioso vuelo, las plantas del jardín oscurecerán sus humores y la mansión acogerá el portazo rotundo con un inquietante temblor. Pasará la noche, nadie saldrá de ella, y nadie, ni yo mismo, se atreverá a entrar. Pero llegará la mañana, la puerta se abrirá y cada miembro de la familia se encaminará a sus ocupaciones. Y yo seguiré esperando, como cada tarde, a que ocurra algo terrorífico o escalofriante que altere la exasperante nada y me ayude a terminar este mi primer cuento de terror. 


Continuidad 

Cuando, como cada tarde, regrese su padre, una chica saldrá de casa oliendo bien. Tomarán un tren e irán a visitar a la abuela, que está malita, explica mamá, mientras la chica se sienta en la barra y pide lo más fuerte. El niño preguntará sobre la muerte y recibirá respuestas vagas de sus padres, muy angustiados. La adolescente se deshará en guiños, el guapo le susurrará al oído y tendrán su romance bajo la luna. En el hospital, carreras de enfermeros, ataque cardíaco en la 202. En la sala preparto se necesitan fórceps, el médico pregunta cómo se llamará. 

martes, 22 de mayo de 2012

Rafael Pérez Estrada (1934-2000, Málaga, ESP), I

Los verbos de la memoria 
El ladrón de atardeceres, 1998


Hablábamos de las antiguas cosas. Los recuerdos deshacían su sencillez sin apenas prisa, tenían que ver con la manera posesiva de contar nubes, o con el día que descubrimos el lucero del alba. También nos gustaba tratar de las marcas que los caracoles dejan de noche en los jardines. Alguien dijo: Una vez llovió rosa pálido, sin embargo, nosotros fuimos ajenos a aquel suceso. Hicimos memoria del sabor de algunas palabras pronunciadas por primera vez, de su dramatismo o de la complejidad emocionada que provocan. De fondo, el mar era el gran indolente, el que existe solo para ser visto. En un momento, sin poder evitarlo, toqué a mi interlocutor y sentí el frío de cuantas cosas están desprovistas de alma, y me puse triste, y para que él no advirtiera que estaba muerto seguí hablándole. 

jueves, 17 de mayo de 2012

"Rutinas" y "Contactos" (5/12)

Rutinas 


Y al otro lado de la ventana, nada de nada. Desde muy pequeño me atrapó el ánimo de ermitaño. Dice el sabio taoísta que «sin salir de la propia casa, sin mirar por la ventana, se conoce el mundo». Hasta tal punto llegó mi manía de vivir encapsulado, que de mayor pretendí, licencia poética, explicar con celdas abstrusas la soledad inevitable que todos rehúyen. Hoy no tengo la respiración densa de mamá al otro lado de la pared, sino cualquier mujer extraña que duerme a mi lado. Y serán manías, pero no quiero que se haga costumbre de mí.


Contactos 

—Y al otro lado de la ventana, nada de nada. 

—Está bien, ciérrela y siéntese. 

El médium les ha hecho agarrarse de las manos y asegura que se comunicará con el más allá. Yo me he dado cuenta de su truco, del artilugio, pero no voy a delatarlo por respeto a mi abuela, que mantiene la esperanza de hablar con mi difunto abuelo. Debo reconocer que me encanta la actuación del histriónico vidente, mi abuela parece conforme. Pienso quedarme aquí un rato más, sentado en el alféizar de la ventana; quizás mamá se anime a contactar conmigo. 
*Publicado en Narrativas. Revista de Narrativa Contemporánea en Castellano, 27, Oct.-Dic. de 2012.

miércoles, 9 de mayo de 2012

"Welcome to Paradise" y "20 mil lenguas" (5/12)

Welcome to Paradise

Ese maravilloso viaje que le habían prometido, magnífico, extraordinario, fantástico y asombroso, suponía para el viajante el más absoluto, pleno, ideal y perfecto de los sueños imaginables. Leyendo el panfleto, las condiciones eran excelentes, insuperables, inmejorables y excepcionales, sin ningún tipo de contraprestación. Todo con la máxima discreción, la mejor asistencia, superiores atenciones, excelso trato. En las cláusulas quedaba bien claro que el cliente resultaría siendo un individuo dichoso, venturoso, afortunado y quedaría mucho más que satisfecho. En la letra pequeña, se explicitaba oportunamente que había que renunciar a esta perra vida, y además así, con un solo adjetivo. 


