...blog literario de rubén rojas yedra

sábado, 17 de junio de 2006

"Yo, Clifford" (incidentes caninos, 4/05)

Todos los días Clifford sale a pasear con su paraguas y entretiene sus mañanas recorriendo su barrio. Vive con su familia en un área periférica de Dublín, alejado de los ruidos y la brusquedad de la gran ciudad. A Clifford le gusta observar el trabajo meticuloso de los vecinos de su barrio y se detiene junto a sus negocios, en la lonja o en la acera de la calle principal a contemplar divertido las inocentes discusiones entre algunos o los grotescos ademanes de violencia de otros desde una localización, en su opinión, privilegiada.

Clifford casi siempre pasa desapercibido, y eso es lo que le gusta de su barrio, pero no así su paraguas, del que no puede decirse lo mismo precisamente. A Clifford le gustaría que nadie molestase a su paraguas y que lo dejaran en paz para así poder disfrutar festivamente de su compañía. Los niños de su edad se ríen de Clifford porque no sabe pasar una sola mañana sin su paraguas. Ningún niño lleva un paraguas a no ser que llueva y eso lo sabe Clifford, pero no comprende por qué no puede llevar un paraguas al mercado o al colegio en cualquier otro día del año sin necesidad de que coincida con un cielo nublado. Estos niños tratan de arrebatarle diariamente el paraguas a Clifford e insisten en sus burlas ante la precaria defensa de Clifford, queriendo que Clifford acuda al colegio solamente con su mochila, tal como hacen todos. Clifford, sin embargo, no necesita una mochila porque sabe que dentro de ninguna mochila cabe su preciado paraguas. 

Los adultos nunca intentar quitar su paraguas a Clifford, pero, de nuevo en su opinión, lo miran mal. A Clifford le parece ver como los adultos murmuran a su paso, pero como habitualmente gusta de pasar desapercibido, Clifford no presta atención a tales cuchicheos y prosigue radiante su recorrido diario. 

En su casa, en el 17 de Oak St., ven corriente esta actitud de Clifford. En su familia, todos tienen un paraguas: su padre, su madre y hasta su hermano mayor. Todos, excepto su abuela. El padre de Clifford trata de explicar a Clifford por qué esto es así. Demasiado vieja, quizás, como para pensar en paraguas. En su infancia nunca tuvo un paraguas y tuvo que habituarse a crecer sin él. Como Clifford no sabe desacostumbrarse del suyo, no comprende muy bien esta actitud de su abuela. Aún así, trata de ser comprensivo y paciente con ella que a veces no controla sus malas palabras hacia Clifford y el resto de la familia, a los que juzga por tener un paraguas propio. La abuela de Clifford, sin embargo, es especialmente cruel con Clifford porque Clifford acostumbra a acompañarse de su paraguas en sus paseos matutinos. El resto de su familia no saca su paraguas de casa, a veces ni cuando llueve, y esto es más del gusto de la abuela de Clifford, que se muestra algo más displicente con ellos. 

Las recomendaciones del padre de Clifford se limitan a los domingos: esos días Clifford no debe completar su itinerario con la visita al centro de reunión de aquellos que prefieren acompañarse de otros objetos en vez de un paraguas y que murmuran al paso de Clifford y cuyos hijos tratan de despojarle de su paraguas. El padre de Clifford no deja que su hijo dude de esos otros objetos ni de su valiosa utilidad como acompañantes como tampoco permite que su hijo sea malintencionado con aquellos que sí parecen serlo con él. Clifford, a su edad, no entiende los razonamientos de su padre pero obedece sin discusión, manteniendo en secreto una cierta curiosidad o morbo inocente por este lugar “prohibido”. 

Así las cosas, la vida de Clifford acontece relativamente serena. Aunque le gustaría que todos llevaran un paraguas como él, entiende que esto no hay razón absoluta para que esto sea así. Cada uno debe elegir, piensa Clifford indulgente, si quiere o no llevar un paraguas. Como Clifford recapacita de tal forma, no sabe por qué los demás niños y los demás adultos no cavilan en el mismo sentido y por qué no respetan su decisión de llevar su paraguas por la calle, insultándole de la misma manera que lo hace su propia abuela. Pese a todo, Clifford intenta ser respetuoso y nunca perder la compostura ante tales provocaciones. 

A Clifford le encanta disfrutar de las mañanas soleadas en su barrio, tan tranquilo y silencioso como cualquier otro barrio periférico de Dublín. Le gusta observar el trajín del mercado y le divierte la cotidiana contemplación de las discusiones airadas entre los vecinos siempre, eso sí, acompañado por su paraguas. 

