Prólogo (Un millón de vacas, 1990)
El niño era ciego. Nunca le preguntaban qué
quería ser de mayor, como hacían con los otros críos. Lo que más echaba de
menos era pegarse, dar bofetadas libremente, con el resto de los chavales. Le
gustaría tener un bastón como el de los ciegos grandes, y zas, zas. En las
fiestas, después de la comida, los de su edad iban a correr y jugar, pero él
permanecía con los adultos y cuando éstos iban a dormir bajo los cerezos, el
niño ciego quedaba solo, sentado en aquel banco de pino blanco y arrugado por
lejía y mano de mujer. En el estante de la chimenea había un ramo de laurel,
clavos de los que colgaban chorizos y un brazo de unto, una radio inservible de
caja de nogal, un bote de azafrán con el rostro moreno y hermoso de una mora
con orlas vegetales, y los tarros. El niño sabía que alí estaban los tarros,
los de la miel, el azúcar y la canela. Y al niño ciego le gustaba lo dulce,
sobre todo ese dulce caliente que viene de la miel de las factorías del monte.
Sabía que estaba alí porque había medido, en días como éste, la duración y
dirección de los ecos de la abuela cuando le ofrecía el apreciado tarro. Se lo
dejaban tener entre las manos, frío vidrio por fuera, fuego gozoso de la flor
por dentro.
Pero ahora no había nadie y el niño se acordó
de la miel. Ahuyentaba la tentación de la cabeza pero la lengua le hervía en la
boca. Bajó del banco y fue tanteando hacia el hogar. Echó mano de una banqueta
y después de bracear en el viento consiguió apoyarse en el anaquel, siguiendo
el hilo grasiento de los chorizos. El niño rozó en la ventana de tela de la
radio, en la lata de azafrán y cuando dio con el frío del vidrio sintió en el
envés de la mano el roce inquietante de pluma. Pudo más la curiosidad que el
apremio de la miel. Comenzó a recorrer con los dedos aquela pieza imprevista,
el azor de alas abiertas disecado y chamuscado por humos de veinte inviernos.
Pero el niño iba más alá de los ojos, pues exploraba las geometrías exactas y
majestuosas de aquel ser desconocido, dormido y solitario como él.
Y así encontraron al niño ciego. Izado en la
banqueta, sostenido sin vértigo por aquel que sería cuando fuese mayor, y
abriéndose paso a bastonazos, zas, zas, entre las nubes y la corteza celeste
del bosque de abedul.
¿Qué me quieres, amor? (¿Qué me quieres, amor?, 1996)
Amor, a ti venh’ora queixar
de mia senhor, que te faz enviar
cada u dormio sempre m’espertar
e faz-me de gram coita sofredor.
Pois m’ela nom quere veer nem falar,
que me queres, Amor?[1]
FERNANDO ESQUIO
Sueño con la primera cereza del verano. Se la
doy y ela se la leva a la boca, me mira con ojos cálidos, de pecado, mientras
hace suya la carne. De repente, me besa y me la devuelve con la boca. Y yo que
voy tocado para siempre, el hueso de la cereza todo el día rodando en el
teclado de los dientes como una nota musical silvestre.
Por la noche: «Tengo algo para ti, amor».
Dejo en su boca el hueso de la primera
cereza.
Pero en realidad ela no me quiere ver ni
hablar.
Besa y consuela a mi madre, y luego se va
hacia fuera. Miradla, ¡me gusta tanto cómo se mueve! Parece que siempre leva
los patines en los pies.
El sueño de ayer, el que hacía sonreír cuando
la sirena de la ambulancia se abría camino hacia ninguna parte, era que ela
patinaba entre plantas y porcelanas, en un salón acristalado, y venía a parar a
mis brazos.
Por la mañana, a primera hora, había ido a
verla al Híper. Su trabajo era surtir de cambio a las cajeras y levar recados
por las secciones. Para encontrarla, sólo tenía que esperar junto a la Caja
Central. Y
alí legó ela, patinando con gracia por el
pasilo encerado. Dio media vuelta para frenar, y la larga melena morena ondeó
al compás de la falda plisada roja del uniforme.
«¿Qué haces por aquí tan temprano, Tino?»
