...blog literario de rubén rojas yedra

jueves, 7 de diciembre de 2006

Ensayo: "Lo penúltimo de vivir en voz alta" (Marías, Millás, Muñoz Molina y Prada)

Trabajo final para Novelística Actual
Licenciatura de Periodismo, URJC

El culto a una persona es prueba de su incapacidad para amarse
Boris IZAGUIRRE, Azul Petróleo, capítulo IV

Algunos lamentan el éxito de la narratología
porque les irrita su tecnicidad sin alma, a veces sin espíritu.
Gérard GENETTE, Nuevo discurso del relato, Prefacio

“My hands are of your colour; but I shame to wear a heart so white”, transcrita por Javier Marías en su Corazón tan blanco como “Mis manos son de tu color; pero me avergüenzo de llevar un corazón tan blanco” pertenece a la obra teatral Macbeth, de William Shakespeare, pero en la versión cinematográfica de Orson Welles. La cita literal, pábulo central de la exégesis de Marías, surge evidentemente de la traducción personal del autor y la interpretación de la misma, personalísima, soporta el concepto elemental de su novela. Pese a las varias posibilidades de traducción, por ser la de Javier Marías la única que encuentra paráfrasis literaria, he designado ese pensamiento motivo primordial del análisis que a continuación acometo.

Delibera prudente Marías que la cita “forma parte de los argumentos dispersos que Lady Macbeth va intercalando para quitarle hierro a lo que su marido acaba de hacer” que no es otra cosa que asesinar al rey Duncan mientras éste dormía. “Ella oye la confesión de ese acto y lo que la hace cómplice no es haberlo instigado (…) ni haber colaborado (…), sino saber de ese acto y de su cumplimiento. Por eso quiere restarle importancia, quizá no tanto para apaciguar al aterrado Macbeth con las manos manchadas de sangre cuanto para minimizar y ahuyentar su propio conocimiento, el de ella misma”. Hacia el final de su circunloquio Marías rechaza los ambages y sentencia: “Es un fingimiento, un falso maridaje suyo con el que mata, porque no se puede matar dos veces”, por lo que le instiga con palabras “a que comparta su irremediable inocencia”.

Así pues, Lady Macbeth afirma simuladamente desear manchar su corazón, asegura querer hacerse cómplice de su marido ante lo que sus palabras o sus actos han provocado. Su marido, con el corazón violentamente manchado, busca inútil bálsamo en quien instigó su conducta, por quien expuso el corazón a cambio de dispersos y (sólo nosotros lo sabemos) fingidos argumentos de conmiseración. Pero, ¿por qué razón le siguen invadiendo tales necesidades de compasión en Lady Macbeth? ¿De dónde surgen?

Examinando Corazón tan blanco desde esta latitud ahora ya conquistada puedo cómodamente observar que desarrolla el sentimiento de la ignorancia deseada, de la necesidad de mantener el corazón blanco ante acciones externas que puedan teñirlo de cualquier otro color. Esa es la información que aparece en la palma de la mano, expuesta al manoseo de su pelaje, al tasado variopinto de la interpretación, pero tras ella, en el reverso, Juan Ranz se transforma en el periscopio a través del cual Javier Marías explora los vericuetos del sentimiento, nada en los fondos del amor, y es ésa precisamente la esencia que impulsará mis disquisiciones.

La rara complicidad en todo amor (llamaré amor a la intimidad que se torna explícita entre dos) sale inexplicablemente despedida de la fricción entre aquel que desequilibra hacia los demás la balanza de sus prioridades y aquel que bascula hacia sí mismo, aquel que se expone admirablemente sin pudor y aquel que instiga, a veces inconscientemente, a un determinado sentimiento. En la mitad de ambos surge una dependencia desnivelada que coexiste displicente mientras todo continúe silencioso, mientras no se intente explicar nada, mientras no se acabe sabiendo lo que no se quiere saber. Esta tensión desnivelada afecta indefectiblemente a todo amor y por eso subsiste una posibilidad (siempre protegido por escudo de la hipótesis) de aventurar lo que siente Javier Marías del amor, describiendo (entendido también como el proceso inverso a escribir) al protagonista de Corazón tan blanco, Juan Ranz.

