...blog literario de rubén rojas yedra

miércoles, 9 de noviembre de 2016

Eduardo Halfon (1971, Guatemala City, GUA)

Fumata blanca 
El boxeador polaco, 2008

Cuando la conocí en un bar escocés, tras no sé cuántas cervezas y casi una cajetilla de Camel sin filtro, me dijo que a ella le gustaba que le mordieran los pezones, y duro.

No era un bar escocés, sino un bar cualquiera en Antigua Guatemala que sólo servía cerveza y que se llamaba o le decían, no sé, el bar escocés. Yo me estaba tomando una cerveza oscura en la barra. Prefiero la cerveza oscura. Me hace pensar en tabernas antiguas y duelos de sables. Encendí un cigarro y ella, sentada en un banquito a mi derecha, me preguntó en inglés si le podía regalar uno. Adiviné por su acento que era israelí. Bevakashá, le dije, que significa por nada en hebreo, y le extendí la carterita de fósforos. Ella se puso amable de inmediato. Me dijo algo también en hebreo que no entendí y le aclaré que sólo recordaba tres o cuatro palabras y uno que otro rezo suelto y quizás contar hasta diez. Quince, si me esforzaba. Vivo en la capital, le dije en español para comprobarle que no era norteamericano y me confesó perpleja que jamás se imaginó que hubiesen judíos guatemaltecos. Ya no soy judío, le sonreí, me jubilé. Cómo que ya no, eso no es posible, gritó como suelen gritar los israelíes. Se volvió hacia mí. Llevaba puesta una blusa tipo hindú de algún liviano algodón blanco, jeans gastados y unas alpargatas amarillas.

Su cabello era castaño y tenía los ojos azul esmeralda, si es que existe el azul esmeralda. Me explicó que recién había terminado su servicio militar, que estaba viajando por Centroamérica con su amiga y habían decidido quedarse en Antigua unas semanas para tomar clases de español y hacer un poco de plata. Con ella, me señaló. Yael. Su amiga, una muchacha seria y pálida y con unos hombros bellísimos, me había servido la cerveza. La saludé mientras ellas hablaban en hebreo, riéndose, y creí escuchar en algún momento que mencionaron el número siete, pero no sé para qué. Entró una pareja de alemanes y su amiga se fue a atenderlos. Ella agarró mi mano con fuerza, me dijo que mucho gusto, que se llamaba Tamara, y tomó otro cigarro sin preguntarme. 

Pedí una cerveza y Yael nos trajo dos Mozas y un plato de papalinas. Se quedó de pie frente a nosotros. Le pregunté a Tamara su apellido. Recuerdo que era ruso. Halfon es libanés, dije, pero mi apellido materno, Tenenbaum, es polaco, de Lotz, y ambas pegaron un grito. Resultó que Yael también era de apellido Tenenbaum, y mientras ellas lo verificaban en mi licencia de conducir me puse a pensar en la remota posibilidad de que fuésemos de la misma familia, y me imaginé una novela entera sobre dos hermanos polacos que creían a toda su familia exterminada, pero que de pronto se encontraban, tras cincuenta años sin verse, gracias a dos de sus nietos, un escritor guatemalteco y una hippie israelí, que se habían conocido por accidente en un bar escocés que no es ni siquiera escocés, en Antigua Guatemala. Yael sacó un litro de cerveza barata y llenó tres vasos. Me devolvieron mi licencia y brindamos un rato por nosotros, por ellas, por los polacos. Luego nos quedamos callados, escuchando una vieja canción de Bob Marley y contemplando la inmensa brevedad del planeta. 

Tamara tomó mi cigarro encendido del cenicero, le dio un profundo jalón y me preguntó en qué trabajaba. Le dije serio que era un pediatra y un mentiroso profesional. Levantó una mano como diciendo alto. Me gustó mucho su mano y no sé por qué recordé una línea de un poema de E.E. Cummings que cita Woody Allen en alguna de sus películas sobre la infidelidad. Nadie, le dije mientras atrapaba su mano elevada como a una pálida y frágil mariposa, ni siquiera la lluvia, tiene manos tan pequeñas. Tamara sonrió, me dijo que sus padres eran doctores, que ella también escribía poemas de vez en cuando, y supuse que me había atribuido la línea de Cummings, pero no se me antojó corregirla. Y ella ya no soltó mi mano. 

Yael llenó los vasos mientras yo fumaba torpemente con la izquierda y ellas hablaban en hebreo. Qué pasó, le pregunté a Tamara y, con un puchero de pesadumbre, ella me dijo que el día anterior alguien le había robado sus cosas. Suspiró. Estuve caminando toda la mañana, por el mercado de artesanías, por algunas catedrales, por todas partes, y cuando me senté en una banca del parque central (así le dicen los antigüeños, a pesar de que es en realidad una plaza), me di cuenta que alguien había rasgado mi bolsón con un cuchillo. Me explicó que había perdido un poco de dinero y también algunos papeles. Luego Yael dijo algo en hebreo y ambas se rieron. Qué, interrumpí curioso, pero siguieron riéndose y hablando en hebreo. Apreté su mano y Tamara recordó que yo estaba allí y me dijo que el dinero no le importaba tanto como los papeles. Le pregunté qué papeles. Sonrió enigmática, como una vendedora holandesa de tulipanes. Cuatro hits de ácido, susurró en su mal español. Tomé un sorbo de mi cerveza. ¿Te gusta el ácido?, me preguntó y le dije que no sabía, que en mi vida lo había probado. Con euforia, Tamara me habló diez o veinte minutos sobre lo necesario que era el ácido para abrir nuestras mentes y así volvernos personas más tolerantes y pacíficas, y yo en lo único que podía pensar mientras ella peroraba era en arrancarle la ropa allí mismo, enfrente de Yael y la pareja de alemanes y cualquier otro voyeur que quisiera observarnos. Para callarla y calmarme, supongo, encendí un Camel y se lo entregué. La primera vez que probé ácido, me dijo mientras alternábamos el cigarro, con mis amigos en Tel Aviv, me puse medio dormida, muy muy relajada, y creo que vi a dios (me parece recordar que dijo dios, en español, aunque también pudo haber dicho hashem o god o quizás g-d: como los judíos escriben el nombre de dios para no profanarlo; por si en caso tiran el papel, me imagino). No supe si reírme y sólo le pregunté que cómo era el rostro de dios. No tenía rostro. ¿Y entonces qué viste? Me dijo que era difícil de explicar y luego cerró los ojos mientras adoptaba un aire místico y esperaba alguna revelación divina. No creo en dios, le dije despertándola de su trance, pero sí hablo con él todos los días. Se puso seria. ¿No te consideras judío y tampoco crees en dios?, preguntó en tono de reproche y yo sólo subí los hombros y le dije para qué y me fui al baño sin darle la menor oportunidad a un tema tan inútil. 

Mientras orinaba me percaté que, pese a estar un poco borracho, ya lucía una débil erección. Luego me lavé las manos pensando en mi abuelo, en Auschwitz, en los seis dígitos verdes tatuados en su antebrazo que, durante toda mi niñez, le creí cuando me respondía que estaban allí para no olvidar su número de teléfono, y sin saber por qué me sentí levemente culpable.

