Para la asignatura Crítica Literaria
Licenciatura de Periodismo, URJC
En el compromiso de imaginarse a Lorca hay algo de temerario. La tarea de desentrañar su personalidad desligándolo de su tiempo y su obra es francamente baladí en contraste con las prodigiosas imágenes que sus palabras evocan. En “El cielo tiene playas donde evitar la vida y hay cuerpos que no deben repetirse en la aurora” (¡¡!!) propone una instantánea visión metafísica, trasladándonos una vertiginosa representación de la vida y un desequilibrio espiritual literalmente escalofriante, impropio de un léxico tan accesible. O eso pareciera. La estratégica relación que establece entre elementos físicos como el cielo y los cuerpos junto a elementos abstractos como la vida y la aurora, uniéndolos inesperadamente a través de los actos casi siempre decisivos de evitar y repetirse nos provoca una abrumadora sensación de desasosiego, una fugaz falta de aire.Hay algo de temerario, repito, al pretender imaginar su poesía (como acabo de hacer, por otra parte). La extraña fuerza de su poemario desata multitud de sensaciones dispares, a veces contrarias a la verdadera intención del autor, en el lector. Por eso es arriesgado, por el peligro de tropezar violentamente en la precipitación y de sumirse en el malentendido, por la terrible contrariedad que supone no poder satisfacer las ambiciones ajenas cuando están visiblemente al alcance. Pese a todo, y otorgando por supuesto la intencionalidad de sus simbologías (cargadas de intelectualidad y vanguardia, pese a su lenguaje espontáneo y sencillo), deseo lanzarme al abismo de la interpretación (como quizá hemos hecho todos), pretendiendo alcanzar lo inalcanzable, escalando de sus poemas a su poesía en si misma, poniendo en peligro mi conciencia ante la falta de asideros materiales (léase técnicos/literarios) con la quimérica intención de no decepcionar la obra de tan grande autor.
“Poeta en Nueva York” es posiblemente una apología a lo natural, a lo nítido, a lo primario (herencia de su admirado Walt Whitman). De ahí que Lorca resalte la muerte como salvación, porque la vida no merece ser vivida, está ya demasiado adentrada en la industrialización y el deshumanismo, en “las máquinas y el llanto”, y en la muerte, por el contrario, “hay playas donde evitar la vida”. “Es preciso matar al rubio vendedor de aguardiente (…) y es necesario dar con los puños cerrados (…) para que nadie dude de la infinita belleza de los plumeros, los ralladores, los cobres y las cacerolas de las cocinas” es la señal de la resurrección de las sensaciones más originarias, del advenimiento de la muerte como redención de la vida, es el signo de la sangre y de la violencia utilizados como instrumentos humanizadores contra la opresión, para culminar con “la llegada del reino de la espiga”.
En “El rey de Harlem”, uno de sus poemas más conseguidos de la obra propuesta, Lorca trataba de hallar entre los negros aquello que daba por enterrado en la sociedad clasista de los rascacielos de Manhattan: lo instintivo, lo natural, lo moral y lo libre y verdadero. En la gran urbe todo es prohibitivo, hasta la felicidad y el amor, que ya no se encuentran en estado puro. Aquí la dialéctica es de dureza ascendente: plagada de asombrosas e ilustrativas simbologías la primera parte del poema (sublimes “los escarabajos borrachos de anís olvidaban el musgo de las aldeas”, “Las rosas huían por los filos de las últimas curvas del aire” y “para que el perfume de pulmón nos golpee las sienes con su vestido de caliente piña”), nuevas descripciones salteadas con frases reivindicativas y llenas de ira en la segunda, donde sugiere a los negros soluciones para su asfixiante situación y se les advierte del sufrimiento que ha de venir (“Es preciso matar al rubio vendedor de aguardiente”) y se habla de matar, de arrancar, de golpear, de verter sangre y huir, huir y aguardar “porque el tuétano del bosque penetrará por las rendijas para dejar en vuestra carne una leve huella de eclipse y una falsa tristeza de guante desteñido y rosa química.”, advertencias en la tercera para la desesperanza que encontrarán en la ciudad, donde ya no queda casi nada, “un desierto de tallos sin una sola rosa”, y alientos, en la cuarta y última división, para que los negros afronten su futuro próximo y abstracto con coraje y valentía (“Buscad el gran sol del centro hechos una piña zumbadora”) con la anhelada recompensa final de poder “besar con frenesí las ruedas de las bicicletas” y él mismo, como Lorca, disfrutar de ese rumor desde un lugar lejano (¿la muerte?).
El mensaje de “Oda a Walt Whitman” es sensiblemente más esclarecedor. Es el reclamo de la libertad sexual, social e ideológica al abrigo de “los puros, los clásicos, los señalados, los suplicantes”, y la defensa de los valores puros del hombre y, como no, de la homosexualidad, donde no caben los “esclavos de la mujer, perras de sus tocadores, abiertos en las plazas con fiebre de abanico o emboscados en yertos paisajes de cicuta.” Aunque también vuelven a aparecer las imágenes evocadoras (“Dedos teñidos apuntan a la orilla de tu sueño cuando el amigo come tu manzana con un leve sabor de gasolina.”) es un poema mucho más directo, dejando su mensaje general de manera lapidaria: “Agonía, agonía, sueño, femenino y sueño. Éste es el mundo, amigo, agonía, agonía.”
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