Sin otorgarse una tarea unívoca, Juan Ranz obligó a Luisa a quererlo tal como en ocasiones se dejó instigar por ella para quererla. El amor, entendido como obligatoriedad o como imposición del contexto social, sobrevuela la novela constantemente: “Todo el mundo obliga a todo el mundo, si no el mundo se detendría, todo permanecería flotando en una vacilación global y continua, indefinidamente”. Es obligado pero no prioritario, por eso Marías acorta las descripciones de los preámbulos, las convierte en sucesiones casi resbaladizas de acontecimientos que fluyen sin el obstáculo de la conciencia de ninguno de ellos, “aceptando, seguramente sin saber si quería, o tal vez sabiéndolo sin para ello tener que pensárselo, es decir, sólo haciéndolo”. Para Ranz, esa complicidad de la que hablaba la traen las palabras, “con la cabeza sobre una almohada”, no una pasión desaforada, no un ardor de corazón que pueda provocar el desplome del desequilibrio hacia el lado imprevisto. En Ranz, esa intimidad (esa complicidad) es lograda consigo mismo, nunca en el amor hacia otra persona. El disfrute en la autoindagación es lo que permite a Ranz atisbar la felicidad. Luisa podría haber sido Blanca o Laura o Chiara o cualquier otra mujer puesto que lo que la hace exclusiva y objeto de la atención de Juan Ranz no es el hecho de ser Luisa y de ser complaciente y leal, sino el hecho de ser mujer y de ser complaciente y leal, a pesar de ser mujer pero no teniendo más remedio que serlo. El aliciente para Javier Marías no se encuentra en la realidad sino en sí mismo. Los demás, como elementos de la realidad, adquieren relevancia por cuanto se convierten en fieles acólitos y alcanzan la cúspide de las parvedades de Marías cuando subliman la fidelidad en su propiedad de acompañantes. Es este desequilibrio ciertamente egoísta y parasitario el que articula su sentir hacia el amor, pudiéndosele personificar como paradigma de corazón blanco que no se avergüenza de su condición. Lady Macbeth, acuciada sin embargo por el abatimiento de su marido, finge avergonzarse de su estado para que la complicidad no se vea ajada por el conocimiento de éste. Por eso le instiga con palabras falsas, para hacerle retroceder en el camino de la decepción y el despecho que les distancia y que ya había empezado a recorrer “con tan enfermo cerebro o tan enfermizamente con su cerebro”. Juan Ranz no tiene que fingir porque a su mujer tristemente casi nunca se le permite conocer.

Dicho esto, establecerse del lado de los corazones blancos puede favorecer la conquista del bienestar, aunque no es más que una de las formas e incluso podría discutirse su palmario beneficio. La posibilidad de acariciar la felicidad desde el lado opuesto también es ciertamente viable y la plasmación del sistema de descripción (como anverso de escribir) de personajes para desembocar en el escritor suele ser regularmente exitosa.