Regresé del baño. La voz chillona de Bob Dylan sonaba a lo lejos. Tamara estaba cantando. Yael había llenado de nuevo mi vaso y coqueteaba con un tipo que parecía escocés y que muy posiblemente era el dueño del bar escocés. Me quedé viendo a Yael. Tenía una argolla plateada en el ombligo. La imaginé en uniforme militar y portando una tremenda ametralladora. Volví la mirada y Tamara me estaba sonriendo mientras cantaba. A Tamara sólo podía imaginármela desnuda. Tomé un buen trago hasta vaciar el vaso. Un anciano indígena había entrado al bar y estaba tratando de vender machetes y huipiles. Le dije a Tamara que ya iba tarde a una cena, que nos podríamos juntar al día siguiente. Pero, ¿puedes tú venir de la capital? Claro, con gusto, treinta minutos en auto. Muy bien, dijo, yo salgo de clases a las seis, ¿nos juntamos aquí mismo? Ken, le dije, que quiere decir sí en hebreo, y sonreí a medias. Me encanta tu boca, tiene forma de corazón, me dijo y luego rozó mis labios con un dedo. Le dije que gracias, que me gusta mucho cuando rozan mis labios con un dedo. A mí también, dijo Tamara en su mal español y luego, aún en español y mostrando todos sus dientes como una fiera hambrienta, añadió: pero me gusta más que me muerdan los pezones, y duro. No entendí si ella sabía muy bien lo que estaba diciendo o si lo había dicho en broma. Se inclinó hacia mí y me erizó todo con un suave beso en el cuello. Estremecido, pensé en cómo serían sus pezones, si redondos o puntiagudos, si rosados o rojos o quizás violeta traslúcido, dije en español qué lástima, que yo los muerdo suave, cuando los muerdo.

Pagué todas las cervezas y quedamos en vernos allí mismo, a las seis de la tarde, sin falta. La abracé con fuerza, sintiendo algo que no se puede nombrar pero que es tan recio y tan obvio como la fumata blanca del pontificado en una oscura noche de invierno, y sabiendo muy bien que yo no regresaría al día siguiente.



Bambú
Signor Hoffman, 2015

Estaba bebiendo café de olla de una vieja y oxidada taza de peltre azul. Doña Tomasa había puesto a mi lado una jarrilla del mismo peltre azul, sobre el suelo arenoso del rancho. No había mesas ni sillas. Las hojas de palma del techo estaban ya negras y agujereadas. La poca brisa hedía a pescado rancio. Pero el café de olla estaba fuerte y dulce y ayudó a despabilarme un poco, a desentumecer mis piernas tras las dos horas conduciendo hasta el puerto de Iztapa, en la costa del Pacífico. Sentí mi espalda húmeda, mi frente pegajosa y sudada. Con el calor también parecía aumentar la fetidez en el aire. Un perro macilento estaba olfateando el suelo, en busca de sobras o migas que hubiesen caído a la arena. Dos niños descalzos y sin camisas intentaban cazar un gueco que desde arriba cantaba bien escondido entre las hojas de palma. No eran aún las ocho de la mañana.

Aquí tiene, dijo doña Tomasa, y me entregó una tortilla con chicharrón y chiltepe, envuelta en un pedazo de papel periódico. Se apoyó contra una de las columnas del rancho, restregando sus manos regordetas en el delantal, enterrando y desenterrando sus pies en la tibia arena volcánica. Tenía el cabello blanco, la tez curtida, la mirada un poco estrábica. Me preguntó de dónde era. Terminé de masticar un bocado y, con la lengua aturdida por el chiltepe, le dije que guatemalteco, igual que ella. Sonrió con gracia, quizás sospechosa, quizás pensando lo mismo que yo, y volvió su mirada hacia un cielo sin nubes. No sé por qué siempre me resulta difícil convencer a las personas, incluso convencerme a mí mismo, de que soy guatemalteco. Supongo que esperan ver a alguien más moreno y chaparro, más parecido a ellos, escuchar a alguien con un español más tropical. Yo tampoco pierdo cualquier oportunidad para distanciarme del país, tanto literal como literariamente. Crecí fuera. Paso largas temporadas fuera. Lo escribo y describo desde fuera. Soplo humo sobre mis orígenes guatemaltecos hasta volverlos más opacos y turbios. No siento nostalgia, ni lealtad, ni patriotismo, pese a que, según le gustaba decir a mi abuelo polaco, la primera canción que aprendí a cantar, cuando tenía dos años, fue el himno nacional.

Me terminé la tortilla y el café de olla. Doña Tomasa, tras cobrarme el desayuno, me dio direcciones hacia un terreno donde podía dejar estacionado el carro. Hay un letrero, dijo. Pregunte usted por don Tulio, dijo, y luego se marchó sin despedirse, arrastrando sus pies descalzos como si le pesaran, murmurando algo amargo, acaso una tonadita.

Encendí un cigarrillo y decidí caminar un poco sobre la carretera de Iztapa antes de volver al carro, un viejo Saab color zafiro. Pasé una venta de marañones y mangos, una gasolinera abandonada, un grupo de hombres bronceados que dejaron de hablar y sólo me observaron de soslayo, como con resentimiento o modestia. La tierra no era tierra sino papeles y envoltorios y hojas secas y bolsas de plástico y algunos restos de almendras verdes, machacadas y podridas. En la distancia un cerdo no paraba de chillar. Seguí caminando despacio, despreocupado, mirando a una mulata del otro lado de la carretera, demasiado gorda para su bikini de rayas blancas y negras, demasiado mofletuda para sus tacones. De pronto sentí el pie mojado. Por estar mirando a la mulata, había metido el pie en un charco rojizo. Me detuve. Volví la mirada hacia la izquierda, hacia el interior de un local oscuro y angosto, y descubrí que el piso estaba lleno de tiburones. Tiburones pequeños. Tiburones medianos. Tiburones azules. Tiburones grises. Tiburones pardos. Hasta un par de tiburones martillo. Todos como flotando en un fango de salmuera y vísceras y sangre y más tiburones. El olor era casi insoportable. Una niña estaba arrodillada. Su rostro resplandecía de agua o sudor. Tenía las manos dentro de un tajo largo en la panza blanca de un tiburón y sacaba órganos y entrañas.

En el fondo del local otra niña regaba el piso con el débil chorro de una manguera. Era la cooperativa de pescadores, según decía un rótulo mal pintado en la pared del local. Cada mañana, supuse, todos los pescadores de Iztapa llevaban allí su pesca y esas dos niñas la limpiaban y troceaban y vendían. Noté que la mayoría de tiburones ya no tenía aletas. Recordé haber leído en algún lado sobre el mercado negro internacional. Aleteo, le llaman. Habría que tener cuidado más tarde, pensé, en el mar. Como que era día de tiburones. Lancé la colilla hacia ningún lado y volví al carro, con prisa, casi huyendo de algo. Mientras conducía, me di cuenta de que ya había empezado a olvidar la imagen de los tiburones.

