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jueves, 25 de marzo de 2021

Marcelo Birmajer (1966, Buenos Aires, ARG)

En la isla
Historias de hombres casados, 1999

Había pensado muchas veces en qué hacer si aparecía otro hombre en la isla.

Desde el naufragio, hacía ya dos años, no habían encontrado más señales de vida que las de ellos mismos. Remigio y Adriana, marido y mujer al momento en que el barco se hundió, habían logrado sobrevivir contra las intemperancias naturales de la isla y sin el cobijo de la comunidad humana. Solos en la isla desierta, hacían su vida.

Les había bastado una profunda cavidad en una masa de piedra, que contenía el agua de lluvia; la inagotable cantidad de frutos, entre ellos cocos, repletos de líquido, y un perdido rebaño de cabras que supieron cuidar.

El techo de la choza presentaba algunas dificultades: las únicas ramas halladas que impedían el paso del agua se pudrían luego de cinco o seis lluvias. Si bien no chorreaban, heroicamente impermeables, soltaban un desagradable olor a humedad que enturbiaba el aire de la cabaña. Las ramas crecían en un islote al que se llegaba atravesando en balsa el brazo de mar que lo separaba de la isla.

El elemento humano, sin embargo, se limitaba a ellos dos. Ni una huella, ni un vestigio, ni un sonido, ni un olor de otra persona. Tampoco habían divisado barcos en las cercanías o contra el horizonte. Estaban solos, tan solos como un hombre y una mujer unidos en matrimonio pueden estarlo el uno con el otro.

La vida lejos de la sociedad había desatado en ellos fantasías, y en la intimidad imaginaban qué hubiese ocurrido de haber estado habitada la isla por una tribu de hombres y mujeres semidesnudos, cobrizos, de generosas costumbres sexuales, algo infantiles y amigables con los extraños. Pero, precisamente, sus fantasías se basaban en gente que no existía. Remigio había pensado, mucho menos alegremente, en la posibilidad real de que un tercero apareciera en la isla. Cuando viajaba solo al islote —la travesía le llevaba dos horas y media o tres— construía con tenacidad de inventor, en su magín, la situación remota pero temida.

No lo preocupaba si se trataba de una mujer. Si una nueva mujer aparecía en la isla, pues, ignoraba cuál sería su actitud. Mayormente sería problema de Adriana. ¿Qué hacer con una nueva huésped en el desierto?

Lo ignoraba.

La posibilidad, en cambio, de que los aparecidos fueran un hombre y una mujer, intranquilizaba a Remigio. No lograba concertar qué tipo de convivencia establecerían con la nueva pareja, y se le hacía muy claro su principal temor: que el hombre pusiera sus ojos en Adriana.

Cuatro personas en una isla desierta es demasiada y muy poca gente. Con una pareja en frente, podían permitirse el aburrimiento. El continuo agradecimiento a Dios por haberles permitido tenerse el uno al otro —aunque no habían tenido hijos— en aquella isla desierta, podía transformarse en una súplica al diablo para que les permitiera probar algo nuevo.

¿Y si el hombre de la otra pareja dejaba preñada una y otra vez a su mujer, y Adriana le pedía a Remigio que le permitiera intentarlo? ¿Y si Adriana, lejos de las leyes de los hombres, sugería a Remigio, por puro placer y curiosidad, la reunión prohibida con los otros? Remigio no tenía dudas de que ése sería su propio deseo, pero no soportaría escucharlo sugerido por su esposa.

De modo que la aparición de otra pareja lo desconcertaba. La aparición de un solo hombre, finalmente, le merecía ya una reflexión breve y una decisión firme: lo mataría. Si a las costas de la isla el mar traía un hombre solo, Remigio lo mataría arrojándole una roca a la cabeza. No tenía dudas al respecto. Lo había meditado detenidamente en uno y otro viaje al islote, y arribado a la conclusión, en una y otra orilla. El hombre no podría dejar de poner sus ojos en Adriana. Definitivamente, era imposible. ¿Qué podría hacer un hombre solo en la isla junto a ellos, si no intentar, con el tiempo, arrebatarle su lugar, e incluso intentar matarlo? Lo justo era matarlo sin darle posibilidad siquiera de hablar. Como si se tratara de una bestia salvaje que pusiera en peligro sus vidas.

Sabía que Adriana estaría mudamente de acuerdo.

No habría testigos ni jueces. Y Dios comprendería.

