...blog literario de rubén rojas yedra

martes, 12 de mayo de 2015

Hector Hugo Munro, "Saki" (1870-1906, BIR)

El trastero



Iban a llevar a los niños, como un regalo especial, a los arenales de Jagborough. Nicholas no iba a estar en la fiesta, estaba castigado. Aquella mañana se había negado a comerse el tan saludable pan con leche, por el motivo aparentemente frívolo de que había una rana en su interior. Personas mayores, mejores y más sabias, le habían dicho que no era posible que hubiera una rana en su pan con leche y que no dijera más tonterías. Sin embargo, siguió diciendo lo que parecían las mayores tonterías y describió, con mucho detalle, la coloración y las marcas de la supuesta rana. Lo dramático del incidente era que realmente había una rana en el cuenco de leche con pan de Nicholas, él mismo la había puesto allí, así que se sentía con derecho a saberlo. El pecado de coger una rana del jardín y ponerla en el saludable cuenco de pan con leche se consideró muy grave, pero el hecho que sobresalía más claramente de todo el asunto, tal y como le pareció a Nicholas, era que las personas mayores, mejores y más sabias, habían demostrado estar completamente equivocadas en asuntos sobre los que habían expresado la mayor seguridad.

—Dijisteis que no era posible que hubiera una rana en mi pan con leche, pero la había —repetía con la insistencia de un técnico en táctica que pretendía no apartarse de un terreno favorable. 

Así que, su primo, su prima y su bastante aburrido hermano menor iban a ir, aquella tarde, a los arenales de Jagborough y él se iba a quedar en casa. La tía de sus primos, que insistía, por una injustificada extensión de la imaginación, en considerarse también tía suya, había organizado rápidamente la expedición a Jagborough para impresionar a Nicholas con los placeres que se iba a perder como castigo por su vergonzosa conducta durante el desayuno. Tenía por costumbre, siempre que alguno de los niños era castigado, improvisar algo de naturaleza festiva de lo que el ofensor quedaba rigurosamente excluido. Si todos los niños pecaban de forma colectiva, se les anunciaba en seguida que había un circo en la ciudad vecina, un circo de fama sin rival e incontables elefantes, al que, si no hubiera sido por su acto depravado, les habrían llevado ese mismo día. 

Cuando llegó el momento de la partida de la expedición, se esperaba que Nicholas derramara algunas lágrimas decorosas. Pero, de hecho, todo el llanto lo produjo su prima porque se había hecho bastante daño arañándose la rodilla con el escalón del carruaje al subir. 

—Cómo aullaba —dijo Nicholas alegremente, ya que la fiesta partió sin el regocijo de los espíritus elevados que debería haberla caracterizado. 

—Pronto se le pasará —dijo la autoproclamada tía—. Va a ser una tarde gloriosa para correr por esos hermosos arenales. ¡Cuánto van a disfrutar! 

—Bobby no disfrutará demasiado ni tampoco correrá demasiado —dijo Nicholas con una sonrisa entre dientes—. Las botas le hacen daño, le van demasiado apretadas. 

—¿Por qué no me ha dicho que le hacen daño? —preguntó la tía ásperamente. 

—Se lo ha dicho dos veces, pero no le escuchaba. A menudo no nos escucha cuando le decimos cosas importantes. 

—No puedes ir al jardín de los groselleros —dijo la tía cambiando de tema. 

—¿Por qué no? —preguntó Nicholas. 

—Porque estás castigado —dijo la tía con arrogancia. 

Nicholas no admitió la perfección del razonamiento, se veía totalmente capaz de estar castigado y en un jardín de los groselleros al mismo tiempo. Su rostro adoptó una expresión de considerable obstinación. A la tía le quedó claro que estaba decidido a ir a ese jardín, tal y como ella se dijo, «Sólo porque le he dicho que no lo haga». 

El jardín de los groselleros tenía dos puertas por las que se podía acceder, y alguien pequeño, como Nicholas, podía adentrarse y desaparecer de vista entre las crecidas plantas de alcachofa, los frambuesos y los arbustos frutales. Aquella tarde, la tía tenía muchas otras cosas que hacer, pero dedicó una o dos horas a tareas triviales de jardinería, entre los lechos de flores y los matorrales, desde donde podía vigilar con un ojo las dos puertas que daban acceso al interior del paraíso prohibido. Era una mujer de pocas ideas pero con un inmenso poder de concentración. 