***

Se me ocurrió que, con el paso del tiempo, una imagen, cualquier imagen, inevitablemente va perdiendo su claridad y su fuerza, aun su coherencia. Sentí un impulso de detener el carro a medio pueblo y buscar libreta y lapicero y escribirla, de dejarla plasmada, de compartirla a través de palabras. Pero las palabras no son tiburones. O tal vez sí. Dijo Cicerón que si un hombre pudiera subir al cielo y contemplar desde ahí todo el universo, la admiración que le causaría tanta belleza quedaría mermada si él no tuviera a alguien con quien compartirla, alguien a quien contársela.

Tras un par de kilómetros sobre una calle de tierra, por fin encontré el letrero que me había indicado doña Tomasa. Era el terreno de una familia indígena. La casa estaba hecha de retazos de chapa, ladrillos, bloques de cemento, tejas rotas, formaletas con los hierros oxidados aún expuestos. Había una siembra de milpa y frijoles, unas cuantas palmeras adustas, tristes. Gallinas corrían sueltas. Una cabra blanca masticaba la corteza de un guayabo, atada a ese mismo guayabo con un alambre de hierro. Bajo un rancho, echadas en el suelo, tres mujeres jóvenes limpiaban mazorcas mientras escuchaban a un evangélico predicar en una radio de mano.

Se me acercó un viejo tostado y taciturno y aún fornido pese a sus años. ¿Don Tulio? Para servirle, dijo sin verme. Le expliqué que me había mandado doña Tomasa, la señora del rancho. Ya, dijo rascándose el cuello. Un niño de cinco o seis años llegó a parapetarse detrás de una pierna del viejo. ¿Es su hijo?, le pregunté y don Tulio me susurró que sí, que el más pequeño. Al estrecharle la mano, el niño bajó la mirada y se sonrojó ante ese gesto de adultos. Abrí el maletero y me puse a sacar mis cosas y en eso, como surgidos desde un abismo, como sofocados por algo, acaso por la aridez o la humedad o por el sol ya inclemente, escuché unos gritos guturales. Me quedé quieto. Escuché más gritos. Lejos, atrás de la casa, logré ver a una señora mayor, que supuse la madre o la esposa de don Tulio, ayudando a caminar a un muchacho gordo y medio desnudo que se tambaleaba y se caía al suelo puro borracho, que seguía gritando los gritos guturales de un borracho, y que se estaba dirigiendo directo hacia nosotros. Se esforzaba por caminar hacia nosotros. Algo quería con nosotros. La señora, valiéndose de toda su fuerza, estaba determinada a impedirle el paso. Aparté la vista, por respeto, o por pena, o por cobardía. Nadie más parecía muy preocupado.

Don Tulio me dijo que veinte quetzales, el día entero. Saqué un billete de mi cartera y le pagué, aún escuchando los gemidos del muchacho. Don Tulio me preguntó si sabía cómo llegar andando a la playa, o si quería que me acompañara su hijo. Iba a decirle que gracias, que no sabía llegar, cuando de pronto el muchacho gritó algo para mí incomprensible pero que sonó rudo, doloroso, y don Tulio de inmediato salió corriendo. El muchacho, ahora desparramado en la tierra, convulsionaba al igual que un epiléptico. Finalmente el viejo y la señora lograron arrastrarlo y jalarlo hacia la parte trasera de la casa, fuera de vista. Aunque más suaves y distantes, todavía se escuchaban los aullidos. Le pregunté al niño qué estaba pasando, quién era el muchacho, si estaba enfermo o borracho o algo aún peor. Hincado, jugando con una lombriz, él me ignoró. Dejé mis cosas en el suelo y, despacio, con cautela, me dirigí hacia la parte trasera de la casa.

El muchacho estaba dentro de una jaula de bambú, tumbado entre un charco de fango y agua o tal vez orina. Logré escuchar el zumbido de todas las moscas que volaban a su alrededor. Éste me salió malito, susurró don Tulio al verme a su lado, pero no entendí si era un juicio ético o físico, si se refería a una conducta perversa o a una tendencia alcohólica, si a un padecimiento nervioso o a un retraso mental. No quise preguntar. Observé al muchacho en silencio, a través de las gruesas varas de bambú. Tenía los pantalones mojados y semiabiertos. Tenía el mentón ensalivado de blanco, el pecho saturado de pequeñas fístulas y llagas, los pies descalzos llenos de lodo y mugre, la mirada enrojecida, llorosa, casi cerrada. Pensé que la única opción que le quedaba a una familia pobre e indígena era apartarlo del mundo, sacarlo del mundo, construyéndole una jaula de bambú. Pensé que mientras yo podía tomarme un día libre y conducir dos horas de la capital a una playa del Pacífico para nada más darme un baño, este muchacho era prisionero de algo, acaso de la maldad, acaso de la bebida, acaso de la demencia, acaso de la pobreza, acaso de algo mucho más grande y profundo. Me limpié el sudor de la frente y los párpados. Posiblemente debido a la luz tan diáfana del litoral, la jaula de pronto me pareció sublime. Su artesanía. Su forma y estoicismo. Me acerqué un poco y agarré con fuerza dos varas de bambú. Quería sentir el bambú en mis manos, la tibieza del bambú en mis manos, la realidad del bambú en mis manos, y así no sentir tanto mi indolencia, ni la indolencia de un país entero. El muchacho se agitó un poco en el charco, alborotando el enjambre de moscas. Ahora sus gemidos eran dóciles, resignados, como los gemidos de un animal herido de muerte. Solté las dos varas de bambú, di media vuelta, y me fui al mar.


La pecera
Revista Letras libres, 2015

Estaba perdido en la noche de Bruselas. Llevaba horas caminando sin mapa y sin noción alguna de las zonas de la ciudad y sin preocuparme del frío y de una ligera llovizna que apenas mojaba. Había caminado por callejuelas estrechas, por bulevares señoriales colmados de turistas, por plazas con indigentes dormidos y aferrados a sus pertenencias, por un enorme parque en cuyo perímetro estaban enlazadas las ramas de un castaño con el siguiente, como si todos los castaños formaran un solo castaño, aberrado y horizontal. Cuando salí del parque, no sé si por cansancio o descuido, empecé a cruzar una gran avenida sin ver antes en ambas direcciones, y solo el grito histérico de un viejo belga me despabiló y me hizo brincar de vuelta a la acera y logró salvarme de un enorme tranvía amarillo que me pasó golpeando con algo en el abdomen, y sin más continuó su ruidoso traqueteo sobre los rieles. Se me fue el aliento unos instantes. Me sentí un poco mareado. Aún no tenía dolor alguno, quizás por la adrenalina o el miedo, pero igual pensé que iba a caer ahí mismo: un guatemalteco desmayado entre los demás peatones, a media Bruselas. Y el viejo belga que había gritado, en vez de preguntar si estaba bien, se puso a insultarme con cuanta injuria sabía en francés y en holandés y acaso en un híbrido de los dos idiomas oficiales de la ciudad. Me escabullí deprisa por la acera. A dos o tres cuadras aún escuchaba sus alaridos.

Llovía ahora más fuerte. Yo caminaba ya sin ganas, sin mucho ímpetu, sosteniéndome el vientre con una mano como si de pronto algo importante se me fuera a derramar por el ombligo. Pero después de unos minutos empecé a respirar de nuevo, a olvidar no solo el peligro y el golpe, sino también la vergüenza.