Cuando regresaba del islote amarraba la balsa en un árbol y debía atravesar unos dos kilómetros hasta llegar a la choza. En el camino, cruzaba por el estanque de agua de lluvia y subía y bajaba un pequeño acantilado, donde encontraba grandes pedazos de roca. Cualquiera de esas piedras, pensaba cuando pasaba junto a ellas, podía servir para la tarea. Bastaría con atar fuertemente una de ellas a un palo, y acercarse al hombre con el hacha entre las manos, tras la espalda. O simplemente aguardar a que durmiera, puesto que arribaría a la isla tan agotado como ellos en su llegada, y dormiría el dichoso sueño del náufrago que ha hallado tierra. Entonces, con piedad, Remigio dejaría caer la más grande de las rocas sobre la cabeza del durmiente. Moriría sin saberlo. Seguiría soñando eternamente, feliz de haber hallado tierra.

Parado en el acantilado, desde donde se veía la choza, Remigio comenzaba a reencontrarse con su realidad, con su esposa. Deshacía las escenas de humo que había fraguado en su mente, y recobraba el humo real, el de la hoguera de Adriana esperándolo con alguna sabrosa comida, que se veía desde allí. Mirar a Adriana y a la choza desde el acantilado, cuando aún faltaba una buena caminata, lo reconciliaba con su destino y alejaba los temores.

Pero esa mañana, al llegar al acantilado, cargado de ramas nuevas, vio pasar justo debajo de él un hombre blanco: se dirigía sin dudar hacia la hoguera que humeaba junto a la choza.

Remigio tomó entre sus manos la roca que tantas veces había evaluado, y que lo aguardaba quieta día tras día. Pesada como para matar a un hombre al impactar en su cabeza, no tan pesada como para no poder alzarla y dejarla caer con efectiva puntería. La altura del acantilado era perfecta; la posición, inmejorable, y la cabeza del hombre pasó por el preciso punto sobre el cual caería la roca en línea recta. Bastaba con soltarla para hacer del intruso un cadáver y alejar, paradójicamente, el fantasma. Pero Remigio no la soltó. No pudo soltarla.

«Lo mataré mientras duerma», se dijo. Y sabía que lo haría.

Se disculpó diciéndose que no era fácil matar y que sin duda sería más sencillo teniendo a su disposición el cuerpo del hombre dormido. No tan inquieto por su indecisión, le siguió el rastro cautelosamente.

Para llegar a la choza, se extendía un prolijo camino de arena, en parte natural y, en las cercanías, adornado por Remigio y Adriana con rocas a los costados. Junto al camino natural y al construido, se alzaba una exuberante vegetación. Un tinglado verde de árboles y plantas gruesas y sudorosas, que subía como un telón inextricable hasta pocos metros del mar.

Remigio caminó por entre ese laberinto, rodeado por ruidos desconocidos y picado por todo tipo de insectos, persiguiendo oculto al hombre.

El sujeto no parecía agotado, marchaba completamente desnudo y con cierta tranquilidad. Aunque fieramente quemado por el sol, no cabían dudas de que se trataba de un hombre blanco. Llevaba barba de días y el pelo largo y sucio.

Un estremecimiento recorrió a Remigio y se encontró orinando involuntariamente contra el tronco delgado de un árbol: el hombre estaba a pasos de la cabaña. Ahora sólo bastaba recibirlo como un huésped, permitirle dormir y matarlo.

Lo que vio, sin embargo, modificó para siempre sus expectativas: Adriana salió a recibirlo, echó dos vistazos furtivos a uno y otro lado, le hizo una caricia obscena, lo llamó por su nombre; lo besó larga y dulcemente.


El oyente
Se me hace cuento, 2014

Yo regresaba de Tucumán, en avión, y mi compañero de asiento parecía alterado. Era un hombre de unos sesenta años, lo suficientemente grueso como para incomodarnos en cada movimiento.

Ya veíamos el Aeroparque, pero el avión no iniciaba las maniobras de descenso.

Una voz femenina anunció por los altoparlantes que había una medida de fuerza en el Aeroparque y que el avión daría vueltas hasta que lo autorizaran a aterrizar. Divisé la cancha de River. Mi compañero de asiento comenzó a sudar copiosamente.

—No pasa nada, le dije, aunque yo no estaba menos preocupado. No me gusta permanecer en el aire más de lo estrictamente necesario. Suficiente incertidumbre hay en tierra.

Dimos varias vueltas más, como si nos hubiera secuestrado un paseador de perros, y finalmente iniciamos el descenso.

—Gracias a Dios —suspiró mi compañero de asiento—. ¿Usted es escritor, no es cierto?

Asentí.