Nicholas realizó una o dos salidas al jardín delantero, abriéndose camino con una clara y sigilosa determinación hacia una puerta o la otra, pero, de momento, sin poder evadir la mirada atenta de la tía. De hecho, no tenía intención de intentar entrar en el jardín de los groselleros, pero le era muy conveniente hacer que su tía así lo creyera; era un pensamiento que la mantendría en el deber de centinela que se había impuesto durante la mayor parte de la tarde. Una vez confirmadas y reforzadas por completo las sospechas de la tía, Nicholas entró en casa y, rápidamente, llevó a cabo un plan de acción que llevaba tiempo incubando en su pensamiento. Subiéndose de pie sobre una silla de la biblioteca, se podía alcanzar un estante en el que había una llave gruesa y que parecía ser importante. La llave era tan importante como parecía: era el instrumento que guardaba los misterios del trastero, protegidos de cualquier intromisión no autorizada y que sólo abría camino a las tías y a las personas con privilegios semejantes. Nicholas no tenía mucha experiencia en el arte de introducir llaves en cerraduras y de abrir puertas, pero, durante unos días, había practicado con la llave de la puerta del aula del colegio; no confiaba demasiado en la suerte ni en la casualidad. La llave giró con dificultad dentro de la cerradura, pero giró. La puerta se abrió y Nicholas se halló en una tierra desconocida; comparado con ella, el jardín de los groselleros era una satisfacción anticuada, un mero placer material. 

Nicholas había imaginado, una y otra vez, cómo podía ser el trastero, esa región tan cuidadosamente resguardada de los ojos de la juventud y respecto a la cual nunca se respondían preguntas. Estaba a la altura de sus expectativas. 

En primer lugar, era un lugar espacioso y oscuro, ya que su única fuente de luz era una ventana alta que daba al jardín prohibido. En segundo lugar, era un almacén de tesoros inimaginables. La tía por asignación era una de esas personas que piensan que las cosas se estropean por el uso y las confían al polvo y a la humedad para que se conserven. Las partes de la casa mejor conocidas por Nicholas eran más bien vacías y tristes, pero aquí había cosas maravillosas para que la mirada pudiera disfrutarlas. Primero había un pedazo de tapiz con un bastidor que, evidentemente, había sido creado para ser una pantalla de chimenea. Para Nicholas era una historia viva, que todavía respiraba. Se sentó sobre unos tapices indios enrollados que resplandecían con maravillosos colores bajo una capa de polvo y se fijó en todos los detalles de la imagen del tapiz. Un hombre, vestido con su uniforme de caza de algún periodo remoto, acababa de atravesar un ciervo con una flecha; podía no haber sido un tiro difícil porque el animal estaba sólo a uno o dos pasos del hombre; entre la vegetación espesa y creciente que sugería la imagen, no debió de haber sido difícil acercarse sigilosamente a un ciervo que estaba comiendo, y los dos perros moteados que se abalanzaban para unirse a la caza habían sido adiestrados, evidentemente, para mantenerse tras el dueño hasta que se disparase la flecha. Esa parte de la imagen, aunque interesante, era sencilla, pero ¿había visto el cazador lo que había visto Nicholas, aquellos cuatro lobos que se acercaban a él galopando a través del bosque? Debía de haber más de cuatro escondidos tras los árboles y, en cualquier caso, ¿podrían el hombre y sus perros hacer frente a los cuatro lobos si éstos atacaban? Al hombre sólo le quedaban dos flechas en su aljaba y podía fallar con una o con las dos; todo lo que se sabía sobre su técnica de disparo era que podía acertarle a un gran ciervo a una distancia ridículamente corta. Nicholas permaneció sentado durante muchos minutos analizando las posibilidades de la escena. Se inclinaba a pensar que había más de cuatro lobos y que el hombre y sus perros se encontraban en un aprieto. 

Pero había otros objetos asombrosos e interesantes que requirieron su atención al instante: había unos originales y retorcidos candelabros con forma de serpiente, y una tetera de porcelana en forma de pato, por cuyo pico abierto se suponía que salía el té. ¡Qué aburrida y simple parecía la tetera de los niños en comparación con aquélla! Había una caja tallada de madera de sándalo repleta de algodón aromático, y entre las capas de algodón había figuritas de bronce (toros con joroba en el cuello, pavos reales y duendes) que era una delicia verlas y cogerlas. Con apariencia menos prometedora, había un enorme libro cuadrado con la cubierta lisa y negra; Nicholas miró en su interior y, he aquí que estaba llena de dibujos en colores de pájaros. ¡Y vaya pájaros! En el jardín y en los caminos, cuando iba a pasear, Nicholas se encontraba con algunos pájaros de los cuales el más grande era alguna urraca ocasional o alguna paloma torcaz; aquí había garzas, avutardas, milanos, tucanes, avetoros atigrados, pavos silvestres, ibis, faisanes dorados, toda una galería de imágenes de criaturas inimaginables. Y mientras admiraba el colorido del pato mandarín e inventaba la historia de su vida, se oyó la voz de su tía, desde el jardín de los groselleros, que le llamaba a gritos. Su larga desaparición le parecía sospechosa, y había llegado a la conclusión de que había trepado por encima del muro, tras la pantalla protectora de arbustos de lilas; en ese momento estaba enfrascada en una búsqueda enérgica y algo desesperada entre las plantas de las alcachofas y los groselleros. 