En la mañana de uno de esos domingos de mes, a Clifford le sorprende una repentina tormenta casi al final de su periódico paseo, y no puede hacer otra cosa que abrir por fin su paraguas para evitar mojarse el pelo, lo que acarrearía un catarro más que asegurado de producirse tal accidente. Allí mismo, delante del centro de reunión, Clifford está detenido con su paraguas ampulosamente abierto, concentrado en pensamientos dubitativos. Su duda estriba en si hace bien plantándose frente a aquel lugar, objeto de las advertencias de su padre, pero satisface al tiempo su curiosidad por las enormes puertas de madera. 

Clifford no sabe cuanto tiempo estuvo así inmóvil. En un momento dado, las puertas ceden al empuje interior y Clifford observa como la gente se sorprende de la lluvia y maldice su falta de previsión meteorológica. Clifford sólo sabe que se asusta cuando muchos de los que de allí salen aprovechan el contorno protector de su paraguas para resguardarse junto a él. A Clifford no le gusta en exceso la idea pero no pone pegas a lo que sucede, tal como le aconseja su padre. Sin embargo, todo comienza a torcerse cuando Clifford ya no es capaz de controlar a todos los que, sin medida ya, se sitúan bajo su paraguas. Clifford se está mojando y su paraguas se rompe por uno de los lados. Ninguno de ellos, pese a ver que el paraguas de Clifford se rompe, ceja en su empeño de mantenerse a resguardo. Así, compiten absurdamente por una mejor posición bajo la tela del paraguas sin reparar en que, sin duda, sus alterados movimientos desguarnecen aún más sus cuerpos cuya suma total jamás encajará en el único paraguas que pretenden poseer. Entre discusiones y aspavientos, que a Clifford no le divierten tanto como los que diariamente suceden en el mercado, los ocupantes empiezan a odiarse silenciosamente, ansiando todo el resto del paraguas, y a odiar aún más a Clifford que aún sostiene atónito y estremecido el mango de su paraguas. Clifford, desacostumbrado a tales actitudes, y empezando a temer por su integridad, abandona resignado su puesto bajo su paraguas y recorre bajo la lluvia el camino de vuelta a casa. 

Cuenta Clifford que lo que más le molestó de aquel día no fue haber perdido su paraguas, ni siquiera llegar a casa con el pelo empapado y tener que mantener tres días de cama por un catarro monstruoso. Cuenta que lo que más le molestó de aquel día fue no haber podido disfrutar de su paseo diario.

"Exaltaciones" (pleno impulso pueril, 3/05)

Sucedió en la planta textil del edificio principal, sección “Oportunidades”, entre abultados cajones desordenadamente apurados por medias de todo a cien y bragas de encaje marrón cuya contemplación, más que provocar irreprimibles pensamientos libidinosos (como así, pienso yo, debiera ser), inducía al desfallecimiento inmediato de cualquier ánima lasciva y hasta, por si fuera poco y para rematar, destemplanza en más de un señor de frágil salud que hubo de ser rápidamente atendido para desasosiego de transeúntes. Ocurrió entre cartones de oferta llamativamente coloreados y azarosamente repartidos por el espacio visible, y aún invisible, luz cenital de gastada fluorescencia, trajín de señoras entradas en años y en carnes, con los brazos en alto, sopesando la caída de futuras compras sobre sus enormes cuerpos, entre improperios lanzados al vacío por inconformidad a ejercer de acompañante, perchas malgastadas y cortinas de probador mal echadas, entre mírame, cómo me queda esto y entre un educado yo lo veo bien y cierto es que me aprieta de aquí con repaso disconforme al espejo. Fue allí, en definitiva, en condiciones frontalmente adversas para la sorpresa y, menos aún, para lo indecoroso, donde vi a esa mujer por primera y única vez.

Antes de proseguir, les diré que a mis ojos se trataba de una mujer, como les acabo de indicar, pero no quisiera establecer esta apreciación personalísima como definitiva para evitar inexactitud en mi narración. Su semblante, su actitud y hasta su proceder me hicieron, y me hacen aún hoy, inclinarme hacia esta sólida conclusión. Sin embargo, en mi recuerdo, cada día más vago e impalpable, su belleza roza lo pueril en su concepción por lo que no debería negarme a reconocer, ante argumentos de peso, que quizás fuese una niña. Apuntado este dato, creo erradicar los motivos de alarma que podrían crecer en todo lector ingenuo o, en el otro extremo, suspicaz, a la hora de atribuirme tentaciones carnales impropias de mi edad. Y es posible que así sea pero, sean cuales sean sus apreciaciones, deban saber que, tras lo que a continuación les narro, mi vida nunca volvió a ser la misma. 