Al rato llegué a una serie de gradas que descendían hacia una pequeña plaza. Me detuve y descubrí que abajo en la plaza había un jardín y una pileta sin agua, de forma cuadrada, con dos niños de bronce verde cabalgando sobre tortugas marinas. Del otro lado de la pileta, frente a una antigua puerta de madera y vidrio, había un grupo de jóvenes fumando. Pensé en unirme a ellos, en pedirles un cigarro y fuego y también un poco de calor humano. Pero en eso los jóvenes me voltearon a ver hacia arriba y musitaron algo entre ellos, riéndose mientras lanzaban sus colillas hacia la pileta y entraban por la puerta de vidrio. Me sentí viejo. Empecé a bajar las gradas, despacio, una mano sobre mi vientre, la otra contra la pared. Y aún de lejos, a través de la lluvia, logré ver el rótulo sobre la puerta —en letras iluminando la noche de azul fluorescente— de la cinemateca.

***

Parecía un museo. Había afiches de películas de antaño; vitrinas de madreperla con proyectores viejos y cámaras antiguas y hasta una linterna mágica; un praxinoscopio circular lleno de espejos e imágenes de un hombre circense haciendo malabares con dagas y cuchillos; un mutoscopio rojo en cuyo interior había una serie de fotos en blanco y negro de una mujer que se ponía a bailar —es decir, las fotos a avanzar— conforme uno giraba la manecilla.

Desde el mostrador un señor me dijo algo en francés. No le entendí y me acerqué un poco. A su lado estaba parada una chica alta, de unos veinticinco años, con el pelo pintado color rosado chicle o tal vez con una peluca color rosado chicle, y vestida de hombre. Tenía puesto saco y pantalones negros, camisa blanca de botones, una corbata delgada y negra y con el nudo aflojado. Me desconcertó el resplandor de un diminuto diamante en su nariz. Tuve la impresión, no sé por qué, de haber interrumpido algo entre ellos. Que la película estaba por empezar, me dijo el señor en francés, que si iba a querer yo un boleto. Le pregunté cuál era la película y él dijo algún título en francés que no reconocí. De pronto timbró un teléfono negro en la pared. El señor contestó y se puso a hablar con alguien en susurros. La chica, sus brazos cruzados, me observaba sin expresión alguna, casi sin realmente verme. La piel pecosa de su rostro me pareció de porcelana. Yo estaba mirándole los labios, intentando descifrar si eran así de rojos y llenos o si los tenía pintados, cuando ella, en un hilo de palabras que se envolvió alrededor de mi nuca, me preguntó en francés si yo era un buen hombre. Me quedé como encandilado por su mirada o por su pregunta tan impropia o acaso por el brillo del diamante en su nariz. No supe qué responder y solo guardé silencio. La vi meter una mano en la bolsa del pantalón negro, como buscando ahí alguna cosa. ¿Eres un buen hombre?, volvió a preguntarme en francés mientras el señor seguía susurrando en el teléfono a su lado. Se me ocurrió que estaba bromeando o coqueteando conmigo, pero su mirada era demasiado ansiosa, demasiado triste. Abrí la boca y estaba por responderle que no, o que no tanto, o que no tanto como debería serlo, cuando el señor colgó el teléfono y alzó la mirada. Monsieur, me dijo con un tono de pregunta. Me gustó su voz apenas benévola, como si quisiera salvarme de algo. Me gustó la posibilidad de escabullirme de ahí. Me gustó la idea de sentarme un rato en un ambiente oscuro y tibio. Y sin saber qué película estaban proyectando, y sin realmente importarme, le dije al señor que sí, que por supuesto, y le entregué el dinero.

***

La sala era pequeña, con quizás treinta plazas, la mayoría de las cuales estaban vacías. Me senté en una butaca de la última fila y de inmediato sentí una punzada en el vientre. Como si sentarme hubiese activado el dolor. Me pasé una mano por el estómago y el costado, intentando palpar alguna lesión o herida. En eso bajaron las luces a la mitad y poco a poco fui olvidando el dolor. Ahí seguía en mi vientre, ora creciendo, ora menguando, ora en las costillas, ora alrededor del riñón, pero en la semioscuridad dejé de pensarlo tanto, y casi entonces dejé de sentirlo. Permanecimos así unos segundos, en ese albor de sombras sin contornos ni detalles, hasta que alguien abrió la puerta y entró caminando y su sombra descendió los escalones hacia el frente de la sala. Terminaron de apagar las luces. El escaso público dejó de murmurar. Y tras un breve momento de penumbra estalló la pantalla de blancos y grises, y al mismo tiempo, desde abajo, empezó a sonar un piano. Era una película muda, entendí, con piano en vivo. Me hice un poco hacia adelante, lo suficiente para descubrir que ante el piano —su mirada fija en la pantalla, su boca ligeramente abierta— estaba sentada la chica de saco y corbata.

***

Apenas le puse atención a la película. Era algún melodrama francés, predecible, sobreactuado, de una mujer que se enamoraba del hermano de su esposo, y luego, mientras ella amenazaba con suicidarse y su amante intentaba quitarle la pistola, ella sin querer le metía un balazo, matándolo. De ahí la intriga, y el hallazgo de las cartas de amor, y un hijo cuyo padre es incierto, y lo mismo de siempre. Yo estaba más interesado en la chica del piano. No lograba olvidar su pregunta, ni la ansiedad en su mirada mientras esperaba mi respuesta, como si necesitara mi respuesta, como si mi respuesta le fuese imperativa, esencial. Tampoco lograba entender si ella estaba improvisando conforme las escenas telenovelescas de la vieja película, o si estaba tocando una partitura ya establecida, practicada y memorizada de antemano. Alteraba ella la melodía del piano para resaltar perfectamente la emoción de cada escena. Tierna en las escenas de amor; tensa y disonante en las partes más dramáticas; ligera y traviesa cuando aparecía una niña o un perro jugando. Se me ocurrió que era una fórmula caricaturesca, casi infantil, para ir aclarándole al público qué sentir a través de la música. Y aún observando a la chica, de pronto me invadió una sensación de pesadez, de somnolencia, y como en un sueño, con toda la textura nebulosa de un sueño, recordé o quizás soñé que recordé una de las primeras películas mudas que había visto, con mi hermano, en el viejo Cine Lux de Guatemala. Yo tendría tal vez cinco años. Mi hermano, un año menor, se había quedado dormido desde que apagaron las luces. Era una película de Chaplin, pero no recuerdo cuál. Solo recuerdo que, mientras la miraba, yo estaba absolutamente convencido de que había un lugar en el mundo donde no existían las palabras, donde nadie hablaba.

La chica, desde el piano, seguía concentrada en la pantalla. Y yo, desde la última fila, y pese al vaivén de dolor en el vientre, seguía concentrado en ella. Las punzadas de dolor iban aumentando (tenía ahora un sabor metálico en la boca, como de hierro o de sangre), pero no podía dejar de verla a ella. Me sentía casi hipnotizado por sus movimientos. Por su mirada elevada y atenta. Por sus dedos aún más pálidos que las teclas. Por su pelo rosado y liso meciéndose como una cortina de seda en la brisa. La veía con atención pero sin pensamiento alguno, igual que un viejo pescador ve el fluir de las aguas de un río. Y continuaba así, nada más viéndola fluir, cuando de súbito, a media película, a media melodía, ella paró de tocar.