—¡Nicholas, Nicholas! —gritó ella—, sal ahora mismo. Es inútil que te escondas ahí; puedo verte. 

Probablemente, fue la primera vez, desde hacia veinte años, que alguien sonreía en aquel trastero. 

Entonces, la enojada repetición del nombre de Nicholas dio paso a un chillido, un grito que pedía que alguien acudiera rápidamente. Nicholas cerró el libro, lo volvió a poner en su lugar cuidadosamente, y sacudió algo de polvo del montón de periódicos vecinos sobre él. Después, salió de la habitación, cerró la puerta y volvió a dejar la llave exactamente donde la había encontrado. Su tía seguía llamándole cuando él se paseaba por el jardín delantero. 

—¿Quién me llama? —preguntó. 

—Yo —se oyó la respuesta desde el otro lado del muro—, ¿no me oías? He estado buscándote por el jardín de los groselleros y he resbalado en la cisterna del agua de lluvia. Afortunadamente no hay agua dentro, pero los bordes resbalan y no puedo salir. Trae la escalerilla que está debajo del cerezo... 

—Me han dicho que no entrara en el jardín de los groselleros —dijo Nicholas al momento. 

—Te dije que no entraras, pero ahora te digo que entres —dijo la voz que salía de la cisterna con impaciencia. 

—Su voz no suena igual que la de mi tía —objetó Nicholas—. Debe de ser el Diablo, que me tienta a la desobediencia. Mi tía me dice a menudo que el Diablo me tienta y que yo siempre cedo. Esta vez no voy a ceder. 

—No digas tonterías —dijo la prisionera de la cisterna—, ve a coger la escalera. 

—¿Habrá mermelada de fresa para el té? —preguntó Nicholas inocentemente. 

—Seguro que sí —dijo la tía, decidiendo en su fuero interno que Nicholas no la probaría. 

—Ahora sé que tú eres el Diablo y no mi tía —gritó Nicholas alegremente—. Cuando ayer le pedimos a la tía mermelada de fresa, nos dijo que no había. Sé que hay cuatro tarros en la despensa, porque los he visto, y, por supuesto, tú sabes, que están allí, pero ella no lo sabe porque dijo que no había. ¡Diablo, tú mismo te has descubierto! 

Había una inusual sensación de placer en poder hablarle a la tía como si se estuviera hablando al Diablo. Pero Nicholas sabía, con discernimiento infantil, que no se debe abusar de tales placeres. Se alejó ruidosamente y fue una doncella de la cocina quien, al ir a buscar perejil, acabó rescatando a la tía de la cisterna. 

Aquella tarde tomaron el té en un terrible silencio. La marea estaba en su punto más alto cuando los niños llegaron a Jagborough Cove, así que no había arena en la que jugar; circunstancia que la tía había pasado por alto con las prisas para organizar la expedición punitiva. Las botas apretadas de Bobby provocaron un efecto desastroso en su comportamiento durante toda la tarde y no se podía decir del todo que los niños hubieran disfrutado. La tía mantenía el silencio gélido de quien ha sufrido un arresto indigno e inmerecido en una cisterna de agua de lluvia durante treinta y cinco minutos. En cuanto a Nicholas, también permanecía en silencio, con la concentración del que tiene mucho en qué pensar. Consideró que era posible que el cazador pudiera escapar con sus perros mientras los lobos se daban un festín con el ciervo herido.


El cerdo

—Hay un camino trasero que lleva al césped —dijo la señora Philidore Stossen a su hija—, a través de un pequeño prado de hierba y un huerto vallado con árboles frutales y lleno de groselleros. El año pasado, cuando la familia se marchó, recorrí todo el lugar. Hay una puerta que lleva del huerto de los frutales a un macizo de arbustos, y cuando salgamos de ahí podremos mezclamos con los invitados como si hubiéramos entrado por el camino habitual. Es mucho más seguro que acceder por la entrada principal y correr el riesgo de topar con la anfitriona, cosa que resultaría bastante embarazosa puesto que no nos ha invitado.