—Hay una historia que nunca le conté a nadie. Imagine si se hubiera caído el avión…

Quise advertirle que todavía no habíamos aterrizado, pero… ¿por qué interrumpir su falso alivio? Mi compañero de asiento también justificó contarme su historia como recompensa por haberlo acompañado en su momento de zozobra. Su historia despegó antes de que las ruedas del avión tocaran el suelo, continuó durante el carreteo y terminó junto a las cintas distribuidoras de equipaje.

—Vivíamos en Caballito… todavía estaba casado. Eliana cumplía 40 años; yo 45. Tenemos un solo hijo; entonces estudiaba Agronomía en La Plata. Ahora es guardaparques en Estados Unidos. Es mi gran orgullo. Mi único orgullo. Eliana y yo éramos un matrimonio convencional. Bueno, quizá compartíamos una rareza: éramos felices. Pero convencionales en el sentido de que nuestros gustos eran simples. Un buen sándwich de miga, una buena película de acción en la tele, un buen mate, viajar con las ventanas bajas. Y, claro, el amor. El tiempo juntos y la cama. Nada del otro mundo, eh.

Me sonrojé. Mi compañero de asiento lo notó, sonrió, y continuó su relato.

—Pero la pasábamos bien. Es curioso, porque en ese asunto está todo inventado, es siempre lo mismo, pero uno nunca se aburre. Quiero decir, si se va a aburrir, se aburre con cualquier variante. Y si no se va a aburrir, no se aburre aunque sea siempre igual. Un viernes por la tarde me detuvo un vecino. Era un hombre al que yo había visto muy pocas veces en el edificio. Pelado, blanco como coco rallado. En el pasillo no había nadie. Me saludó con un gesto, como si usara sombrero, y me dijo: «Ayer lo escuché… con su mujer. Lo pasan bien». No supe qué contestarle. ¿Le tenía que pegar, pedirle disculpas, seguir de largo sin responder? Era evidente a lo que se estaba refiriendo; por su tono, sus expresiones… no había dudas. Quise tomar el ascensor, vivíamos en el octavo piso, pero de algún modo me lo impidió, sin coerción. «Se la hago corta —declaró—. Yo no vivo en Capital. Uso este departamento solamente los jueves por la tarde y la noche. Los viernes a veces paso, pero nunca duermo. Me encantó. La ternura de su esposa y usted, me encantó. Esas cosas ya no se escuchan en este mundo podrido. Háganlo todos los jueves… hablen fuerte. Yo pago».

Mientras mi ex compañero de asiento seguía narrando, involuntariamente dejé pasar mi valija en la cinta; nunca me la habían perdido en un vuelto de cabotaje, pero quizás inaugurara el percance por culpa de mi curiosidad.

—Sacó un fajo de dólares del bolsillo y me los puso en la palma de la mano —explicó mi ex compañero de asiento—. Acá debería aclararle que mantener a mi hijo en La Plata no era gratis y él sólo no se mantenía. ¿Usted devuelve un fajo de dólares así como así? ¿Qué aclaraciones le tenía que pedir? Había una pared de por medio. Eliana no tenía por qué saber nada. No sé decirle qué sentí cuando empecé, sabiendo que el vecino estaba del otro lado, escuchando. Los viernes pagaba, en dólares. Después, con el corralito, fue una fortuna; lástima que la mayor parte los cambié para dárselos a mi hijo en pesos. Habrá durado seis meses, y el vecino se esfumó. No apareció más. Y ahí sí que sentí la diferencia. Como nunca me había pasado, me faltó motivación, con Eliana quiero decir. Ya no era lo mismo. No me alcanzaba con lo que teníamos. Empecé a mandarme macanas, injustificables. Con toda razón, Eliana me mandó a mudar. Yo no le pude explicar nada. Si el avión se caía, nunca nadie lo hubiera sabido; así que no me arrepiento de contárselo a usted.

Mi valija, para mi gran sorpresa, reapareció en la siguiente vuelta de la cinta. Mi ex compañero de asiento me preguntó si quería que compartiéramos el remís. Pero le mentí que me venían a buscar.


La sorpresa
Se me hace cuento, 2014

Por la rotación inclemente del papi fútbol, me tocaba ir al arco. Lo cierto es que no es un rol que me apetezca. La pelota es dura, pesada, y hacía frío. Levanté la mano con la idea de que me reemplazara uno de los muchachos que aguardaban al gol para entrar. Pero Damián, un zaguero de unos sesenta años, me dijo discretamente:

—Quédate. Voy al arco.