«Nada.» Me hice el despistado. «Vengo por
comida para la Perla.»
Ela siempre le hacía carantoñas a la perra.
Excuso decir que yo lo tenía todo muy estudiado. El paseo nocturno de Perla
estaba rigurosamente sometido al horario de legada de Lola. Eran los minutos
más preciosos del día, alí, en el portal del bloque Tulipanes, barrio de las
Flores, los dos haciéndole carantoñas a Perla. A veces, falaba, no aparecía a
las 9.30 y yo prolongaba y prolongaba el paseo de la perra hasta que Lola
surgiese en la noche, taconeando, corazón taconeando. En esas ocasiones me
ponía muy nervioso y ela me parecía una señora, ¿de dónde vendría?, y yo un
mocoso. Me cabreaba mucho conmigo mismo. En el espejo del ascensor veía el
retrato de un tipo sin futuro, sin trabajo, sin coche, apalancado en el sofá
tragando toda la mierda embutida de la tele, rebañando monedas por los cajones
para comprar tabaco. En ese momento tenía la sensación de que era la Perla la
que sostenía la correa para sacarme a pasear. Y si mamá preguntaba que por qué
había tardado tanto con la perra, le decía cuatro burradas bien dichas. Para
que aprendiese.
Así que había ido al Híper para verla y coger
fuerzas. «La comida para perros está al lado de los pañales para bebés.»
Se marchó sobre los patines, meciendo
rítmicamente la melena y la falda. Pensé en el vuelo de esas aves emigrantes,
garza o grula, que se ven en los documentales de después de comer. Algún día,
seguro, volvería para posarse en mí.
Todo estaba controlado. Dombo me esperaba en
el aparcamiento del Híper con el buga afanado esa noche. Me enseñó el arma. La
pesé en la mano. Era una pistola de aire comprimido, pero la pinta era
impresionante. Metía respeto. Iba a parecer Robocop o algo así. Al principio
habíamos dudado entre la pipa de imitación o recortar la escopeta de caza que
había sido de su padre. «La recortada acojona más», había dicho Dombo. Yo había
reflexionado mucho sobre el asunto. «Mira, Dombo, tiene que ser todo muy
tranquilo, muy limpio. Con la escopeta vamos a parecer unos colgados, yonquis o
algo así. Y la gente se pone muy nerviosa, y cuando la gente está nerviosa hace
cosas raras. Todo el mundo prefiere profesionales. El lema es que cada uno haga
su trabajo. Sin montar cristo, sin chapuzas. Como profesionales. Así que nada
de recortada. La pistola da mejor presencia.» A Dombo tampoco le convencía
mucho lo de ir a cara descubierta. Se lo expliqué. «Tienen que tomarnos en
serio, Dombo. Los profesionales no hacen el ridículo con medias en la cabeza.»
Era enternecedora la confianza que el grandulón de Dombo tuvo siempre en mí.
Cuando yo hablaba, le brilaban los ojos. Si yo hubiese tenido en mí la
confianza que Dombo me tenía, el mundo se habría puesto a mis pies.
Dejamos el coche en el mercado de Agra de
Orzán y cogimos las bolsas de deportes. Al mediodía, y tal como habíamos
calculado, la cale Barcelona, peatonal y comercial, estaba atestada de gente.
Todo iba a ser muy sencilo. La puerta de la sucursal bancaria se abrió para una
vieja e inmediatamente detrás entramos nosotros. Lo tenía todo muy ensayado. «Por
favor, señores, no se alarmen. Esto es un atraco normal.» Hice un gesto
tranquilo con la pistola y toda la clientela se agrupó, en orden y silencio, en
la esquina indicada. Un tipo voluntarioso insistía en darme su cartera, pero le
dije que la guardase, que nosotros no éramos unos mangantes. «Usted, por favor,
lene las bolsas», le pedí a un empleado con aspecto eficiente. Lo hizo en un
santiamén y Dombo, contagiado por el clima civilizado en que todo transcurría,
le dio las gracias. «Ahora, para que no haya problemas, hagan el favor de no
moverse en diez minutos. Han sido todos muy amables.» Así que salimos como si
aquelo fuese una lavandería.
«¡Alto o disparo!»