—¿No es tomarse demasiadas molestias para colarse en una fiesta al aire libre?

—Para una fiesta al aire libre, sí; para la fiesta al aire libre de la temporada, ciertamente, no. Todos los que tienen cierta importancia en el condado, salvo nosotras, han sido invitados para conocer a la princesa y sería mucho más complicado inventar explicaciones sobre por qué no estábamos allí que inventarlas por el hecho de haber accedido por un camino indirecto. Ayer detuve a la señora Cuvering por la carretera y le hablé, con mucha intención, sobre la princesa. Si prefiere no darse por aludida y no enviarme una invitación, no es culpa mía, ¿no? Aquí estamos: cruzamos por la hierba y entramos al jardín por aquella pequeña puerta.

La señora Stossen y su hija, debidamente arregladas para una fiesta el aire libre del condado con una infusión de Almanaque de Gotha, navegaron a través del estrecho prado de hierba y el siguiente huerto de groselleros con un aire de grandes barcazas avanzando, de forma no oficial, a lo largo del arroyo truchero. Había una cierta prisa furtiva mezclada con la majestuosidad de su avance, como si unos reflectores hostiles pudieran enfocarlas en cualquier momento; y, de hecho, eran observadas. Matilda Cuvering, con los ojos alerta de sus trece años y la ventaja añadida de una posición elevada en las ramas de un níspero, había disfrutado de una buena vista del movimiento de flanqueo de las Stossen y había previsto, exactamente, dónde se detendrían.

«Se encontrarán con la puerta cerrada y tendrán que volver por el mismo camino que vinieron —se dijo—. Se lo merecen por no haber venido por la entrada adecuada. Qué pena que Tarquin Superbus no esté suelto por el prado. Al fin y al cabo, ya que todos están disfrutando, no veo por qué Tarquin no puede estar libre esta tarde».

Matilda estaba en una edad en la que todo pensamiento es acción; descendió de las ramas del níspero y, cuando volvió a subirlas, Tarquin, el enorme cerdo blanco de Yorkshire, había cambiado lo estrechos límites de su pocilga por la parte más amplia del prado de hierba. La desconcertada expedición de las Stossen, retirándose con recriminaciones, pero ordenadamente, a causa del obstáculo inflexible de la puerta cerrada, tuvo que detenerse de repente ante la puerta que separaba el prado del huerto de groselleros.

—¡Qué animal de aspecto más malvado! —exclamó la señora Stossen—. No estaba ahí cuando entramos.

—Pero ahora está ahí —dijo su hija—. ¿Qué demonios vamos a hacer? Ojalá no hubiéramos venido.

El cerdo se había acercado a la puerta para una inspección más cercana de los intrusos humanos y se quedó masticando con sus mandíbulas y parpadeando con sus pequeños ojos rojos de una manera que, sin duda, era para desconcertar, y, con respecto a las Stossen, consiguió totalmente ese resultado.

—¡Fuera! ¡Chist! ¡Chist! ¡Fuera! —gritaron las damas a coro.

—Si piensan que lo van a echar recitando las listas de los reyes de Israel y Judea se van a decepcionar —comentó Matilda desde su asiento en el níspero.

Como hizo la observación en voz alta, la señora Stossen se dio cuenta, por primera vez, de su presencia. Uno o dos minutos antes no se habría sentido complacida de descubrir que el huerto no estaba tan desierto como parecía, pero en aquel momento celebró la presencia en la escena de la niña con enorme alivio.

—Pequeña, ¿puedes buscar a alguien que se lleve...? —comenzó esperanzadamente.

—Comment? Comprends pas —fue la respuesta.

—Oh, ¿eres francesa? Étes vous française?

—Pas de tous. Suis anglaise.

—Entonces, ¿por qué no hablas inglés? Quiero saber si...