Antonio Muñoz Molina pertenece a ese poco frecuente grupo de sujetos (en este caso escritores) cuyo deleite del amor sobrepasa la admiración por sí mismo, al respetablemente instaurado narcisismo en la literatura. Pareciera, leyéndolo, que su conducta permanece subyugada a la devoción por el Amor (como concepto universal). Mario, protagonista de En ausencia de Blanca, mantiene su sentir tan arraigado en este ámbito que ni las palabras ni las actitudes le hacen regresar por el camino del desencanto que le distancia de su amor. Esa mujer concreta, da igual si es Blanca, como si es Luisa, Laura o Chiara, se convierte, a ojos de Mario, en la representación del sentimiento universal, por lo que, pese a sentirse profundamente fracasado personal y profesionalmente, encuentra su incentivo en el misticismo del amor: “Mario, que por encima de la estabilidad no apreciaba casi nada en la vida, venía dedicando los últimos años a descubrir y admirar las inestabilidades de Blanca y al mismo tiempo a combatirlas o atenuarlas, ofrecerle a ella un espacio de referencias seguras en el que pudiera florecer sin desperdicio ni sufrimiento el esplendor de su alma”. Dar sin pudor, aclama Muñoz Molina, y añadir sobre Blanca (o Luisa o Laura o Chiara) todos esos matices previamente seleccionados y meditados hasta hacerla encajar en un molde ideal para, una vez conseguido, embelesarse con el armónico acabado como si de una obra escultórica se tratase. Este desequilibrio, de nuevo egoísta y parasitario, se complace siendo ajeno a la realidad y valorando positiva e infinitamente su acto: “Con otros hombres, o abandonada a sí misma, Blanca derivaría –de hecho, ya había derivado- hacia un desorden aturdido, doloroso y estéril, a una especie de estupor ante su propio desastre” a pesar de subordinar su vida, su propia realidad, “todo por fingirse quien no era, por estar a la altura de una mujer que no podía quererlo”. Mario permanece embriagado de amor, en insensata ceguera, lo que le anestesia ante posibles eventualidades, obstáculos e incluso la desaparición del esqueleto de su imagen ideal: Blanca. Así, traslada sus sensaciones y sus necesidades, que siempre son suyas y nunca dependen de una dualidad, a otra mujer (llámese Luisa, Laura o Chiara) y persevera en la misma convicción.

Pero permanecer expuesto a la acción de los corazones blancos puede ser demasiado arriesgado. El no ser una conducta habitualmente adoptada impide que pueda argumentarse triunfantemente en la mayoría de los casos. No es mi intención encajar el sentir del amor de Mario con el de su autor, pero si echamos una ojeada metódica a la vida personal de Muñoz Molina quizá descubramos más rasgos de Mario en ella de los que nos suponemos.

Coexiste en la literatura ese otro tipo de naturaleza personificada en Juan José Millás que precisa de estímulos continuos para sentir colmada la tasa de complacencias diaria. Millás entiende la pareja como una estación de tránsito pero sin final (No mires debajo de la cama); la alienación que le invade perturba su sentir del amor y hace desequilibrar su balanza de prioridades hacia sí mismo. Pero Millás tampoco encuentra en sí mismo lo que busca (como sí lo hace Marías) por lo que vive en un continuo aburrimiento que trata de menguar con las excitaciones aparentemente menos apasionantes: “Julio supo que estaba viviendo uno de esos instantes en los que los objetos menos dignos de atención adquieren una relevancia inusitada." (El desorden de tu nombre) Así, sus personajes pueden sustentar su felicidad en la morbosa contemplación de una prostituta asiática masturbándose (Tonto, muerto, bastardo e invisible), de una transmutación casi fantasmal (El desorden de tu nombre) o de la hermana pequeña de su actual pareja (No mires debajo de la cama). Esta pueril urgencia de exaltaciones intensas instala a sus personajes en la enajenación continua (escenario perfecto para el juego de lo real con lo ficticio, aunque ese ya es otro tema): “en torno a los cuarenta años, si la locura no estalla, se llega profesionalmente a la cima, pero se regresa sentimentalmente a la adolescencia”, escribe Millás en El desorden de tu nombre, su primera novela de éxito, publicada en 1986, año en que Millás cumple precisamente esos cuarenta años.