Me desconcertó el silencio. La sala entera se había sumido en un mutismo de claros y oscuros. Nadie en el público se movía, no sé si por confusión, o por desasosiego, o por ese espíritu de conciliación tan típico de los belgas, o tal vez solo esperando a que algún ruido, cualquier ruido, volviera a llenar el espacio de la pequeña sala. Me enderecé un poco. Noté que las manos de la chica seguían sobre las teclas, aunque quietas. Su mirada me pareció ahora aún más fija, aún más concentrada en la pantalla, y hasta quizás un tanto vidriosa. Yo no entendía si ese repentino silencio en la música era un renglón de su partitura. O si era algo más. Volví la mirada hacia la pantalla.

Un niño desnudo estaba de pie en una pecera. Tendría dos o tres años, la barriga redonda, los ojos grandes y claros, el pelo rubio y ligeramente rizado. No sonreía pero su rostro entero era una sonrisa. Estaba parado dentro de la pecera y el agua le llegaba a los muslos y todos los peces oscuros nadaban alrededor de sus pies, acaso picoteándole en silencio los pies, acaso haciéndole cosquillas en los pies con los roces de tantas aletas y colas.

jueves, 21 de julio de 2016

Javier Puche (Málaga, ESP)

El secreto del universo 
Fuerza Menor, 2016



Las fichas del Intelect estaban esparcidas por el suelo formando palabras incomprensibles. Al descubrir las letras en desorden, el bebé emitió un prolongado balbuceo de júbilo que le hizo perder su chupete. Acto seguido, se acercó gateando para jugar un rato con aquel pequeño caos (nada de esto logró despertar a la madre, entregada a un plácido y negligente sueño frente al televisor). Al cabo de unos instantes combinando fichas, siempre con un hilo de baba en la boca, quiso el azar que sus minúsculas e inconscientes manos compusieran un enunciado que, además de poseer una belleza formal deslumbrante, contenía el secreto del universo. Pero el milagro fue breve: de súbito, la criatura hizo desaparecer su obra de un manotazo. Ni siquiera yo, que supuestamente soy un narrador omnisciente, tuve tiempo de leer lo que allí ponía.


La memoria de cristal 
Fuerza Menor, 2016

Tras el Apocalipsis, un radar enviado desde Júpiter para confirmar la extinción del hombre, desciende con lentitud hacia las profundidades del Océano Pacífico, donde algo parece latir. Y es que abajo del todo, en mitad de un silencio vagamente iluminado por criaturas abisales, el único espejo que la Gran Explosión no ha logrado romper emite en orden cronológico, antes de apagarse para siempre, todas las imágenes que componen su memoria de cristal, demorándose en aquéllas donde aparece la mujer que lo tuvo en su alcoba hasta el fin, una joven risueña que ya no existe, aficionada a bailar desnuda ante él ciertas noches de verano, cuando todo era posible todavía en este rincón de la galaxia.


Los caramelos
Fuerza Menor, 2016

En mitad de la mesa, hacinados en un cóncavo recipiente, duermen los caramelos. Su sueño es dulce y sin ronquidos. La mano que elegirá a uno de ellos todavía está lejos, ni siquiera ha entrado en la habitación, ni siquiera ha pulsado el timbre de la casa. Cuando esto suceda, cuando la mano salga al fin del bolsillo, pulse el timbre, entre en la habitación y se aproxime a la mesa, los caramelos se desprenderán de su dulce sueño agitándose levemente, y cada uno de ellos rezará esperanzado a su dios particular (de color rojo, de color verde, de color naranja) para ser el elegido y disolverse para siempre en el cielo de una boca.


Tenemos que hablar 
Fuerza Menor, 2016

—Tenemos que hablar.

Eso dijo ella con pesadumbre. Algo aturdido, me senté en el sofá donde solíamos ignorarnos. Pero esta vez no encendimos la tele. Apenas recuerdo lo que finalmente hablamos (mi memoria tiende a suprimir las catástrofes). El caso es que ahora vivo lejos de ella, en las afueras, entregado a una existencia gélida y crepuscular.

Fantasmagórica, para ser exactos.

Al principio, achaqué mis visiones nocturnas a la añoranza (no en vano, aquellas fugaces mujeres del pasillo parecían vestir como ella). Luego, a la vertiginosa desnutrición (únicamente me alimentaba de pan seco y agua corriente). Por último, comprendí con pavor que los fantasmas no procedían de mi tristeza, sino del más allá. Lo supe por el modo en que me abrazaban. Eran almas en pena, dolientes criaturas sin tiempo, espectros quejumbrosos que paulatinamente invadían mi nueva casa en las afueras. Lo peor del asunto (y por eso estoy bajo la cama) es que ahora hay veinte o treinta reunidos en el salón, esperándome en absoluto silencio. Pude verlos hace un rato, justo antes de huir despavorido, cuando el señor del sombrero me cogió del brazo y me dijo con voz de ultratumba:

—Tenemos que hablar.


Justicia poética 
Fuerza Menor, 2016

Diciembre. La nieve cubre las calles con lentitud minuciosa. Es casi de noche. Ya comienzan a encenderse alternativamente las ventanas. Tras una de ellas, el ínclito magistrado Goldberg lee la Constitución junto a la chimenea. A sus pies, calzados con dos ridículas pantuflas, dormita un dóberman. De súbito el can se incorpora y rompe a ladrar con insólita furia hacia la pared, sacando abruptamente al magistrado de su docto embeleso. Pero en la pared no hay nada, salvo inofensivas pinturas neoclásicas. El perro, no obstante, sigue ladrando con creciente intensidad, ahora hacia el techo. Por prevención, el magistrado —que es un hombre cobarde— saca del armario su arcabuz y empieza a cargarlo tembloroso. Pobre diablo. Ignora que nada podrá hacer contra mí, su enemigo intangible, pues soy el narrador de esta historia. Es hora de que pague por su ancestral negligencia como juez. Empezaré apagándole repentinamente el fuego de la chimenea.


Más sobre Javier Puche:

Blog personal: Puerta falsa

Su segundo libro de relatos: Fuerza Menor (La Isla de Siltolá, 2016)

martes, 21 de junio de 2016

"Atracción" (3/12)

Atracción participa en Esta noche te cuento. Certamen de relato corto para mesilla de noche. El tema propuesto del trimestre, "en donde se ambiente o aparezca", es el OCÉANO. 


Aquí la entrada original de Atracción en {A con C}

viernes, 10 de junio de 2016

«Paralelismos», traducido al griego

Gracias a Pedro Díez Fulgencio, profesor de español en Tesalónica, he podido ver «Paralelismos» traducido al idioma griego. La traducción puede leerse (verse, para los no grecohablantes) en la web de Constantino Paleologo, profesor del taller de español. Agradecido y sorprendido.