—Permettez-moi expliquer. Verá, estoy bastante desacreditada —dijo Matilda—. Me alojo con mi tía y me dijeron que hoy tenía que comportarme particularmente bien porque iba a venir mucha gente para la fiesta al aire libre, y me dijeron que imitara a Claude, mi primo pequeño, que nunca hace nada mal, excepto por accidente, y después siempre se disculpa por ello. Parece que pensaron que comí demasiado bizcocho de frambuesa en el almuerzo y dijeron que Claude nunca come demasiado bizcocho de frambuesa. Bueno, él siempre duerme media hora después del almuerzo, porque se lo dicen, y yo esperé a que se durmiera y le até las manos y empecé a darle una alimentación forzosa con un recipiente lleno de bizcocho de frambuesa que guardaban para la fiesta al aire libre. Gran parte del bizcocho cayó sobre su traje de marinero y otra sobre la cama, pero una buena cantidad bajó por la garganta de Claude, y no podrán volver a decir que nunca ha comido demasiado bizcocho de frambuesa. Ésa es la razón por la que no me dejan asistir a la fiesta, y, como castigo adicional, debo hablar toda la tarde en francés. Le he explicado todo en inglés porque hay palabras, como «alimentación forzosa», que no sé cuál es su correspondiente en francés. Naturalmente, podría habérmelas inventado, pero si hubiera dicho nourriture obligatoire usted no habría tenido la más mínima idea de lo que estaba hablando. Mais maintenant, nous parlons français.

—Oh, muy bien, trés bien —dijo la señora Stossen, reacia; en momentos de agitación, el francés que ella sabía no lo dominaba muy bien—. Lá, á 1 áutre cóté de la porte, est un cochon...

—Un cochon? Ah, le petit charmant! —exclamó Matilda con entusiasmo.

—Mais non, pas du tout petit, et pas du tout charmant, un bóte féroce...

—Une bóte —corrigió Matilda—. Un cerdo es masculino cuando le llamas cerdo, pero si pierdes los nervios y le llamas bestia feroz se convierte en seguida en una de nosotras. El francés es una lengua terrible para los sexos.

—Por el amor de Dios, hablemos pues en inglés —dijo la señora Stossen—. ¿Hay alguna manera de salir de este jardín que no sea por el prado en el que se encuentra el cerdo?

—Yo siempre salto por encima del muro, por el ciruelo —dijo Matilda.

—Tal y como vamos vestidas difícilmente podríamos hacerlo —dijo la señora Stossen; era difícil imaginársela haciéndolo con cualquier vestido.

—¿Crees que podrías ir a buscar a alguien para que se lleve al cerdo de aquí? —preguntó la señorita Stossen.

—Le he prometido a mi tía que me quedaría aquí hasta las cinco; todavía no son las cuatro.

—Estoy segura que bajo estas circunstancias tu tía permitiría...

—Mi conciencia no lo permitiría —dijo Matilda con fría dignidad.

—No podemos quedarnos aquí hasta las cinco —exclamó la señora Stossen con una creciente exasperación.

—¿Les recito algo para que el tiempo pase más rápido? —preguntó Matilda atentamente—. «Belinda, la pequeña trabajadora» es considerada como una de mis mejores piezas, o quizá debería ser algo en francés. La orden de Enrique IV a sus soldados es lo único que realmente sé en esta lengua.

—Si vas a buscar a alguien que se lleve a este animal, te daré algo para que te compres un bonito regalo —dijo la señora Stossen.

Matilda descendió del níspero varios centímetros.

—Ésa es la sugerencia más práctica que ha hecho para salir del huerto —comentó alegremente—. Claude y yo estamos recolectando dinero para el Fondo Para los Niños al Aire Libre, y hemos hecho apuestas sobre quién de nosotros recaudará la mayor suma.

—Me alegrará contribuir con media corona, me alegrará mucho —dijo la señora Stossen sacando la moneda de las profundidades de un receptáculo que formaba parte inseparable de su indumentaria.

—En estos momentos Claude me supera por mucho —siguió Matilda, sin darse cuenta de la oferta sugerida—. Ya ve, sólo tiene once años y tiene el pelo dorado, y ésas son unas enormes ventajas cuando te dedicas a recolectar dinero. Sólo el otro día una dama rusa le dio diez chelines. Los rusos entienden mucho mejor que nosotros el arte de dar. Espero que Claude consiga esta tarde unos veinticinco chelines; tiene todo el campo para él y, después de su experiencia con el bizcocho de frambuesa, podrá interpretar a la perfección el papel de niño pálido, frágil y al que ya no le queda mucho tiempo en este mundo. Sí, ahora ya me superará por unas dos libras.

Después de muchas investigaciones, búsquedas y murmullos de lamento, las damas cercadas consiguieron reunir setenta y seis peniques.

—Me temo que esto es todo lo que tenemos —dijo la señora Stossen.

Matilda no mostró ninguna señal de bajar al suelo o acercarse a ellas.

—No podría violentar mi conciencia por menos de diez chelines —dijo inflexiblemente.

Madre e hija murmuraron ciertos comentarios de entre los que sobresalía la palabra «bestia», que probablemente no se refería a Turquin.

