...blog literario de rubén rojas yedra

jueves, 27 de julio de 2017

Miguel A. Zapata (1974, Granada, ESP)

Puzzle
Baúl de prodigios, 2007

Mi novio se desarma. Ni eufemismos ni metáforas: se desarma, se desparrama en piezas como un mecano mal encajado. Cuando la conversación discurre por caminos que no domina, cuando se enfrenta a una discusión con desconocidos, cuando fracasa en su intento de hacerme llegar al orgasmo, cuando las vacaciones proyectadas se truncan. Entonces se oye un ¡crack! y al cabo un ¡plam! de brazos, piernas, manos, pies, cabeza y tronco en derribo, abandonada sobre el suelo su colección de miembros obsoletos.

Mi novio espera ahora, paciente y fragmentado, en el fondo de mi baúl a que lleguen mejores tiempos, épocas menos devastadoras para esa naturaleza suya de puzle agitado por seísmos, una nueva primavera unitaria en la que yo recomponga con mimo su identidad desbrozada.


XI
Revelaciones y magias, 2009

A veces ocurre. Las cosas se duplican, surgen copias iguales. Sellos, gemelos, gotas de agua... También madres.

A veces, sí, miraba yo desde el salón a la cocina y veía a Mamá afanándose con la crema de verduras, mientras la otra Mami (la impostora, o la original, o ambas primigenias, quién puede saberlo) leía el periódico junto a mí en el sofá, en ese preciso instante. Misma ropa ellas, mismo peinado, idénticos rasgos, gestos, voz, manías, virtudes.

Zozobra del hijo al principio. Preguntarse después acerca de la titularidad del sentimiento que se desdobla, dudas sobre la autenticidad y su remedo, sobre la posibilidad de dos verdades calcadas. Resignarse al fin.

Jamás pregunté y jamás supe. Innumerables veces se cruzaron ambas, compartieron sofá o respiró una el aire cercano exhalado por la otra. Ni una palabra entre ellas, ni un reproche, ni siquiera el primer aaahhh espantado cayendo desde sus bocas igualísimas. Nunca una disputa de supremacía materna.

Entonces, acostumbrarse a duplicar los afectos. Elegir en cada momento la madre conveniente o multitud de tres cuando es preciso.

(Papá no debió marcharse)




De mi carne
Voces para un tímpano muerto, 2016

Un hijo es un despropósito de medidas, una víscera derramada. Cuando nació Lucas, yo prodigué desde su primer llanto una algarabía de padre nuevo y hombre novísimo. Marta, sin embargo, alumbró pronto un carácter sombrío y una preocupación de noches sobresaltadas, de antena al tanto de cualquier hipido desde la cuna o llanto en la noche. Escrutaba ella el rostro de Lucas como se observa el milagro imposible de una santa, con un temor de náufrago ante la ola definitiva, alertada por el más mínimo frunce de la cara o la tosecita que quizá sólo ella pudiera oír. Lucas, rama de tomillo para Marta, temiendo cualquier aire que quiebra tallos y pulsos y su incapacidad para evitar malestares, para enjugar lloros. Marta volcando sus horas y su ansia en una cuna amenazada por mil peligros.

Quiso un azar preñado de meninges enfermas y ambulancias devastar una noche la frágil anatomía de Lucas, apagando en un funeral ínfimo y un ataúd más pequeño otras dos existencias que regresaban vacías a la casa ya huérfana de balbuceos y biberones. Cuatro meses es poca cosa para el currículum de la paternidad; demasiado para pretender el olvido o la calma. Cerré mis horas a la vida como se cierra un armario devorado por la carcoma.

Marta fue distinta. Marta cayó en una abulia lenta y un abandono que la postraban primero en un sillón, desgastando pupilas contra la pared, con su cara de nada, ni triste ni viva ni muerta. Marta, después, recogiéndose sobre sí, ovillada en el sofá, placentaria y ausente, lejos de mis palabras y mi desesperación. Marta que poco a poco renuncia a la ensalada o el bistec y sólo admite la tibieza de unos tragos de leche o un puré acuoso. Marta que cada día experimenta una reducción de proporciones, un acortamiento de su perfil adulto, en su cara un progresivo tacto de seda sonrosada que desmiente el pasado de arrugas y afirma una tersura asombrosa de un día para otro, la pérdida progresiva del pelo en su pubis, sus axilas, en su cabecita de esfera tierna y menguante. Marta que deja de hablar y comienza el balbuceo de un lenguaje ya olvidado de sonidos casi musicales, lactantes, limpios.

Marta, sí, que ahora, en este preciso momento, cabe dulcemente en el hueco de mis manos, que ya la depositan con delicadeza en la cuna antes desposeída, arropada ella de pañales y ligeras sábanas de tul, moviendo dichosa y despreocupada sus pequeñas extremidades mientras le preparo el biberón de la tarde y observo en su boca plena de babas y encías una felicidad que no pudo alcanzar nunca, una extraña condición de madre satisfecha, al fin volcada (tazón que vuelve a llenarse) en el papel que se le negó antes de la marcha de Lucas, y que sólo la muerte, generosa, ha tenido la deferencia de regalarle.


Tiempo de agua
Voces para un tímpano muerto, 2016

Tumbado sobre el colchón, oigo el primer borboteo del agua brotando desde puntos imprecisos en la unión de ciertas baldosas del suelo. Al inicial respingo (quién puede negar que los sonidos acuáticos generan siempre un movimiento de nuestras orejas, un átomo de memoria reptiliana) sucede siempre, al momento, un acomodo inmediato de mis músculos a la certeza de que nada se puede hacer ya.

El nivel del agua sube, veloz en su bisbiseo. Hace flotar mis zapatillas como dos barquitos de tela, llega hasta el límite del colchón y anega pronto la mesita de noche. Deja naufragando un libro, mi reloj de cuarzo y la lamparita que se ahoga con una breve fiebre eléctrica. Asciende el agua con su urgencia incolora hasta mojar mi pijama, acariciar mi cuello y hacer flotar mis manos y mis pies. Yo no me resisto, entiendo que no se debe forzar lo que es inevitable, los bailes del azar.

Mientras floto a ritmo pausado por la habitación inundada ya en una marea que se amista con el techo, siento la relajación propia del que no tiene responsabilidad alguna ante la fuerza irresistible de los fenómenos naturales. Nada puedo hacer, no, nada se me permite, anulado por este océano. Me dejo llevar por el tibio oleaje que desplaza como a medusas las sillas, una alfombra o las prendas de ropa que antes atestaban el perchero.

Sólo cuando noto el límite de mis pulmones clamando oxígeno, advierto que no debo, no quiero morir: ahora tengo que preocuparme por algo más trascendente que cualquier problema cotidiano. Doy para ello un leve giro de pez (desganado casi, apenas una señal ligeramente convenida) y el paisaje marítimo de mi dormitorio comienza su rápida retirada hacia el suelo, recomponiéndose en un caos húmedo lo que antes flotaba amniótico, sonámbulo, hasta perderse nuevamente los últimos hilos de agua en su correspondiente resquicio de las baldosas.

De nuevo sobre la cama, empapado y a merced de mi voluntad, siento otra vez el peso de las responsabilidades, esos deberes cotidianos que le hacen a uno temer tanto como desear un naufragio pequeño, una inundación de juguete.

Algo irreversible, a fin de cuentas.