Pulsa sobre la imagen...


Entrada antigua de «Paralelismos» en La Nave de los Locos

lunes, 11 de abril de 2016

Carola Aikin (1961, Madrid, ESP)

La dama en el diván
(Las escamas del dragón, 2005)


Hubo una anciana tan diminuta que parecía el cojín más hermoso del diván donde esperaba morir devorada por un dragón de seda azul; una seda de tan fina calidad que hacía años había contagiado de arrugas el rostro de aquella mujer extrañamente poderoso y a la que todos siempre llamaban Gran Dama.



Junto al diván, un minúsculo ataúd, un viejo sirviente hastiado, un cofre. La luz de la tarde caía como oro sobre la mujer, sobre las fauces del dragón con quien dialogaba.


—No puedo soportar esta espera —le decía—, si no me devoras, pronto enloqueceré —luego se dirigió al criado—: abre el cofre y vuelve a decirme lo que hay dentro.

Mientras el criado recitaba de memoria la lista de sus posesiones, ella reía con el dragón.


Gabriela, el escribiente y yo
(Mujer perro, 2012)

Da miedo la ciudad vacía de gente. Da miedo el caos de objetos esparcidos. La Gran Avenida es un cementerio de autos, carteras, motos tiradas, bolsos, documentos, maletines, autobuses, llaves, ¡tantas, tantas llaves! En el aire rosa ululan los edificios: se estiran, se contonean como gigantes vertiginosos. Nadie. No ha quedado nadie salvo la mujer parada en la acera, el vestido algo desordenado. De sus manos cuelgan las bolsas de la compra, sus ojos recorren despacio el techo de la ciudad, se pierden en el cielo, en las formaciones rosáceas que parecen irse disolviendo unas en otras. Abajo, los edificios ya no bailan sobre sus goznes. Es plena hora punta en la Gran Avenida. Hora punta para el silencio, para lo incomprensible. Las pertenencias de los desaparecidos yacen agolpadas en las escaleras del metro de donde la mujer acababa de salir hoy lunes, día de mercado. No sólo se han desvanecido las personas, sino también los árboles, los gorriones, las palomas. La mujer está muy pálida. Parece una estatua con escote floreado en uve. A sus pies, entre el revuelto de periódicos y revistas, hay un montón de zapatos. Tras ella, junto a la boca de metro, el quiosco donde ha buscado refugio hace apenas minutos, o apenas horas o días o siglos. En algún pedazo de tiempo ella salía, luego intentó parapetarse en ese pequeño kiosco mientras estallaba el ruido, todo el ruido, y los remolinos de eco chocaban entre sí y contra todos y le levantaban las faldas y liberaban su cabello del moño tirante, lo sacudían en el aire colapsado de gritos y sombreros. Quizá fue por puro instinto que la mujer chilló a la vez que aullaban las ondas sonoras, con ojos prietos, hasta que todo paró. Una mujer fuerte y hermosa y compacta. Una mujer que se agacha, rompiendo la extraña quietud que emana de la súbita inmovilidad de la materia. Lentamente, deposita sus bolsas. Toma, uno a uno, los zapatos que se apilan sobre la acera. Con qué delicadeza los examina, los sitúa en abanico a su alrededor. Todos zapatos impares y absurdos.

Al fondo de la Gran Avenida brilla hoy la puerta de la ciudad, con su vencedor en lo alto, erguido e indómito sobre un caballo de piedra. Más allá, envueltos por la bruma, se extienden los suburbios, las grúas, las grúas que ya no chirriarán, la autopista fantasmagórica, silente, que acorrala a las montañas. Ya no coge el horizonte en el horizonte. Pareciera que el cielo se hubiese achicado unas cuantas tallas y se desprendiese por los bordes. Un cielo de papel.

Esto no es forma, le oigo decir a la mujer. No es forma ni hay derecho. Ha reacomodado las sagradas bolsas junto al semáforo. Se está quitando la rebeca, la dobla, la pone encima de las compras, se ordena el pelo, se alisa la ropa. Comienza a organizar la calle. Maletines aquí, paraguas allá. No piensa. No debe pensar. Carteras todas juntas, después incluso podrán clasificarse por nombres. Complementos. Papeles. Joyas, anillos, pulseras, pero ¿y los relojes? ¿Es que nadie llevaba relojes? No debe pensar. No piensa. Es bonito el escote floreado en uve, los pechos asomados y blancos y el correr de las manos tras el sudor. El vestido se adhiere a su cuerpo, lo redondea, aprieta su cintura. ¿Y las llaves? ¡Tantas llaves! La mujer respira hondo, toma el aire enrarecido, luminoso, violáceo. Respira fuerte. Murmura. Es una de esas mujeres que hablan mientras trabajan, que están acostumbradas a dialogar con los pasillos interminables, sucios, sucios de sueños, de deseos ahogados en cubos de agua con lejía. Ella sabe de los espacios que ocupan otros. Sabe dejarlos como si no hubiesen pasado por allí, como si no hubiesen dormido o comido o trabajado allí. Conoce bien las limpiaduras, los rastros, los secretos que nadie se molesta en esconder, ¿a quién le importa lo que piense una fregona? La mujer ríe, se tapa la cara con las manos. Tiembla. Llora ante la avenida regada de coches, abrigos, casas de mil plantas, carteles publicitarios, corbatas, medias, blusas. ¿Es que han marchado desnudos? 

¿Es que esperan que ella se ocupe de todo hasta que les dé la gana de volver? Da miedo. Da miedo la ciudad vacía. Hay hasta carritos de bebé con sonajeros, chupetes. Todos idos. Igual que en esas fotos antiguas donde nadie existe ya. Tanta gente. ¿Por qué?, se pregunta, ¿y por qué no yo? Y las azoteas de los edificios, imponentes como monolitos, incrustan sus antenas en el cielo. No imaginó que se podía llegar a esto en una mañana de lunes, en el atasco permanente de vehículos y cuerpos, en la lucha por llegar cada quien a su destino. La Gran Avenida, hoy.

La mujer se ha echado en la acera. Parece una diosa dormida al final de una batalla, los cabellos sueltos y castaños, la nuca destapada. Cómo deseo acostarme a su lado, comprobar que aún le late el corazón. Olerla. Decir su nombre: Gabriela, Gabriela. Le explicaré que nada importa, que fue el ruido harto de tanto ruido lo que estalló. No se podía seguir así. No se podía, susurro en su oído. Ella grita, me aparta con rabia. ¿Quién es usted? Sus lágrimas caen sobre mi camisa arremangada, mojan mis muñecas. Sólo quedamos nosotros, le digo. ¿Cómo «nosotros»? ¿Quién se cree que es usted y cómo sabe mi nombre? Reprimo la risa muy a duras penas. Quiero acariciarle la mano, tranquilizarla, pero Gabriela se ha levantado furibunda a recoger sus cosas. Mire, no estoy dispuesta a aguantar prepotentes, dice, los ojos duros, irónicos. Y menos ahora. 

Se marcha cargada con sus bolsas, la rebeca puesta de cualquier manera sobre los hombros. Avanza con seguridad, pisoteando todo lo que encuentra a su paso. 

