...blog literario de rubén rojas yedra

martes, 12 de agosto de 2014

Quim Monzó (1952, Barcelona, ESP)

La fuerza de voluntad 
(El porqué de las cosas, 1994)    

    El hombre porfiado sabe que se trata simplemente de tener (y mantener durante el tiempo necesario) la firme voluntad de lograrlo. No hay más que eso, ni enigmas de ninguna clase. Se arrodilla, inclina el torso hasta que la cara le queda a un palmo de la piedra (una piedra un pelín oblonga, redondeada, decididamente gris) y vocaliza con claridad:
    —Pa.
    Durante un rato mira la piedra fijamente, clavando los ojos en cada irregularidad, intentando captarla completamente, establecer una comunicación absoluta, hasta que la piedra se convierta en una prolongación de él mismo a un palmo de distancia. Es mediodía; la brisa compensa el esplendor del sol. Parsimonioso, vuelve a abrir los labios.
    —Pa.
    Ha elegido «pa» porque siempre ha oído que es lo primero que dicen los niños, la eclosión con que sorprenden a los padres, la sílaba más fácil para arrancar a hablar.
    —Pa.
    La piedra continúa en silencio. El hombre porfiado sonríe. No se rinde fácilmente a las adversidades. Ha tomado la decisión de enseñar a hablar a la piedra sabiendo que no será tarea fácil. Sabe que, durante siglos, los hombres han menospreciado las posibilidades verbales del reino mineral y, por ello, tal vez sea ésta la primera vez en muchos años que un hombre sobrio se encuentra frente a frente con una piedra, tratando de hacerla hablar. Si a esto añadimos la tradicional desidia del alumnado, la dificultad de la empresa es patente.
    —Pa —insiste el hombre porfiado.
    La piedra calla. El hombre echa un instante la cabeza hacia atrás para, de inmediato, adelantarla de nuevo hasta plantar la cara a unos centímetros de la piedra:
    —Pa pa pa pa pa. ¡Pa!
    Ninguna respuesta. El hombre vuelve a sonreír, se acaricia la barbilla, yergue el torso, se pone en pie, saca del bolsillo un paquete de cigarrillos y enciende uno. Fuma observando la piedra. ¿Cómo tiene que establecer el contacto? ¿Cómo debe comunicarse? Con los dedos dispara el cigarrillo contra un árbol y (como un luchador sobre el contrincante) se abalanza sobre la piedra gritando:
    —¡¡¡PAAA!!!
    La aparente indiferencia del mineral lo enternece. Lo acaricia con las puntas de los dedos. Ahora le habla con voz seductora.
    —Piedra. Hola, piedra. ¿Piedra? Pie dra. P i e d r a. Piedra...
    No deja de acariciarla. Alterna la lentitud con la rapidez. Ora la acaricia suavemente, ora con frenesí.
    —Venga, di: pa.
    La piedra no dice nada. El hombre porfiado le da un beso.
    —Sé que puedes, no sé si escucharme, pero sí entenderme. ¿Me entiendes? ¿Me captas? Sé que puedes decirlo. Sé que puedes decir «pa». Sé que puedes hablar, aunque sólo sea un poco. Sé también que para ti es difícil, porque quizá nunca nadie te ha dicho nada ni te ha pedido que le hablaras y, si uno no está acostumbrado, al principio estas cosas cuestan. De todo eso soy consciente. Por eso soy comprensivo; no te pido nada que no puedas hacer con un poco de esfuerzo. Ahora lo repetiré otra vez. Y enseguida tú lo repetirás conmigo. ¿De acuerdo? Venga, vamos. No es fácil, pero tampoco imposible. Anda, di: pa. Pa. Pa.
    Pone la oreja contra la superficie de la piedra, a ver si los esfuerzos de ésta se traducen aunque sólo sea en un susurro. Pero no: silencio. El silencio más absoluto. El hombre porfiado inspira profundamente y vuelve a la carga. Ofrece a la piedra nuevos argumentos, le explica por qué debe de costarle tanto hablar y cómo tiene que hacer para conseguirlo. Cuando anochece, la coge con las manos y le quita la tierra que le ha quedado adherida a la parte inferior. Se lleva la piedra a casa. La pone sobre la mesa del comedor, se asegura de que esté cómoda. La deja descansar toda la noche. A la mañana siguiente le da los buenos días, la limpia con cuidado bajo el chorro del grifo, con agua tibia: ni demasiado fría ni demasiado caliente. Luego la saca al balcón. Desde el balcón se ve todo el valle, con los dispersos chalets de los veraneantes, una punta del lago y, a lo lejos, las luces de la autopista. Deja la piedra sobre la mesa y se sienta en una silla.
    —Anda, di: pa.
    Tres días más tarde, el hombre porfiado finge mosquearse:
    —Muy bien. No hables si no quieres. ¿Te crees que no advierto tu desprecio tácito? Para transmitir desdén no es preciso decir nada. Lo único que te digo es esto: de mí no se burla nadie.
    El hombre porfiado agarra la piedra con la mano derecha, la aprieta (tanto que la cara acaba por ponérsele roja) y finalmente la tira con fuerza. En el cielo, la piedra describe un arco: por encima del valle, de los chalets y las piscinas de los veraneantes, por encima del hombre que maneja la cortadora de césped, por encima de la carretera en obras, por encima de la autopista bastante vacía de coches, por encima de la zona de desarrollo industrial, por encima del campo de fútbol donde un equipo vestido con camiseta verde y pantalones blancos empata con otro vestido con camiseta amarilla y pantalones azules, por encima de los edificios de la ciudad provinciana; hasta que cae en el centro de una plaza, a los pies de unos turistas alemanes que están fotografiando la catedral con tanta atención que no advierten la caída de la piedra, que choca contra los adoquines y, rompiéndose, deja escapar un sonido seco bastante parecido a «¡pa!».