Con la mirada al vacío, absorto en la inconcreción de la espera y el aburrimiento, un fugaz magnetismo sorprendió mi descubierta sensibilidad. Dos pasillos más allá se reunió todo el hipnotismo de la sensualidad femenina para volcar alevosamente su ferocidad sobre mi presencia desatenta. Mis ojos, los primeros en reaccionar, abandonaron sobresaltados la monotonía de tejidos para buscar el origen de aquel impulso seductor, percibiendo vagamente, tras un colgador de abrigos, una grácil figura de mujer, un delicioso cabello rubio, de sutil vuelo y ligera ondulación, y una mirada de tan sugerente contemplación que un simple atisbo se convirtió en un instante grandioso, en el que mi mente repasó histérica hasta el rincón más oculto de su memoria en busca de parámetros en los que circunscribir una belleza tan exquisita y delicada para, tras regresar agotada y sin éxito, sucumbir perdidamente a los encantos silenciosos de la fascinación visual. Absorto, pálido y doliente, como describiría Neruda, fui sujetándome sobre las viejas perchas de la inconsciencia que en torno a mi empezaban a dar vueltas, tratando de acercarme al foco de aquella extraordinaria tentación. Así, progresé torpemente hacia mi ilusión con la exaltación evidente ante un deseo de cercana satisfacción, con la seguridad de merecer su posesión y con la necesidad palmaria de hacerla mía. Tal era mi codiciosa ansiedad, tal mi desatado desvarío, que me precipité absurdamente en mi subconsciente, con el subsiguiente golpe contra el suelo. Mi derrumbamiento, físico y moral, hubo de pasar tan desapercibido a mi alrededor que, al levantarme, entre cajones de bragas y medias, volvía a no quedar ni rastro de aquella sensualidad. Y esto sucedió fielmente así y exactamente hasta aquí, perpetuando mi incredulidad por las bajas pasiones y mi costumbre a fracasar ante la despiadada realidad. Por esta razón, desde aquel día memorable, no dejo de preguntarme si aún hoy sigo siendo un hombre o si por fin puedo considerarme un niño.

"El joven Guillermo" (las manos guardadas, 2/05)

Una tarde como tantas las lámparas se encendían cálidamente en la mansión. Aún no brillaban en blanco: su tenue claridad iba invadiendo mágicamente los colores del lujo —púrpura de un lado, ocre de otro, turquesa por momentos, blanco eterno, equivocando estados, descomponiendo asombrosamente los cuerpos, del sólido al lumínico—. En una efímera impresión el incorpóreo fluido impregnó de serenidad cada rincón de la admirable estancia, pero para cuando el blanco lucía orgulloso el monopolio de la noche —justo cuando los colores dejan de ser auténticos, cuando engañan a los sentidos; justo cuando no permiten adivinar las más secretas pasiones del aire y ni siquiera sus emociones más elementales se dejan traslucir—, justo en ese momento, decía, cuando el blanco sustantivo y el blanco adjetivo convergen diametralmente para suprimir cualquier intento de hallar sinónimo a este color si no es el de perfección, ya no había vuelta atrás. La inquietud ya acompañaba el recorrido de sus Majestades por los pasillos, la impaciencia ya perseguía la carrera de los sirvientes, la habitual tristeza calma ya invadía la fugaz serenidad del joven Guillermo.

Porque no pudo morir de pena, Guillermo aprendió a convivir en una honda desilusión que exteriorizaba como falsa entereza. Demasiado joven como para explicar en palabras las razones que motivaron su profundo desconsuelo, el pequeño príncipe cargaba el peso de su desdicha sobre sí mismo, lo que le acarreaba una existencia lastimosa. Deambulaba tristemente por las amplias estancias, con las manos guardadas, apareciendo allí donde no se le esperaba, lento y silencioso aunque aparentando normalidad. Por eso el rey y la reina apenas repararon en la actitud indolente del heredero, por eso el resto de ocupantes de la fastuosa residencia jamás se imaginaron la trágica noche que les esperaba. 

Una noche que, para los reyes, había de ser tan perfecta como el blanco de sus lámparas. Por ese motivo, arengaban a sus siervos para que cada objeto estuviera en su lugar correcto, exigían a sus mayordomos los mejores movimientos protocolarios, las actitudes anfitrionas más adecuadas, corregían cada gesto de sus súbditos para que nada desentonara en el momento justo. De ellos mismos no se esperaba menos puesto que de ello dependía su grandeza. 