Pero al gozo en la contemplación más que en la experimentación no debe rebajársele la jerarquía por el hecho de que remita a la infancia. Es posible que la infancia sea la transmutación carnal aunque púdica de lo que luego ha de ser impúdico e igualmente carnal: el sexo. Por lo que, si esta divagación es admisible en Juan Manuel de Prada, estamos ante el ejemplo claro del individuo que se deleita ante la mujer, rara avis en su aprendizaje intelectual. Ante ella, Prada responde como el gato que se acerca a su presa desconocedor aún de su malicia: tentando en derredor, alargando su pata y, una vez disipado el peligro instantáneo, manoseando minucioso la cosa. Al contrario de Muñoz Molina, no ha premadurado percepciones, la mujer ha quedado excluida de su comprensión por causas sobre las que no me atrevo a aventurar, por lo que escudriña y palpa curioso el misterioso hallazgo y lo toma como el objeto más preciado del mundo. A pesar de todo, Prada no conoce el protocolo que ha de conllevar tal descubrimiento por lo que suelta su presa y divaga confuso sobre la conveniencia de sus acciones. El lenguaje que emplea, descriptor de Alejandro Ballesteros en La Tempestad, conforma una arquitectura conscientemente compleja, nunca ininteligible pero sí ciertamente hermética, acaso escudo de sus miedos e inseguridades. Se me antoja evidente que Prada no disfruta las escenas en las que se describe el amor y el sexo entre Alejandro y Chiara, porque precisamente al hacerlo explícito se elimina su estado inicial, el de la no conciencia que comporta el fragor de las pasiones en el momento en que se desatan: “Entré en ella con impericia, un poco a trancas y barrancas, pero el deseo actuaba de lazarillo y guiaba mi ceguera; por dentro, su carne era un magma que no permitía el ensimismamiento táctil, ya que no cabía distinguir un tacto huidizo de otro tacto áspero o confiado, una misma calidez membranosa servía para alojarme, una misma opresión mojada me conducía hasta los recintos ocupados por su fiebre”. Exponer una sensación, detallarla con tal escrupulosidad, lacera su transmisión. Conocer supone visitar el reducto mental, operación que corrompe el sentimiento y lo transforma. Sentirlo silenciosamente (solo esbozar sus manifestaciones físicas a nivel escrito) denota autenticidad, describirla impertinentemente interrumpe el proceso, haciendo estallar el estado inicial. Todo esto me lleva a pensar que Prada se expone con impericia al amor, pero su exposición, escasa, torpe e inmadura, no suele recibir compensación, al menos no de una manera efímera, por lo que se retracta sin manchar su corazón y continúa impávidamente con la búsqueda, siempre apremiante y pueril, de motivaciones. Puede que esta entereza sea la clave para no verse con el corazón indeseablemente teñido, quizás, con ella, Macbeth no se hubiera arrugado ante su culpa o nunca hubiera cedido a la artera obstinación de Lady Macbeth, pero lo cierto es que a la hora de comprobar el estado del corazón, la elección del color casi nunca corresponde a sus portadores.

sábado, 17 de junio de 2006

"Yo, Clifford" (incidentes caninos, 4/05)

Todos los días Clifford sale a pasear con su paraguas y entretiene sus mañanas recorriendo su barrio. Vive con su familia en un área periférica de Dublín, alejado de los ruidos y la brusquedad de la gran ciudad. A Clifford le gusta observar el trabajo meticuloso de los vecinos de su barrio y se detiene junto a sus negocios, en la lonja o en la acera de la calle principal a contemplar divertido las inocentes discusiones entre algunos o los grotescos ademanes de violencia de otros desde una localización, en su opinión, privilegiada.

Clifford casi siempre pasa desapercibido, y eso es lo que le gusta de su barrio, pero no así su paraguas, del que no puede decirse lo mismo precisamente. A Clifford le gustaría que nadie molestase a su paraguas y que lo dejaran en paz para así poder disfrutar festivamente de su compañía. Los niños de su edad se ríen de Clifford porque no sabe pasar una sola mañana sin su paraguas. Ningún niño lleva un paraguas a no ser que llueva y eso lo sabe Clifford, pero no comprende por qué no puede llevar un paraguas al mercado o al colegio en cualquier otro día del año sin necesidad de que coincida con un cielo nublado. Estos niños tratan de arrebatarle diariamente el paraguas a Clifford e insisten en sus burlas ante la precaria defensa de Clifford, queriendo que Clifford acuda al colegio solamente con su mochila, tal como hacen todos. Clifford, sin embargo, no necesita una mochila porque sabe que dentro de ninguna mochila cabe su preciado paraguas. 

Los adultos nunca intentar quitar su paraguas a Clifford, pero, de nuevo en su opinión, lo miran mal. A Clifford le parece ver como los adultos murmuran a su paso, pero como habitualmente gusta de pasar desapercibido, Clifford no presta atención a tales cuchicheos y prosigue radiante su recorrido diario. 