—Creo que tengo otra media corona —dijo la señora Stossen con voz agitada—. Aquí la tienes. Ahora, por favor, ve rápido a buscar a alguien.

Matilda descendió del árbol, tomó posesión del donativo y procedió a recoger del suelo un puñado de nísperos muy maduros. Después, saltó por encima de la puerta y se dirigió, afectuosamente, hacia el cerdo.

—Vamos, Tarquin, viejo amigo, sabes que no puedes resistirte a los nísperos cuando están podridos y blanditos.

Tarquin no pudo resistirse. A fuerza de echarle la fruta delante de él a sensatos intervalos, Matilda lo atrajo de vuelta a su pocilga, mientras que las cautivas liberadas cruzaban apresuradamente el prado.

—¡Bueno, nunca más! ¡La pequeña lagarta! —exclamó la señora Stossen cuando estaba a salvo en la carretera principal—. ¡El animal no era salvaje en absoluto y, en cuanto a los diez chelines, no creo que el Fondo Para los Niños al Aire Libre vea un penique de ellos!



Fue injustificablemente dura en su juicio. Si se examina el libro del Fondo, se encontrará este reconocimiento: «Recolectado por la señorita Matilda Cuvering, dos chelines y seis peniques».


El día del santo

Dice el proverbio que las aventuras son para los aventureros. Muy a menudo, sin embargo, les acaecen a los que no lo son, a los retraídos, a los tímidos por constitución. La naturaleza había dotado a John James Abbleway con ese tipo de disposición que evita instintivamente las intrigas carlistas, las cruzadas en los barrios bajos, el rastreo de los animales salvajes heridos y la propuesta de enmiendas hostiles en las reuniones políticas. Si se hubieran interpuesto en su camino un perro furioso o un mullah loco, les habría cedido el paso sin vacilar. En el colegio había adquirido de mala gana un conocimiento total de la lengua alemana por deferencia a los deseos, claramente expresados, de un maestro en lenguas extranjeras, que aunque enseñaba materias modernas, empleaba métodos anticuados al dar sus lecciones. Se vio forzado así a familiarizarse con una importante lengua comercial que posteriormente condujo a Abbleway a tierras extranjeras, en las que resultaba menos sencillo protegerse de las aventuras que en la atmósfera de orden de una ciudad rural inglesa. A la empresa para la que trabajaba le pareció conveniente enviarle un día en una prosaica misión de negocios hasta la lejana ciudad de Viena; y una vez que llegó allí, allí le mantuvo, atareado en prosaicos asuntos comerciales, pero con la posibilidad del romance y la aventura, o también del infortunio, al alcance de la mano. Sin embargo, tras dos años y medio de exilio, John James Abbleway sólo se había embarcado en una empresa azarosa, pero de una naturaleza tal que seguramente le habría abordado antes o después aunque hubiera llevado una vida tranquila y resguardada en Dorking o Huntingdon. Se enamoró plácidamente de una encantadora y plácida joven inglesa, hermana de uno de sus colegas comerciales, que ampliaba sus horizontes mentales con un breve recorrido por el extranjero, y a su debido tiempo fue aceptado formalmente como el hombre con el que ella estaba comprometida. El siguiente paso, por el que ella se convertiría en la señora de John Abbleway, tenía que producirse doce meses más tarde en una ciudad de la región central de Inglaterra, pues para esa fecha la empresa que empleaba a John James ya no necesitaría de su presencia en la capital austríaca. 

A principios de abril, dos meses más tarde de que Abbleway hubiera sido consagrado como el joven con el que estaba comprometida la señorita Penning, recibió una carta que ella le había escrito desde Venecia. Proseguía su peregrinación bajo el patrocinio del hermano y, como los negocios de este último le llevarían a pasar uno o dos días en Fiume, se le había ocurrido que sería bastante divertido si John podía obtener un permiso y acudía a la costa del Adriático para reunirse con ellos. Había buscado el camino en el mapa y el viaje no parecía caro. Entre líneas, su comunicación incluía la sugerencia de que si ella le importaba realmente...

Abbleway obtuvo el permiso y añadió a las aventuras de su vida un viaje a Fiume. Salió de Viena en un día frío y triste. Las floristerías estaban llenas de ramilletes y los semanarios de humor ilustrado repletos de temas primaverales, pero los cielos se encontraban cubiertos de nubes que parecían un tejido de algodón que hubieran mantenido demasiado tiempo en un escaparate.

—Va a nevar —informó el jefe de tren a los ferroviarios de la estación; y éstos aceptaron que iba a nevar. 