20 mil lenguas 

Ese maravilloso viaje que le habían prometido acabó con un mosaico de lenguas y narices contra el cristal. El científico cerró la puerta bruscamente y nadie más pudo acceder al recinto cerrado desde donde se iba a lanzar el primer cohete al interior de la ficción.

jueves, 3 de mayo de 2012

"Naturalezas" e "Insectos" (4/12)

Naturalezas 

Se entrenaban para estar muertos. Durante semanas, algunos pingüinos de la Antártida recorrían miles de kilómetros en dirección a las montañas. Nadie entiende por qué, pero ciertos pingüinos decidían huir de su grupo y alejarse del mar, avanzando torpemente día y noche hacia una muerte segura. Nada les hacía cambiar su idea original, ni el desánimo durante el camino, ni las remotas posibilidades de sobrevivir, ni saberse sin futuro. 

En la actualidad, los historiadores viajan a la región antártica y recopilan con curiosidad los huesecillos de los pingüinos poetas. 


Insectos 

Se entrenaban para estar muertos. Cada mañana, eran cinco los insectos de la cocina que me recibían en fila y bocarriba junto a la lavadora, y así día tras día. No soy especialista en bichos, pero diría que a más de uno le costaba seguir el meneo apurado de patas y antenas, los duros ensayos en decúbito supino. 

Ayer mamá volvió del pueblo y ya no he vuelto a encontrarme con el pelotón de invertebrados. Seguro que hubiera resultado admirable contemplar con qué disciplina y hasta con qué humor aspiraban sus últimos alientos de pesticida. 
*Publicado en Narrativas. Revista de Narrativa Contemporánea en Castellano, 27, Oct.-Dic. de 2012

miércoles, 2 de mayo de 2012

Fabio Morábito (1955, ITA/MEX)

El subrayador 
Revista Crítica, 146

Cada vez más a menudo, en lugar de leer un libro, lee los sub­raya­dos que ha hecho en tan­tos años de lec­tura. Ha sub­rayado libros desde la ado­les­cen­cia y son pocos los que se han sal­vado de tener alguna marca hecha a pluma o a lápiz. Cuando le da por obser­var los estantes de su bib­lioteca, siente orgullo, más que por los libros, por tan­tos sub­raya­dos que encier­ran. Rep­re­sen­tan una bib­lioteca den­tro de otra, que ha ido cre­ando con esfuerzo. No ha vac­ilado nunca a la hora de poner un sub­rayado. En tan­tas cosas ha sido tibio y neg­li­gente, pero no en eso. Aun cuando ha tenido el ánimo por los sue­los, ante una frase o un pasaje nota­bles se ha puesto reli­giosa­mente de pie para bus­car un lápiz y cumplir su deber. Puede decirse que el día que no se lev­ante, se habrá acabado todo. Mien­tras no renun­cie a sub­ra­yar, habrá esper­anza. Ahora, cuando se acerca la vejez, empieza a beneficiarse del fruto de esos innu­mer­ables sac­ri­fi­cios. Sea cual sea el libro que tome de sus estantes, sabe que le brindará, a través de sus sub­raya­dos, de diez a veinte min­u­tos de una lec­tura intensa y selec­tiva. Ha lle­gado el momento, por así decirlo, de que los libros le devuel­van parte de aque­llo que él les dis­pensó a lo largo de tan­tos años de lec­tura. Le ofre­cen sus sub­raya­dos, hacién­dose ellos mismos a un lado. Al repasar esos sur­cos deja­dos por su pluma o su lápiz, no sólo extrae una pre­ciosa savia de conocimiento, sino que pro­fun­diza en su introspección, pues no hay como leer los pro­pios sub­raya­dos para cono­cerse. En un gesto tan sim­ple y espon­tá­neo, uno se des­cubre sin tapu­jos, pues dec­i­mos más pro­fun­da­mente lo que sen­ti­mos cuando lo dec­i­mos con pal­abras de otros. Mira con lás­tima a muchos ami­gos suyos, posee­dores de esplén­di­das bib­liote­cas que casi care­cen de sub­raya­dos. Por per­manecer cómoda­mente sen­ta­dos, en vez de levantarse a bus­car un lápiz, ahora, cerca del final de sus vidas, no saben quiénes son y bus­can en vano en los libros leí­dos una marca cualquiera hecha de pasada, al des­cuido, para intuir algo de que lo eran, algo de lo que han sido.