En su casa, en el 17 de Oak St., ven corriente esta actitud de Clifford. En su familia, todos tienen un paraguas: su padre, su madre y hasta su hermano mayor. Todos, excepto su abuela. El padre de Clifford trata de explicar a Clifford por qué esto es así. Demasiado vieja, quizás, como para pensar en paraguas. En su infancia nunca tuvo un paraguas y tuvo que habituarse a crecer sin él. Como Clifford no sabe desacostumbrarse del suyo, no comprende muy bien esta actitud de su abuela. Aún así, trata de ser comprensivo y paciente con ella que a veces no controla sus malas palabras hacia Clifford y el resto de la familia, a los que juzga por tener un paraguas propio. La abuela de Clifford, sin embargo, es especialmente cruel con Clifford porque Clifford acostumbra a acompañarse de su paraguas en sus paseos matutinos. El resto de su familia no saca su paraguas de casa, a veces ni cuando llueve, y esto es más del gusto de la abuela de Clifford, que se muestra algo más displicente con ellos. 

Las recomendaciones del padre de Clifford se limitan a los domingos: esos días Clifford no debe completar su itinerario con la visita al centro de reunión de aquellos que prefieren acompañarse de otros objetos en vez de un paraguas y que murmuran al paso de Clifford y cuyos hijos tratan de despojarle de su paraguas. El padre de Clifford no deja que su hijo dude de esos otros objetos ni de su valiosa utilidad como acompañantes como tampoco permite que su hijo sea malintencionado con aquellos que sí parecen serlo con él. Clifford, a su edad, no entiende los razonamientos de su padre pero obedece sin discusión, manteniendo en secreto una cierta curiosidad o morbo inocente por este lugar “prohibido”. 

Así las cosas, la vida de Clifford acontece relativamente serena. Aunque le gustaría que todos llevaran un paraguas como él, entiende que esto no hay razón absoluta para que esto sea así. Cada uno debe elegir, piensa Clifford indulgente, si quiere o no llevar un paraguas. Como Clifford recapacita de tal forma, no sabe por qué los demás niños y los demás adultos no cavilan en el mismo sentido y por qué no respetan su decisión de llevar su paraguas por la calle, insultándole de la misma manera que lo hace su propia abuela. Pese a todo, Clifford intenta ser respetuoso y nunca perder la compostura ante tales provocaciones. 

A Clifford le encanta disfrutar de las mañanas soleadas en su barrio, tan tranquilo y silencioso como cualquier otro barrio periférico de Dublín. Le gusta observar el trajín del mercado y le divierte la cotidiana contemplación de las discusiones airadas entre los vecinos siempre, eso sí, acompañado por su paraguas. 

En la mañana de uno de esos domingos de mes, a Clifford le sorprende una repentina tormenta casi al final de su periódico paseo, y no puede hacer otra cosa que abrir por fin su paraguas para evitar mojarse el pelo, lo que acarrearía un catarro más que asegurado de producirse tal accidente. Allí mismo, delante del centro de reunión, Clifford está detenido con su paraguas ampulosamente abierto, concentrado en pensamientos dubitativos. Su duda estriba en si hace bien plantándose frente a aquel lugar, objeto de las advertencias de su padre, pero satisface al tiempo su curiosidad por las enormes puertas de madera. 

Clifford no sabe cuanto tiempo estuvo así inmóvil. En un momento dado, las puertas ceden al empuje interior y Clifford observa como la gente se sorprende de la lluvia y maldice su falta de previsión meteorológica. Clifford sólo sabe que se asusta cuando muchos de los que de allí salen aprovechan el contorno protector de su paraguas para resguardarse junto a él. A Clifford no le gusta en exceso la idea pero no pone pegas a lo que sucede, tal como le aconseja su padre. Sin embargo, todo comienza a torcerse cuando Clifford ya no es capaz de controlar a todos los que, sin medida ya, se sitúan bajo su paraguas. Clifford se está mojando y su paraguas se rompe por uno de los lados. Ninguno de ellos, pese a ver que el paraguas de Clifford se rompe, ceja en su empeño de mantenerse a resguardo. Así, compiten absurdamente por una mejor posición bajo la tela del paraguas sin reparar en que, sin duda, sus alterados movimientos desguarnecen aún más sus cuerpos cuya suma total jamás encajará en el único paraguas que pretenden poseer. Entre discusiones y aspavientos, que a Clifford no le divierten tanto como los que diariamente suceden en el mercado, los ocupantes empiezan a odiarse silenciosamente, ansiando todo el resto del paraguas, y a odiar aún más a Clifford que aún sostiene atónito y estremecido el mango de su paraguas. Clifford, desacostumbrado a tales actitudes, y empezando a temer por su integridad, abandona resignado su puesto bajo su paraguas y recorre bajo la lluvia el camino de vuelta a casa. 