No pude agradecerle, porque hubiera quedado en evidencia. Concluí el partido, con saldo penosamente desfavorable, pero ileso. Cuando estaba por salir a la calle, en el barcito de la cancha, sobre la calle Sánchez de Bustamante, divisé a Damián comiendo solo. Me acerqué a la caja y pedí que me cobraran lo que había pedido. Damián me descubrió y me invitó a compartir el almuerzo. Le dije que me limitaría a tomar una gaseosa fría.

—¿Cómo me ves haciendo el divorciado? —me consultó.

—No te veo —confesé—. Nunca te escuché hablar de tu esposa, de modo que supuse que eran un matrimonio exitoso. Si me perdonás, siempre te consideré el modelo de hombre de familia.

—No tenés que pedir disculpas por eso —replicó Damián—. Y fuimos un matrimonio exitoso. Pero Gladis me pidió el divorcio hace ya un mes.

Logré reprimir mi primera reacción: «¡A esta edad…!». Pero ni siquiera sabía qué edad tenía Gladis.

—¿Qué adujo? —pregunté.

—Hay que reconocer que fue muy clara —informó Damián—. Se enamoró de una mujer.

Pensé que me había salido la gaseosa por la nariz, pero luego de pasarme la servilleta, comprobé que todo estaba en su sitio.

—Me lo dijo con mucho dolor —siguió Damián—. Habíamos sido los mejores compañeros, incluso buenos amantes. Y siempre pensó que sus escasos y esporádicos escarceos con mujeres eran un elemento menor de su temperamento. Pero con Dana, encontró el amor. Ya no se podía separar de ella. Me lo dijo llorando. Realmente sufría mientras me lo decía. Yo te confieso que me sentí aliviado. La idea de divorciarnos no me asustaba. En rigor, la había ponderado varias veces, pero nunca me había atrevido a comentárselo a Gladis, por miedo a herirla. Al irse con una mujer, dejaba mi orgullo a salvo. Si se hubiera ido con un hombre creo que no lo hubiera podido soportar. Gladis tiene cincuenta años, y es una mujer atractiva. El hecho de que un hombre se la llevara hubiera sido un golpe brutal a mi virilidad. Pero se fue con una mujer, ¿qué puedo hacer? Desearle suerte. Era la solución perfecta. Traté de que no se notara mi alegría. Después de todo, ella realmente sufría mientras me pedía disculpas y trataba de explicarse. Le dije que no hacía falta que me explicara nada. Nos habíamos tratado bien durante toda nuestra vida; guardaríamos un buen recuerdo el uno del otro. Tenemos una hija de 23 años, y obviamente no la podíamos mantener en ascuas. Pero antes de imponerle los acontecimientos a Abril, Gladis consideró saludable que yo conociera a Dana. Era necesario, porque Abril tendría que elegir si se iba a vivir con la mamá y su novia, o seguía viviendo conmigo en casa. Debíamos conocernos. Acepté, no sin reticencias. La situación me resultaba incómoda. ¿De qué hablaríamos? Ellas viven en Almagro, a unas quince cuadras de acá. Llegué temprano, con la boca seca y las manos sudadas. Tardé como diez minutos en tocar el portero eléctrico. Bajó Gladis y subimos juntos en el ascensor. Viven en el piso 10, e hicimos los diez pisos en un silencio extraterreno. Dana nos abrió la puerta antes de que tocáramos el timbre.

La cara de Damián se transfiguró al llegar a este punto del relato.

—Nunca he visto una mujer más hermosa. No es que se trate de una belleza evidente, aunque llamaría la atención de cualquiera. Es hermosa para mí. El tipo de belleza que Dios me tenía reservada cuando nací. Y que yo resigné porque Gladis me encontró y me cobijó. Pero… cómo me trató Dana, con qué sensualidad me hablaba. Hasta me gustó cómo me sirvió el té en hebras de flores con miel de campo. De inmediato se desarrolló entre nosotros un diálogo intenso, que Gladis tomó como un esfuerzo mío por aceptarla. Ahora no veo la hora de volver a verla… a Dana. Y es fácil, porque hay trámites, y porque se supone que Gladis y yo somos amigos. Y si la vida es así de sorpresiva, ¿quién te dice?

—Permitime que pague también la gaseosa —dije, levantándome para irme.

—No me dijiste qué pensás —me reprochó.

—Yo invento las historias —dije—, no las interpreto.


La lista
Se me hace cuento, 2014

—¿Quedaste alguna vez enganchado en una lista de mails de gente desconocida? —me preguntó mi amigo Karp.