No podrá ir muy lejos, me digo, y deleito mis ojos con el contoneo de sus nalgas fuertes, musculosas. Toda una inspiración. Ha colocado las bolsas del mercado sobre su cabeza, como hacen los indígenas cuando tienen por delante un trayecto largo y cansino: un brazo en la cadera, el otro sosteniendo el equipaje. Gabriela camina por la avenida, una figura esbelta, pequeña, tan pequeña. Se dirige a las montañas con paso firme. Ni una sola vez se ha vuelto a mirarme. No le intereso. No le intereso yo.

He comenzado a sentirme débil. Estoy cansado, de pronto muy cansado. En el pequeño cerco que Gabriela ordenó me siento en otro país, un país seguro con fronteras delimitadas a base de montones de periódicos, de prendas y zapatos. Me rodea sin embargo un continente salvaje, inexplorado, y tengo miedo. Pienso con rabia en Gabriela: yo había cambiado el mundo para tenerla conmigo. Yo he descrito a Gabriela. Yo la he convocado: le hice salir del metro para que todo estallara. Odio las multitudes, me hacen sentir solo. Y ahora estoy terriblemente solo en este pandemónium creado por mi propia desesperación. Gabriela me ha abandonado en el fin del mundo. Pienso que quizá me apresuré en revelarle su nombre. Sí, eso es. Debí haber sido más cauto, haberme disfrazado de personaje que sufre el mismo estentóreo destino. El afán por sobrevivir juntos me habría llevado a su lecho, sólo que no me pude aguantar. Mi Gabriela.

Inesperadamente se ha puesto a llover. El cielo descarga unas aguas azuladas que tintinean como campanillas de iglesia antes de tocar el suelo. El aire transporta olores metálicos. Pareciera que la ciudad estuviese encerrada en un gran vaso de vidrio, las campanas se escuchan cada vez más alto. He tenido que refugiarme en un soportal. Dudo de todo. ¿Dónde estará Gabriela con sus bolsas en la cabeza? Decido buscarla y salgo y corro. Todo se ha salido de mi control. Estoy perdido, perdido. La humedad empaña mis ojos. Avanzo a golpe de fuerza bruta, con una especie de instinto animal. No noto mi cuerpo. Sólo oigo entrar y salir el aire y el sonido metálico de esas diabólicas campanas. No importa qué le diga a Gabriela cuando la encuentre, necesito refugiarme en su calor.

Llego por fin hasta ella. No puedo dar crédito. Se me ha abalanzado cual pantera y me araña el pecho y grita: ¡Hay alguien más! ¡Otro hombre!, y no sólo sabe que me llamo Gabriela, también dice que usted se llama Sebastián. ¿Será posible? Increpa con furia. ¡Somos tres! Y sí, somos tres. Y él, el otro está aquí, como siempre, conmigo. Está con nosotros, en la lluvia, en el sonido de las campanas, en el repiquetear de las letras. Él entra y sale de este escenario techado en vidrio. Y así debí decirle a Gabriela. Pero de nuevo miento y con un hilo de voz le pregunto ¿Sabe usted adónde fue? Ella se echa a llorar en mis brazos. Ahora, por el momento, es mía y no de él. Él no la creó.

Estoy tranquilo. Hace días que Gabriela y yo estamos juntos. Ella parece haber desistido de su idea de irse a las montañas. No quedan plantas ni animales, le he dicho repetidamente. Ella pregunta por el resto del mundo, pero no sé nada, está muy lejos, demasiado. El problema es la comida, la falta de electricidad, la escasez de agua. Tenemos el tiempo contado. Gabriela ha organizado una buena despensa, yo encontré la mejor suite de la ciudad para los dos. Ella me hace muchas preguntas, parece aceptar el desastre con buen ánimo. A veces baila, le encanta bailar. Es bailarina, dice, era bailarina, mejor dicho. Esto me violenta un poco, sobre todo porque vaya a enterarse de que la tomé por fregona. Pero la tengo conmigo. A menudo me repito: Gabriela está conmigo. Sólo que no siempre. A veces caen grandes aguaceros y ella me pide que la deje tranquila un rato. Entonces salgo a mojarme y a correr y a sacar afuera la desesperación que me causa ese sonido de campanas. Cuando vuelvo está acostada y desnuda y sudorosa. No oculta su relación con él.

Sebastián, me dice en un susurro, Sebastián, ¿por qué no intentas escribir de nuevo? Creo que si lo hicieras podríamos salir de aquí, tener una vida normal. 

Me echo junto a Gabriela, le hago cerrar los ojos, intento borrar las caricias, los rastros que él deja en su vientre. «La noche era una hembra de tobillos rosados», escribo sobre su piel. No, quejiquea ella, no vuelvas con eso, venga y dale con lo mismo. Me levanto afligido de su cama. Me asomo a mirar con impotencia la destartalada ciudad. Luego, sin poder retener la ira tomo a Gabriela por los cabellos, le exijo que me diga cómo se llama su amante. Pero no lo sabe porque él no tiene nombre. Es un narrador sin nombre, un escribiente. Sólo espero no hacer con Gabriela lo mismo que hace él. Y me avergüenzo.

Hoy, siempre hoy, hemos descubierto en la segunda planta de unos grandes almacenes un ordenador que funciona con baterías. Gabriela me ha ido dictando el nuevo orden de la ciudad y yo he escrito con suma obediencia cada una de sus palabras. Me preocupa bastante la credibilidad del texto. También quizá la estructura, algo desenfrenada, no acabe de soportar el problema del tiempo. Pero para Gabriela nada de eso importa. Ella asegura que las necesidades básicas están cubiertas. Después de hacer el amor se ha quedado dormida. Qué plácida se la ve. Ha pedido un gran teatro, una maravillosa orquesta, una villa con jardines, fuentes, pavos reales. Y todo, todo exquisitamente ordenado. La lista es inmensa. He optado por las comas. Sólo al final hay un punto y antes del punto su nombre y el mío. Él no nos ha dejado ninguna otra opción. Ahora empieza el verdadero duelo entre nosotros. No paro de repetirme que, suceda lo que suceda, lo que importa es que hoy Gabriela está conmigo y no con él.


Mi musa 
(Mujer perro, 2012)

Yo amo a la mujer de vestido negro y largo que arrastra la corriente, hay algo invencible en ella, en la manera en que se desabrocha los botines, desliza sus medias, zambulle en el lago sus pies desnudos, deliciosos como peces. Tiemblo cuando viene, al final de la noche, sobre su silla de brazos anchos. No puedo resistirme y emerjo desde el lodo profundo para besar las cadenitas de dedos blancos, uñas color perla, siempre tan nerviosos, tan insatisfechos. Sabe que nada puede detenerme cuando, conmigo a su lado, apenas rozando mi lomo, abre su maletín y saca la máquina infernal, y entonces todo gira, giran el agua y el silencio y caen a cientos los folios de papel escrito y emborronado, y yo, monstruo dócil, fascinado, devoro sirenas, montañas, ciudades, pájaros.