Cuenta Clifford que lo que más le molestó de aquel día no fue haber perdido su paraguas, ni siquiera llegar a casa con el pelo empapado y tener que mantener tres días de cama por un catarro monstruoso. Cuenta que lo que más le molestó de aquel día fue no haber podido disfrutar de su paseo diario.

"Exaltaciones" (pleno impulso pueril, 3/05)

Sucedió en la planta textil del edificio principal, sección “Oportunidades”, entre abultados cajones desordenadamente apurados por medias de todo a cien y bragas de encaje marrón cuya contemplación, más que provocar irreprimibles pensamientos libidinosos (como así, pienso yo, debiera ser), inducía al desfallecimiento inmediato de cualquier ánima lasciva y hasta, por si fuera poco y para rematar, destemplanza en más de un señor de frágil salud que hubo de ser rápidamente atendido para desasosiego de transeúntes. Ocurrió entre cartones de oferta llamativamente coloreados y azarosamente repartidos por el espacio visible, y aún invisible, luz cenital de gastada fluorescencia, trajín de señoras entradas en años y en carnes, con los brazos en alto, sopesando la caída de futuras compras sobre sus enormes cuerpos, entre improperios lanzados al vacío por inconformidad a ejercer de acompañante, perchas malgastadas y cortinas de probador mal echadas, entre mírame, cómo me queda esto y entre un educado yo lo veo bien y cierto es que me aprieta de aquí con repaso disconforme al espejo. Fue allí, en definitiva, en condiciones frontalmente adversas para la sorpresa y, menos aún, para lo indecoroso, donde vi a esa mujer por primera y única vez.

Antes de proseguir, les diré que a mis ojos se trataba de una mujer, como les acabo de indicar, pero no quisiera establecer esta apreciación personalísima como definitiva para evitar inexactitud en mi narración. Su semblante, su actitud y hasta su proceder me hicieron, y me hacen aún hoy, inclinarme hacia esta sólida conclusión. Sin embargo, en mi recuerdo, cada día más vago e impalpable, su belleza roza lo pueril en su concepción por lo que no debería negarme a reconocer, ante argumentos de peso, que quizás fuese una niña. Apuntado este dato, creo erradicar los motivos de alarma que podrían crecer en todo lector ingenuo o, en el otro extremo, suspicaz, a la hora de atribuirme tentaciones carnales impropias de mi edad. Y es posible que así sea pero, sean cuales sean sus apreciaciones, deban saber que, tras lo que a continuación les narro, mi vida nunca volvió a ser la misma. 