Ante todo, mucha calma. Sigo andando como si
no fuese conmigo. Uno, dos, tres pasos más y salir disparado. Demasiada gente.
Dombodán no lo piensa. Se abre paso como un jugador de rugby. Y yo que estoy en
otra película.
«¡Alto, cabrón, o disparo!»
Saco la pistola de la bolsa abierta y me
vuelvo con parsimonia, apuntando con la derecha.
«¿Qué pasa? ¿Algún problema?»
El tipo que antes me había ofrecido la
cartera. Plantado, con las piernas separadas y el revólver apuntándome firme,
agarrado con las dos manos. He aquí un profesional. Guarda jurado de paisano,
seguro.
«No hagas el tonto, chaval. Suelta ese
juguete.»
Yo que sonrío, que digo nanay. Y le tiro la
bolsa a los morros, toda la pasta por el aire, cayendo a cámara lenta. «¡Come
mierda, cabrón!» Y echo a correr, la gente que se aparta espantada, qué
desgracia, la gente que se aparta y deja un corredor maldito en la cale, un
agujero que se abre, un túnel por delante, un agujero en la espalda. Quema.
Como una picadura de avispa.
La sirena de la ambulancia. Sonrío. El
enfermero que me mira perplejo porque estoy sonriendo. Lola patina entre
rosanovas y azaleas, en un salón acristalado. Viene hacia mí. Me abraza. Es
nuestra casa. Y me quiere dar esa sorpresa, sobre patines, meciendo la falda
roja plisada al mismo tiempo que la melena, el beso de la cereza.
Por la noche, a través del cristal de la
puerta, puedo leer el rótulo luminoso de Pompas Fúnebres: «Se ruega hablen en
tono moderado para beneficio de todos»[2].
Dombo, el gigantón leal de Dombo, estuvo aquí. «Lo siento en el
acompañamiento», le dijo compungido a mi madre. No me digan que no es gracioso.
Parece de Cantinflas. Para lorar de risa. Y me miró con lágrimas en los ojos.
«Dombo, tonto, vete, vete de aquí, compra con la pasta una casa con salón
acristalado y un televisor Trinitrón de la hostia de pulgadas.» Y Dombo venga a
lorar, con las manos en los bolsilos. Va a empaparlo todo. Lágrimas como uvas.
Y está Fa, la señora Josefa, la del piso de
enfrente. Ela sí que supo siempre de qué iba la cosa. Su mirada era una eterna
reprimenda. Pero le estoy agradecido. Nunca dijo nada. Ni para bien, ni para
mal.
Yo saludaba, «Buenos días, Fa», y ela
refunfuñaba en bajo. Sabe todo lo que se cuece en el mundo. Pero no decía nada.
Le ayudaba a mamá, eso era todo. Fumaba con ela un chéster por la noche, y
bebían un lágrima de Porto, mientras yo manejaba el mando a distancia. Y ahora
está así, sosteniendo a mamá. De vez en cuando, se vuelve hacia mí pero ya no
me riñe con la mirada. Se persigna y reza. Una profesional.
Ya falta poco. En el rótulo luminoso puedo
ver el horario de entierros. A las 12.30 en Feáns.
Lola se despide de mamá y va hacia la puerta
de la sala del velatorio. Esa forma de andar. Parece que vuela incluso con
zapatos. Garza o algo así. Pero ¿qué hace? De repente se vuelve, patina hacia
aquí con la falda plisada y queda posada en el cristal. Me mira con asombro,
como si reparase en mí por vez primera.
«¿Impresionada, eh?»
«Pero, Tino, ¿cómo fuiste capaz?»
Tiene ojos cálidos, de pecado, y la boca
entreabierta.
Sueño con la primera cereza del verano.
[1] Amor, a ti vengo ahora a quejarme / de mi
señora, que te envía / donde yo duermo siempre a despertarme / y me hace
sufridor de tan gran pena. / Ya que ella no me quiere ver ni hablar, / ¿qué me
quieres, Amor?
La mirona (Las llamadas perdidas, 2002)
La primera vez que vio hacer el amor fue en
esta playa.