Bien entrada la noche, la fiesta ya estaba en su esplendor. Desde lo alto de la escalera de caracol, en la primera planta, se observaba una ostentosa turba de vestidos que acariciaban ondulantes la amplia alfombra rosada con la frecuencia que marcaba el vals más pomposo que pueda imaginarse. Frente a la orquesta, en el amplio salón iluminado, una tertulia de levitas negras obstaculizaba el paso de los inquietos niños de camino a la mesa de licores y canapés. Los reyes paseaban orgullosos entre sus invitados, saludando con su mejor cortesía. Los criados cuidaban de que a nadie le faltara de nada, y todo, por ahora, estaba en su sitio. 

Hasta entonces nadie había reparado en la ausencia del pequeño príncipe Guillermo (siempre había sido así, pensaba el heredero). Tras una hojeada furtiva a la fiesta, volvió para tumbarse en su alcoba y repasar algunos fragmentos de Las flores del mal. Trató de oler las últimas partículas de serenidad que la tarde expandió suavemente por el noble escenario de su horrible trama, pero la cercanía de su miedo lo había arrastrado ya prácticamente todo. La hipocresía, la mentira y el desengaño eran olores para los que la nariz de Guillermo ya estaba acostumbrada, pero en estos instantes decisivos penetraban tan intensamente hasta su frente que no le dejaban sino expirar odio. Un odio procedente de la herida más dolorosa de su alma, esa que arrebataba la libertad y le privaba de su verdadero amor. Su rencor, pues, irrumpió tan decidido que recuperó de golpe la desdicha de Guillermo y le ayudó a no vacilar en el momento en el que tuvo que empujar la lámpara de aceite sobre la sedosa cortina. Las llamas alcanzaron velozmente el techo de la habitación y el tapiz de las paredes, expulsando un humo negro y demoledor. Cercano a su final, puede que Guillermo lo comprendiera todo, puede que, temeroso, aceptara su obligación como heredero, puede que, apiadado de sí mismo, incluso clamara una última oportunidad para ser feliz. Pero sólo son conjeturas porque, sea como fuere, ni él mismo quiso prestarse demasiada atención y a estas alturas, mientras esperaba, tan solo quiso escuchar su propia voz, trémula, recitando la poesía de Baudelaire: 

El demonio se agita a mi lado sin cesar;
flota a mi alrededor cual aire impalpable;
lo respiro, siento como quema mi pulmón
y lo llena de un deseo eterno y culpable.

"Una actriz (y un final contemporáneo)" (tardes en gris, 10/03)

Ella inventó su vida. Elaboró cuidadosamente su espacio: matizó sentimientos, corrigió necesidades. Creó un mundo para sí misma, azul, acorde a su movimiento, en el que cabían vibración y error, pero no imprevisto, ni sorpresa. Nada repentino o casual. Nada al azar. Invirtió un tercio de su vida en escapar del desierto y de las interferencias, además de en probar modelos que fueran perfeccionando su realidad. Ahora, una realidad densa, salada, ideal. Fruto de los demás y de sí misma. Resultado del desorden y la frivolidad. Consecuencia de la decepción y el equilibrio, del “me da igual” y del “un poco de todo”. El final, todo suyo, para ella, único. Penúltimo y ancho.

Él, último, pensaba en vano. Pensaba. La solución: convencerse o su contraria. Incapaz de imaginar su vida tal como debiese: convenciéndose. Dudaba, de todo, del color. ¿Naranja contemporáneo? Quizás renunciar a sus deseos. Obvio. Se preguntaba por la compatibilidad total, por la perfecta unión de los tonos en un final brillante. Pero no tenía respuesta. Durante el proceso prefería mantenerse al margen en un acto de cobardía imperdonable. No se sabía elegido para terminar una lista. Confiaba en su suerte, en la pintura de trazos gruesos e irremediablemente en las heroínas de sus sueños.

Mucho tiempo después, yo, espectador, tuve la ocasión de contemplar la fantasía, el perfecto equilibrio de colores y debo reconocer que jamás he vuelto a percibir una vibración tan grave. El desengaño se había vuelto plenitud, la pasividad era entonces explosión. La claridad dejó de existir: el domingo dejó de ser para ella y él encontró acomodo casi rozándose con la madrugada del lunes. Las letras encontraron un nuevo rumbo y todo lo anteriormente dividido era progresivamente sustituido por papel, y el papel, inconsciente testigo del deleite de dos. Yo, espectador de excepción, comprobé un final inalcanzable y perfecto. Y admito que deseé empezar de nuevo, desde ellos, solo una vez. Porque, después de todo, el gris no permite corrección, por eso aún hoy sigo envidiando sus dibujos.