Con la mirada al vacío, absorto en la inconcreción de la espera y el aburrimiento, un fugaz magnetismo sorprendió mi descubierta sensibilidad. Dos pasillos más allá se reunió todo el hipnotismo de la sensualidad femenina para volcar alevosamente su ferocidad sobre mi presencia desatenta. Mis ojos, los primeros en reaccionar, abandonaron sobresaltados la monotonía de tejidos para buscar el origen de aquel impulso seductor, percibiendo vagamente, tras un colgador de abrigos, una grácil figura de mujer, un delicioso cabello rubio, de sutil vuelo y ligera ondulación, y una mirada de tan sugerente contemplación que un simple atisbo se convirtió en un instante grandioso, en el que mi mente repasó histérica hasta el rincón más oculto de su memoria en busca de parámetros en los que circunscribir una belleza tan exquisita y delicada para, tras regresar agotada y sin éxito, sucumbir perdidamente a los encantos silenciosos de la fascinación visual. Absorto, pálido y doliente, como describiría Neruda, fui sujetándome sobre las viejas perchas de la inconsciencia que en torno a mi empezaban a dar vueltas, tratando de acercarme al foco de aquella extraordinaria tentación. Así, progresé torpemente hacia mi ilusión con la exaltación evidente ante un deseo de cercana satisfacción, con la seguridad de merecer su posesión y con la necesidad palmaria de hacerla mía. Tal era mi codiciosa ansiedad, tal mi desatado desvarío, que me precipité absurdamente en mi subconsciente, con el subsiguiente golpe contra el suelo. Mi derrumbamiento, físico y moral, hubo de pasar tan desapercibido a mi alrededor que, al levantarme, entre cajones de bragas y medias, volvía a no quedar ni rastro de aquella sensualidad. Y esto sucedió fielmente así y exactamente hasta aquí, perpetuando mi incredulidad por las bajas pasiones y mi costumbre a fracasar ante la despiadada realidad. Por esta razón, desde aquel día memorable, no dejo de preguntarme si aún hoy sigo siendo un hombre o si por fin puedo considerarme un niño.

"El joven Guillermo" (las manos guardadas, 2/05)

Una tarde como tantas las lámparas se encendían cálidamente en la mansión. Aún no brillaban en blanco: su tenue claridad iba invadiendo mágicamente los colores del lujo —púrpura de un lado, ocre de otro, turquesa por momentos, blanco eterno, equivocando estados, descomponiendo asombrosamente los cuerpos, del sólido al lumínico—. En una efímera impresión el incorpóreo fluido impregnó de serenidad cada rincón de la admirable estancia, pero para cuando el blanco lucía orgulloso el monopolio de la noche —justo cuando los colores dejan de ser auténticos, cuando engañan a los sentidos; justo cuando no permiten adivinar las más secretas pasiones del aire y ni siquiera sus emociones más elementales se dejan traslucir—, justo en ese momento, decía, cuando el blanco sustantivo y el blanco adjetivo convergen diametralmente para suprimir cualquier intento de hallar sinónimo a este color si no es el de perfección, ya no había vuelta atrás. La inquietud ya acompañaba el recorrido de sus Majestades por los pasillos, la impaciencia ya perseguía la carrera de los sirvientes, la habitual tristeza calma ya invadía la fugaz serenidad del joven Guillermo.

Porque no pudo morir de pena, Guillermo aprendió a convivir en una honda desilusión que exteriorizaba como falsa entereza. Demasiado joven como para explicar en palabras las razones que motivaron su profundo desconsuelo, el pequeño príncipe cargaba el peso de su desdicha sobre sí mismo, lo que le acarreaba una existencia lastimosa. Deambulaba tristemente por las amplias estancias, con las manos guardadas, apareciendo allí donde no se le esperaba, lento y silencioso aunque aparentando normalidad. Por eso el rey y la reina apenas repararon en la actitud indolente del heredero, por eso el resto de ocupantes de la fastuosa residencia jamás se imaginaron la trágica noche que les esperaba. 

Una noche que, para los reyes, había de ser tan perfecta como el blanco de sus lámparas. Por ese motivo, arengaban a sus siervos para que cada objeto estuviera en su lugar correcto, exigían a sus mayordomos los mejores movimientos protocolarios, las actitudes anfitrionas más adecuadas, corregían cada gesto de sus súbditos para que nada desentonara en el momento justo. De ellos mismos no se esperaba menos puesto que de ello dependía su grandeza. 

Bien entrada la noche, la fiesta ya estaba en su esplendor. Desde lo alto de la escalera de caracol, en la primera planta, se observaba una ostentosa turba de vestidos que acariciaban ondulantes la amplia alfombra rosada con la frecuencia que marcaba el vals más pomposo que pueda imaginarse. Frente a la orquesta, en el amplio salón iluminado, una tertulia de levitas negras obstaculizaba el paso de los inquietos niños de camino a la mesa de licores y canapés. Los reyes paseaban orgullosos entre sus invitados, saludando con su mejor cortesía. Los criados cuidaban de que a nadie le faltara de nada, y todo, por ahora, estaba en su sitio. 