La primera vez no fue a propósito. Era sólo
una niña que cogía moras en las zarzas acodadas en el sotavento de los muros de
piedra que protegían los pastos del ganado y la primera trinchera de los
cultivos.
La adusta vanguardia de las coles con su
verde cetrino. Espetaba las moras en la dureza de una paja seca como cuentas de
un rosario tensado o bolas de una de las varilas de alambre del ábaco de
aprender a contar.
La primera vez fue sin querer. Ela iba de retirada,
hacia la aldea, y atajó por las dunas. Fue entonces cuando vio a la pareja, una
pareja solitaria y medio desnuda en el inmenso lecho del arenal. Y se agachó.
El mar le había devuelto la visión con una brisa colorada, de vergüenza y de
miedo. Pero se quedó quieta. Comió con ansia una ristra de moras salvajes y
volvió a mirar, mientras se lamía con la lengua el bozo tinto que pintaron los
frutos.
El mar fue siempre una inmensa pantala hacia
la que se orientaba el mundo del vale, posado con esmero, como un cojín de
funda bordada y con pompones, en la sila de alto respaldo de los montes
rocosos. Todo, pues, en el vale miraba hacia el mar, desde los santos de piedra
de la fachada de la iglesia, con su pana de musgo, hasta los espantapájaros de
las tierras de cultivo, vestidos siempre a la moda.
Ela los recordaba con sombrero de paja y
chaquetas de remiendos, pero, en la última imagen, los espantapájaros gastaban
visera puesta del revés y cubrían la cruz del esqueleto con sacos de plástico
refulgente de los abonos químicos. Lo que no había en el vale eran pescadores.
Nadie traspasaba esa pantala de mar y cielo, tan abierta, con vertiginosas y
espectaculares secuencias, y amenazadora como una ficción verdadera.
La primera vez que vio una película en el salón,
que era también el de bailar, pensó que Moby Dick estaba alí de verdad, en el
cuadro en movimiento de su mar. Y no andaba descaminada, porque pocos días
después el mar vomitó una enorme balena que quedó varada y agonizante en la
playa. Y vino en peregrinaje gente de todos los alrededores con carros tirados
por vacas donde cargaban las chuletas gigantes de Moby Dick. Un hormiguero
humano, azuzado por las quejas y blasfemias de las aves, celosas de los
despojos, fue despedazando el cetáceo hasta dejar en el arenal un oscuro,
pringoso y maloliente vacío. El corazón ocupaba el remolque de un carro. Llevó
detrás una comitiva fúnebre de rapiñas y perros cojos. El eje, al gemir,
pingaba tinta roja.
El mar vomitaba a veces el atrezo de las
películas. Cuando era muy pequeña, su padre trajo un gran cesto rebosante de
mandarinas. Contó que todo el arenal había amanecido en alfombra anaranjada.
Cuando ya era chica, el mar echó en un eructo paquetes de tabaco rubio y botes
de leche condensada. Y otro invierno, al poco de casarse, botelas de champán
francés y un ajuar de vajila con cucharas de plata. Casi todos los años el mar
daba una de esas sorpresas. La última vez, y fue el año pasado, el mar ofreció
un cargamento de televisores y vídeos. Algunos parecían en buen estado.
Hicieron una prueba en el único bar de la aldea. Ela esperaba ver islas de
coral y peces de colores, pero en la película salió Bruce Lee, dio unos golpes
con el filo de la mano, y se cortó la imagen.
El hombre del proyector de cine, que tenía
una camioneta de chapa roja y morro muy alargado, era el hombre más feo del
mundo.
Un día, en el salón, esta vez preparado para
el baile, la niña, sentada en la escalera y con la cabeza engarzada en los
barrotes de la balaustrada, vio bailar al hombre más feo del mundo con la mujer
más hermosa del mundo. La nariz del hombre feo hacía juego con el morro de la
camioneta. Era tan larga y afilada que tenía una sombra propia, independiente,
que picoteaba entre las hojas de los acantos del papel pintado de las paredes.
Entre pieza y pieza, cuando la pareja se paraba y se acariciaba con los ojos,
la sombra de la nariz picoteaba las moscas del salón, de vuelo lento y
trastornado.