Y nevó, enseguida y abundantemente. No llevaba el tren todavía una hora de recorrido cuando las nubes de algodón empezaron a disolverse en un intenso chaparrón de copos de nieve. Los bosques de ambos lados de la vía se cubrieron rápidamente de un espeso manto blanco, los cables del telégrafo se convirtieron en cuerdas relucientes, la propia vía se encontraba cada vez más enterrada bajo una alfombra de nieve a través de la cual la máquina, no demasiado potente, se abría camino con creciente dificultad. La línea Viena-Fiume no es la que está mejor equipada de los ferrocarriles estatales austríacos, por lo que Abbleway empezó a temer seriamente que se produjera una avería. La velocidad del tren se había reducido a una precaria y dolorosa acción de arrastrarse hasta que se detuvo en un lugar en el que la nieve se había acumulado formando una terrible barrera. Haciendo un esfuerzo especial, la máquina atravesó la obstrucción, pero al cabo de veinte minutos se había vuelto a detener. Se repitió el proceso de ruptura y el tren reanudó tenazmente su camino, encontrando y superando nuevos obstáculos a intervalos frecuentes. Tras una parada de duración inusualmente prolongada ante un montón de nieve especialmente alto, el compartimento en el que estaba sentado Abbleway sufrió una gran sacudida y un bandazo tras los que pareció quedarse inmóvil; era indudable que no se movía, pero Abbleway podía escuchar el jadeo de la máquina y el lento traqueteo de las ruedas. El jadeo y el traqueteo se fueron haciendo más débiles, como si estuvieran desapareciendo en la distancia. En ese momento Abbleway lanzó una exclamación de escandalizada alarma, abrió la ventana y contempló la tormenta de nieve. Los copos le caían sobre las pestañas emborronándole la visión, pero lo que vio fue suficiente para entender lo que había sucedido. La máquina había hecho un poderoso esfuerzo a través del montón de nieve y lo había cruzado alegremente aliviándose de la carga del vagón trasero, cuyo enganche había saltado bajo la tensión.

Abbleway estaba solo, o casi solo, en un vagón de ferrocarril abandonado en el corazón de algún bosque estirio o croata. Recordó haber visto en el compartimento de tercera clase adjunto al suyo a una campesina que había subido al tren en un pequeño apeadero.

—Con la excepción de esa mujer, los seres vivos más cercanos serán probablemente los lobos de una manada —exclamó dramáticamente para sí mismo.

Antes de dirigirse al compartimento de tercera clase para dar a conocer a su compañera de viaje el alcance del desastre, Abbleway meditó presurosamente la cuestión de la nacionalidad de la mujer. Durante su residencia en Viena había adquirido algunos conocimientos superficiales de las lenguas eslavas que le hacían sentirse competente para enfrentarse a diversas posibilidades raciales.

—Si es croata, serbia o bosnia podré hacerme entender —se prometió a sí mismo—. Pero si es magiar, ¡que el cielo me ayude! Tendremos que conversar por signos.

Entró en el compartimento y realizó su anuncio trascendental con lo más cercano a la lengua croata que fue capaz de lograr. 

—¡El tren se ha soltado y nos ha abandonado!

La mujer sacudió la cabeza con un movimiento que podría haber intentado transmitir su resignación ante la voluntad de los cielos, pero que probablemente significaba que no había entendido nada. Abbleway repitió la información con variaciones de lenguas eslavas y generosas exhibiciones de pantomima.

—Ah —exclamó finalmente la mujer en un dialecto alemán—. ¿Se ha ido el tren? Nos hemos quedado aquí. Es eso. Parecía tan interesada como si Abbleway le hubiera comentado el resultado de las elecciones municipales en Ámsterdam.

—Se darán cuenta en alguna estación, y cuando la vía esté limpia de nieve enviarán una máquina. Sucede algunas veces. 

—¡Es posible que pasemos aquí toda la noche! —exclamó Abbleway.

La mujer parecía considerarlo posible.

—¿Hay lobos por aquí? —preguntó enseguida Abbleway.

—Muchos —contestó la mujer—. En las afueras de este bosque fue devorada mi tía hace tres años, cuando volvía a casa desde el mercado. También se comieron el caballo y un cerdito que iba en la carreta. El caballo era muy viejo, pero el cerdito era muy hermoso; y tan gordo. Lloré cuando me enteré de lo que había sucedido. No dejaron nada.

—Pueden atacarnos aquí —dijo Abbleway tembloroso—. Podrían entrar fácilmente, pues estos vagones parecen hechos de astillas. Podrían comernos a los dos.

—A usted, quizás; pero no a mí —contestó tranquilamente la mujer. 