Hasta entonces nadie había reparado en la ausencia del pequeño príncipe Guillermo (siempre había sido así, pensaba el heredero). Tras una hojeada furtiva a la fiesta, volvió para tumbarse en su alcoba y repasar algunos fragmentos de Las flores del mal. Trató de oler las últimas partículas de serenidad que la tarde expandió suavemente por el noble escenario de su horrible trama, pero la cercanía de su miedo lo había arrastrado ya prácticamente todo. La hipocresía, la mentira y el desengaño eran olores para los que la nariz de Guillermo ya estaba acostumbrada, pero en estos instantes decisivos penetraban tan intensamente hasta su frente que no le dejaban sino expirar odio. Un odio procedente de la herida más dolorosa de su alma, esa que arrebataba la libertad y le privaba de su verdadero amor. Su rencor, pues, irrumpió tan decidido que recuperó de golpe la desdicha de Guillermo y le ayudó a no vacilar en el momento en el que tuvo que empujar la lámpara de aceite sobre la sedosa cortina. Las llamas alcanzaron velozmente el techo de la habitación y el tapiz de las paredes, expulsando un humo negro y demoledor. Cercano a su final, puede que Guillermo lo comprendiera todo, puede que, temeroso, aceptara su obligación como heredero, puede que, apiadado de sí mismo, incluso clamara una última oportunidad para ser feliz. Pero sólo son conjeturas porque, sea como fuere, ni él mismo quiso prestarse demasiada atención y a estas alturas, mientras esperaba, tan solo quiso escuchar su propia voz, trémula, recitando la poesía de Baudelaire: 

El demonio se agita a mi lado sin cesar;
flota a mi alrededor cual aire impalpable;
lo respiro, siento como quema mi pulmón
y lo llena de un deseo eterno y culpable.

"Una actriz (y un final contemporáneo)" (tardes en gris, 10/03)

Ella inventó su vida. Elaboró cuidadosamente su espacio: matizó sentimientos, corrigió necesidades. Creó un mundo para sí misma, azul, acorde a su movimiento, en el que cabían vibración y error, pero no imprevisto, ni sorpresa. Nada repentino o casual. Nada al azar. Invirtió un tercio de su vida en escapar del desierto y de las interferencias, además de en probar modelos que fueran perfeccionando su realidad. Ahora, una realidad densa, salada, ideal. Fruto de los demás y de sí misma. Resultado del desorden y la frivolidad. Consecuencia de la decepción y el equilibrio, del “me da igual” y del “un poco de todo”. El final, todo suyo, para ella, único. Penúltimo y ancho.

Él, último, pensaba en vano. Pensaba. La solución: convencerse o su contraria. Incapaz de imaginar su vida tal como debiese: convenciéndose. Dudaba, de todo, del color. ¿Naranja contemporáneo? Quizás renunciar a sus deseos. Obvio. Se preguntaba por la compatibilidad total, por la perfecta unión de los tonos en un final brillante. Pero no tenía respuesta. Durante el proceso prefería mantenerse al margen en un acto de cobardía imperdonable. No se sabía elegido para terminar una lista. Confiaba en su suerte, en la pintura de trazos gruesos e irremediablemente en las heroínas de sus sueños.

Mucho tiempo después, yo, espectador, tuve la ocasión de contemplar la fantasía, el perfecto equilibrio de colores y debo reconocer que jamás he vuelto a percibir una vibración tan grave. El desengaño se había vuelto plenitud, la pasividad era entonces explosión. La claridad dejó de existir: el domingo dejó de ser para ella y él encontró acomodo casi rozándose con la madrugada del lunes. Las letras encontraron un nuevo rumbo y todo lo anteriormente dividido era progresivamente sustituido por papel, y el papel, inconsciente testigo del deleite de dos. Yo, espectador de excepción, comprobé un final inalcanzable y perfecto. Y admito que deseé empezar de nuevo, desde ellos, solo una vez. Porque, después de todo, el gris no permite corrección, por eso aún hoy sigo envidiando sus dibujos.