Eran los dos, el hombre más feo y la mujer
más linda del mundo, los que estaban haciendo el amor en la playa, protegidos
por el lomo de una duna. Aquela primera vez, la niña, ya adolescente, vio todo
lo que había que ver. De cerca. Sin elos saberlo, hicieron el amor para ela en
la pantala del mar. Arrodilada tras la duna, compartía la más hermosa suite. El
inmenso lecho en media luna, la franela de la finísima arena, la gran claraboya
de la buhardila del cielo, de la que apartan casi siempre las caravanas del
oeste con sus pacas de borra y nube, lo que hace que el vale sea un paraíso en
la dura y sombría comarca.
Se abrazaron, se dejaron caer, rodaron, se
hacían y deshacían nudos con brazos y piernas, con la boca, con los dientes,
con los cabelos. El altavoz del mar devolvía a los oídos de la mirona la
violencia feliz de sus jadeos. Así, más, más, más. Llegó un momento en que
temió que los latidos de su corazón se escuchasen por encima del compás de las
olas. Fue la mujer la que venció. De rodilas, como ela estaba, ciñéndose al
hombre con la horquila de los muslos, alzó la cara hacia el sol hasta que le
cerró los ojos, ladeó las crines en la cascada de luz, y los blancos senos
aboyaron por fuera del sostén de lencería negra.
A ela le pareció que se había acortado la
nariz del hombre más feo del mundo. Su sombra debía de andar entre los zarapitos,
picoteando en el bordón que tejía la resaca de las olas.
Era una playa muy grande, de aguas bravas y
olas de alta cresta que a veces combatían entre sí, como los clanes de un
antiguo reino. Siempre fría, con la espuma tersa como carámbanos fugaces, y con
la arena tan fina que cuando se retiraba el rolo de la marea dejaba un brilo de
lago helado. Cuando envejeció, a ela le gustaba caminar hendiendo con los pies
ese espejo húmedo y pasajero porque se decía que era muy bueno para las
varices. Alguna vez, en el verano, siempre vestida y con una pañoleta sobre la
cara, dormía la siesta sobre la manta cálida de la arena seca.
—¿Por qué siempre andas husmeando por la
playa? —le riñó la hija.
—No ando husmeando —se defendió ela, aunque
la verdad le enrojeció las mejilas—. ¡Es por las varices!
Aparte de esa costumbre de caminar en la
orila, nunca, nunca, se había bañado en esta playa. Nadie de la vecindad se
bañaba en esa playa de aguas majaras hasta que legaron los extranjeros. Venían
del norte, con la casa a cuestas, en caravanas de lánguido rodar o en
furgonetas estampadas de soles y flores, y acampaban al lado de la franja de
dunas, esa tierra de nadie, frontera que amansaba los vientos entre la playa y
el fértil vale. Más tarde, legó la moda de los todoterrenos, que atravesaban
las pistas levantando polvo, con la diligente indiferencia de los que corren un
raly en el Sáhara.
No había ninguna relación entre los
campesinos y los bañistas. Desde la posición de los labradores, y a partir del
mediodía, los bañistas se desplazaban a contraluz. Eran, al fin y al cabo,
extraterrestres. La época del año en que legaban y brincaban desnudos, con las
vergüenzas al aire, o enfundados en trajes de goma para cabalgar con tablas las
olas, era también la época del trabajo más esclavo, cuando había que recoger
las patatas y las cebolas, sachar los maizales, y segar y ensilar el heno. Las
gotas de sudor asomaban como ojos de manantial y trazaban riachuelos en el
tizne de tierra de sus brazos. A veces, el sudor bajaba de la frente por el
canalón de los ojos. Ela levantaba la cabeza para enjugarlo con el dorso de la
mano. La prisionera de la tierra contemplaba la playa entre las rejas verdes
del maíz.
Cuando los demás se recogían en casa, ela
todavía se marchaba hacia las dunas con la excusa de refrescar cerca de las
olas. Pero siempre se escondía en su puesto de centinela, a la espera de que el
mar le ofreciese una película de amor.
Su marido no era el hombre más feo del mundo.