—No lo sé —repliqué—. Cuando me llega un mail con más de una persona, lo borro automáticamente.

—A principios de marzo comencé a recibir mails invitándome a un partido de fútbol cinco, en una cancha de Paternal, de parte de personas que no sabía quiénes eran. Quizás un grupo de samaritanos que invitan a solitarios a jugar al fútbol. Una ONG: fútbol para solos. No, no. Era evidente que se trataba de un grupo que se reunía periódicamente a jugar al fútbol; y supuse que alguno de ellos tenía algún contacto conmigo, laboral, o casual; de modo que aparecí en la lista.

—¿Reconociste algún nombre?

—No. Pero muchos usaban alias. No fui el único caso de aparición involuntaria, porque pronto menudearon los mails de hombres y mujeres que se quejaban de estar recibiendo semanalmente esa invitación a jugar al fútbol. «Por favor, sáquenme de la lista». «Ya les dije cuatro veces: soy mujer, no juego al fútbol». «Esto es una falta de respeto: ¿quién me puso en esta lista?». No tardaron en llegar los insultos. Pero a mí no me pareció mal que me invitaran a jugar al fútbol. No me enviaban un mensaje proselitista, ni me pedían plata, ni me sugerían la conversión a una nueva religión. Sólo me invitaban a jugar al fútbol. Era una confusión, sí, pero benigna. ¿Por qué corregirlos? Ni siquiera borraba todos los mails: algunas noches de fin de semana, si no había conseguido nada, me abría uno de esos mails errados y me decía, como Charly García: «Alguien en el mundo piensa en mí, aunque no sepa quién soy». Las invitaciones a jugar al fútbol los jueves se me hicieron parte de mis relaciones sociales.

—Pero si vos no tenés relaciones sociales… —interrumpí.

—Vos tampoco, ni siquiera por equivocación.

—Correcto. Pero yo no digo que algo es «parte» de mis relaciones sociales. En todo caso diría: «Era mi única relación social».

—Está bien, está bien. Era mi única relación social.

—Creo que al último bar mitzvá que

me invitaron fue al mío —me solidaricé.

—Pero un jueves especialmente deprimente, me dije: «¿Y por qué no?».

Me puse los tres cuartos, porque los cortos son para jóvenes; las medias, las viejas zapatillas de chutear y salí para la cancha de la calle Darwin. Fui caminando. Busqué la cancha con gente de mi generación; allí debían estar el Chino, Genaro, Barbazul, Canibaro, Marciano… Todos los muchachos que durante meses me invitaron. Qué sorpresa les iba a dar. Eran cinco canchas.

—¿Y si no te dejaban jugar? —interrumpí nuevamente.

—Ni lo consideré. Me dejarían jugar. Había leído sus comentarios, sus intercambios. Eran gente buena. Generosa. Pero no estaban. Los llamé por sus apodos, por sus nombres, por sus latiguillos. Nada. En ninguna de las cinco canchas estaba mi gente. Me invitaron de un partido cualquiera y acepté.

—Por lo menos jugaste —apunté.

—Cuando regresé a casa, la habían desvalijado. Se llevaron el televisor, la computadora, el DVD, ahorros no tengo. Las cosas se vuelven a comprar; tenía back up, milagrosamente. Pero la sensación de intrusión, de inseguridad, es horrible.

Quedé mudo durante unos instantes. Karp retomó:

—¿Fue una trampa? ¿Fui un estúpido en ir a jugar al fútbol?

—Creo que fue una trampa —opiné—. Pero no que hayas sido un estúpido en ir a jugar al fútbol. Te comportaste como un buen hombre. No podías saber que te enfrentabas a los canallas. Participaste, una vez más, en la eterna lucha entre el bien y el mal. El partido que jugaste, era mucho más trascendente de lo que imaginabas.

—¿Pero quién puede dedicar semejante cantidad de tiempo, creatividad, tesón, sólo para entrar en una casa ajena y robar un par de artefactos? La misma inventiva, aplicada a un fin rentable y legal, podría haberles dado mucho más rédito.

—Es que su propósito, más que adquirir ganancias, es hacer el mal. Por eso el diablo nos resulta caricaturesco, paródico, incluso cómico, siempre inverosímil, porque no nos podemos imaginar nada peor ni más malvado que un ser humano. Mientras que la idea de Dios es más probable, por lo fácil que es imaginarnos algo mejor. En cualquier caso, para seguir creyendo en el Bien, a mí me alcanza con que hayas ido a jugar al fútbol.

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