—¿Y por qué a usted no? —preguntó Abbleway.

—Hoy es el día de Santa María Kleofa, mi onomástica. Ella no dejará que me coman los lobos en su día. No es posible ni pensar tal cosa. A usted, sí, pero no a mí.

Abbleway cambió de tema.

—Sólo estamos a primera hora de la tarde; si nos quedamos aquí hasta mañana pasaremos hambre.

—Tengo algunos buenos comestibles —respondió tranquilamente la mujer—. Siendo mi día de fiesta, es lógico que los lleve conmigo. Cinco buenas salchichas; en las tiendas de la ciudad costarían veinticinco centavos cada una. Las cosas son muy caras en las tiendas de la ciudad.

—Le compro dos a cincuenta centavos cada una —exclamó con cierto entusiasmo Abbleway.

—En caso de un accidente de ferrocarril, las cosas se ponen carísimas —contestó la mujer—. Estas salchichas valen cuatro coronas la pieza.

—¡Cuatro coronas! —exclamó Abbleway—. ¡Cuatro coronas por una salchicha!

—No las encontrará más baratas en este tren —replicó la mujer con una lógica implacable—, porque no las hay. En Agram puede comprarlas más baratas, y en el Paraíso sin duda nos las darán gratis, pero aquí cuestan cuatro coronas la pieza. Tengo un trozo pequeño de queso Emmental, una tarta de miel y un pedazo de pan. Eso serán otras tres coronas, once en total. También tengo un poco de jamón, pero no puedo pasárselo en el día de mi onomástica.

Abbleway se preguntó por el precio al que habría puesto el jamón y se apresuró a pagar las once coronas antes de que la tarifa de emergencia se convirtiera en un precio de hambre. Cuando estaba tomando posesión de su modesta parte de comestibles, oyó de pronto un ruido que hizo latir su corazón con miedo enfebrecido. Se oía arañar y arrastrarse a uno o varios animales que trataban de subir al estribo. Un momento después, a través de la ventanilla cubierta de nieve del compartimento, vio una delgada cabeza de orejas puntiagudas, mandíbula abierta, lengua colgante y dientes relucientes; un segundo más tarde apareció otra.

—Los hay a cientos —susurró Abbleway—; nos han olido. Despedazarán el vagón. Seremos devorados. 

—Yo no, en el día de mi onomástica. La Santa María Kleofa no lo permitiría —comentó la mujer con una calma irritante. 

Las cabezas desaparecieron de la ventanilla y un silencio misterioso se adueñó del vagón asediado. Abbleway no era capaz de hablar ni de moverse. Quizás los animales no hubieran visto u olfateado claramente a los ocupantes humanos y se hubieran alejado dirigiéndose hacia otra misión de rapiña.

Los largos minutos de tortura pasaban lentamente. 

—Se está poniendo frío —dijo de pronto la mujer dirigiéndose hacia el otro extremo del vagón, por donde habían aparecido las cabezas—. La calefacción ya no funciona. Mire, al otro lado de aquellos árboles hay una chimenea de la que sale humo. No está lejos y casi ha dejado de nevar. Encontraré a través del bosque un camino hasta la casa de la chimenea.

—¡Pero los lobos! —exclamó Abbleway—. Pueden...

—No en el día de mi onomástica —repitió con obstinación la mujer, que antes de que él hubiera podido detenerla había abierto la puerta y bajado a la nieve. Enseguida él ocultó el rostro entre las manos: surgieron del bosque dos figuras delgadas que se precipitaron hacia ella. Sin duda se lo había ganado, pero Abbleway no deseaba ver cómo un ser humano era desgarrado y devorado delante de sus ojos.

Cuando miró por fin, se apoderó de él una nueva sensación de asombro y escándalo. Había sido educado rígidamente en una pequeña ciudad inglesa y no estaba preparado para presenciar un milagro. Lo peor que le hacían los lobos a la mujer era empaparla de nieve por las carreras y saltos que daban a su alrededor.

Un ladrido breve y de alegría aclaró la situación.

—¿Son... perros? —gritó débilmente.

—Sí, los perros de mi primo Karl. Ésa es su posada, al otro lado de los árboles. Sabía que estaba allí, pero no quería llevarle porque es muy codicioso con los desconocidos. Pero estaba haciendo demasiado frío para quedarme en el tren. ¡Ah, mire lo que viene ahí!

Sonó un silbato y apareció una máquina de socorro que se abría camino dificultosamente por entre la nieve. Abbleway no tuvo oportunidad de descubrir si Karl era realmente codicioso.