Ela tampoco era la más hermosa. La noche de bodas, a oscuras, no había sentido
placer. Más bien al contrario. Pero después ela soñó que rodaban abrazados por
la playa y despertó con un sabor salado en el paladar. Con ganas de volver a
hacerlo. Le sucedía con frecuencia y su marido se iba cansado y feliz al
trabajo. Se lo levó una enfermedad traidora y tuvo un mal morir, insomne en las
noches, porque no quería irse hasta después del amanecer.
Cuando su marido vivía, y la abrazaba en la
cama, ela cerraba los ojos y folaba con un bañista de rostro cambiante y
melenas rubias y húmedas, jaspeadas de algas. Después de su falecimiento,
cuando espiaba parejas desde el escondite de la duna, le parecía ver en la
convulsión del cuerpo macho el perfil de su marido, trabajando el amor bien
trabajado, en progresión de polca.
La última vez que acudió al puesto de
centinela fue hace algunos años, un día de setiembre, ya bien entrado el mes.
El verano tarda en legar al vale, pero a veces regala, como un juerguista
melancólico, un largo bis. En estas ocasiones, el crepúsculo dura lo que la
sesión de cine y se pone en tecnicolor. Lo que ela vio fue también una escena
de amor que le pareció interminable. Al fin, los dos amantes se levantaron y
corrieron, riendo, hacia el mar. Se dio cuenta entonces de que eran su nieta y
el novio. Pero no lo quiso creer. Ni lo cree. Los campesinos no se bañarían
nunca en aquela playa tan peligrosa.
Chiapateco (Las llamadas perdidas, 2002)
Me gustaría legar a viejo
para decirle a un nieto que tenga que no cace grilos. Que no los espante. Que
no los haga salir del agujero con su meada. Y para explicarle el porqué.
Me gustaría legar a viejo pero no es probable
que legue. Como dicen en los pronósticos del campeonato de fútbol sobre los
equipos modestos, las posibilidades de que yo legue a viejo son más bien
remotas.
Además, antes de legar a viejo, tengo que
nacer.
Pese a lo que digan, nacer no es nada fácil.
Es más bien complicado. Si tuviese a mano unas estadísticas, podría
demostrarles cómo existe una íntima relación entre las tasas de natalidad y
mortalidad. Si lo expresamos gráficamente, la esperanza de vida sería como un
arco tensado entre una y otra tasa. Ese arco está hecho de piel que se va
curtiendo. Al tacto, la última capa de piel es como la espiga de maíz pero sin
granos de maíz.
La piel de la tasa de mortalidad es áspera.
Podrías encender una cerila en el dorso de sus manos.
Alguien le contó a mi madre que hay sitios en
los que los niños nacen en el agua, en una piscina a 36,5 grados centígrados de
temperatura. Los bebés salen al mundo flotando con suavidad, como sueños
acunados en un pentagrama. El cordón umbilical enlaza lo real con lo
imaginario. Cuando se cortan, el niño que era cuento se hace real. Su hermana
dibujó para él una linda casa con porche y flores en el alféizar de las
ventanas. Y cuando cortan el cordón, también la casa con flores se hace real.
Yo ya pertenezco a la realidad antes de
nacer. No soy un cuento. Soy un problema. Cuando mi madre va a la ciudad,
algunos la miran como si levase un saco de problemas en el vientre. Pero ela,
pese a todo, me leva de buena gana, como si cargase con una saca de maíz de
colores.
Y si nazco a destiempo será por un susto. Por
un susto grande. Como los que hacen salir a los grilos de sus agujeros.
Mi hermana pinta sustos en la escuela. Cuando
corten el cordón que me une a mi madre, esos sustos se harán realidad. Vendrán
los que pisan el maíz.
Me gustaría legar a viejo para explicarle a
un nieto que tenga: están los que plantan el maíz y los que pisan el maíz.
A mí lo que me gustaría de verdad es nacer y
no nacer. Que nadie cortase el cordón hasta que se acabaran los grandes sustos.
Cuando mi madre plantase el maíz, yo cantaría como un grilo al sol. Y cuando
legasen los de los sustos, con sus botas herradas pisando el maíz, volvería
otra vez al vientre de madre, a 36,5 grados centígrados.
Pero ya he nacido y me han cortado el cordón
y estoy en la escuela y pinto sustos porque han vuelto a calar de miedo los
grilos.
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