¿Y tú quién eres? 
(Mujer perro, 2012)

Una vez Lilly me besó. Fue tan rápida en asaltarme. Un brinco de su torso por encima de la mesa del bar. Un abordaje de brazos flacos, tensos hasta el límite. Inquisitivos labios. Ni una palabra, sólo su lengua viajando por el universo de mi boca. La noche es una hembra de talones rosados, recuerdo que decía una canción obstinadamente, y yo me preguntaba si sería humana, esa hembra. Pero habíamos estado bebiendo y seguíamos bebiendo y el ruido de la gente, la música, la intensidad de Lilly, todo se columpiaba en mi cabeza. Ella había hablado de los grandes monos: ¿No entiendes que hay lugares donde les enseñan a comunicarse?, repetía aún y por siempre. ¿Cuándo aceptaréis que pueden contar lo que hicieron ayer, lo que harán hoy y mañana? Son como la gente que sueña y desea. Ella anclaba los codos sobre la mesa, se sacaba las sandalias de un tirón. Y bebía. Lilly bebía con prisa. Esa noche estuvimos solos, ella y yo. 

Pueden soñar, pueden soñar. Su pie desnudo había rozado mi pantalón como un pájaro huidizo, alborotado. Yo no retiré las piernas. Me fascinaba, me aterrorizaba pensar que pudiera posarse en mí. Pero no retiré las piernas y mis sentidos recorrieron incansables la distancia abismal que nos separaba y luego la piel de su boca y el espacio blando donde se juntaban sus orgánicos pechos, y de nuevo el rostro de Lilly, encendido por la conversación. Llevaba días observándola, retrasando mis propias obligaciones para verla entrar cada mañana en la jaula del gran macho: la cara resplandeciente, sus muslos reventando los vaqueros. Inevitablemente, también me invadieron las imágenes de Él lamiendo los dedos de las delicadas manos de Lilly, espulgando su larga cabellera ante decenas de visitantes, cuidadores, niños atónitos con las narices pegadas al cristal de seguridad que los separaba del gorila más peligroso del mundo. ¡Salvaje Lilly! Su comportamiento provocaba comentarios y risas entre el equipo de trabajo del zoo, entre los colegas universitarios. ¿Cómo es posible que la Dirección le permita exhibirse de esta manera a la nueva becaria? Sin embargo a mí, esa noche, esas imágenes mentales, obsesivas, me impulsaron a proferir un reclamo borracho y profundo. ¡Yo también tengo sueños, Lilly!, le dije, y entonces fue cuando ella se tiró a besarme y yo supe que no había marcha atrás. Caí adentro de sus ojos, húmedos ojos de lago donde se bañan los monstruos. Ningún suspiro. Nada que me recordara a una mujer. Cuando nos separamos, Lilly ocupó de nuevo su asiento con increíble agilidad y continuó hablando algo nerviosa, claramente decidida a no permitir que se instalase el silencio entre nosotros. Yo aproveché para hurgar con mis ojos su boca, espiar el movimiento de sus labios. Quería ver su lengua, descubrir su cuerpo. Follarla, eso era lo que quería, lo que me aterraba. Intenté imaginarme desnudo junto a ella. Pero dónde, ¿en mi cama? ¿Es que nadie va a apreciar nunca las pinturas de Tarzán?, me insistía ahora, y a la vez jugaba con su pie alado bajo la mesa. Tarzán es, no sé cómo explicarte, Tarzán... La palabra Tarzán, la manera de pronunciar ese nombre de gorila, como si se perteneciesen el uno al otro, como si ambos estuviesen unidos por un vínculo secreto, despertó en mí una rabia profunda. ¡Las pinturas de Tarzán! Ya en la mañana el cuidador me había comentado, no sin suspicacia, que el gran macho había pintado un corazón en los muros de la jaula con sus propios excrementos y que entonces ella, a modo de premio, lo había besado en la boca. Sentí más furia y atrapé el pie de Lilly. ¡Un corazón de mierda! A Lilly no pareció preocuparle la presión de mi mano sobre la yugular de sus talones de diosa. Obstinada, volvió a repetir ese nombre. Tarzán. La cerveza resbalaba por su garganta. Sonreía absorta, extrañamente desconectada, como si nada estuviese sucediendo o hubiese sucedido entre nosotros dos. No, ella no me necesitaba, no necesitaba ninguna palabra de amor. El pelo revuelto, camiseta blanca y estrecha sobre sujetador negro como la noche. La noche cuando te pregunta: ¿Y tú quién eres? Y no sabes qué responder y entonces quieres matarla. Bajo la mesa las sandalias doradas de Lilly, caídas, impertinentes; su pie aún palpitando entre mis manos; el tono en que me pide que le cuente mis sueños. Anda, cuéntamelos… Quisiera pensar que clavé los ojos en el suelo, entre colillas y papeles, para no tirarme sobre ella a comerme su corazón. ¿Cómo son tus sueños? La voz rubia de Lilly. Lilly desgarrando mis neuronas, amándose con Tarzán y Tarzán soy yo. Lilly lamiendo su pelaje, el mío. Ruido y gente. El beso con cerveza, con ojos de oscura suavidad. Quisiera pensar que pude haberla matado en esos instantes, ¿o es que los machos respetan la vida de las hembras que no pertenecen a su especie? Mírame, dijo ella, de pronto con firmeza en la voz. Pero no quise o no pude mirarla. Bajé los ojos, deseé no estar, no ser yo. En la jaula ella me visita, dice que siempre me amará. Y yo le voy a arrancar los jeans. Me ofrece golosinas para simios y yo voy a arrastrar su cuerpo hasta el recinto interior para que nadie vea lo que pienso hacer con ella. Continuábamos sentados en el maldito bar y era yo quien ahora flotaba en una sensación de extravío. Entre nosotros había surgido un precipicio de silencio: cada uno a su lado de la mesa; el pie de hielo de Lilly apresado por una de mis extremidades... lunático contacto que ella, con ímpetu profesional, intentaba descodificar o transformar en algo, abrir una vía de comunicación quizá, o qué sé yo aún hoy de sus procederes y métodos. En un momento dado Lilly decidió que atravesaría el abismo y así me lo dio a entender con una mirada cargada de significado, una especie de lenguaje para oligofrénicos, pensé yo. Entonces comenzó a transgredir mi zona de seguridad, extendiendo el brazo blanco, tomándome de la barbilla. Mírame, por favor, dijo, muy despacio. Pero ¿y si volvía a besarme? ¿Qué pasaría después? Solté su pie de golpe, arranqué su mano de mi cara. No soy un gorila, rugí. Antes de abofetearme, de marcharse descalza por la puerta de ese bar, Lilly susurró: No, tú sólo eres un animal desdichado. Años más tarde volví a ver a Lilly. La detecté entre el gentío por su forma de caminar, como si sortease árboles en un bosque. Llevaba el pelo pintado de rojo violeta, a juego con los labios, con el bolso enorme y rebosante de papeles. Me sorprendió el gesto tirante de su boca. Los ojos no se los pude ver, los escondían unas gafas de sol alargadas, puntiagudas. Una gabardina muy corta, insinuaba el poderío de sus caderas, de sus aún imponentes nalgas. Qué lástima. Cómo hubiera deseado detenerla, conducirla a un portal oscuro. Entonces yo ya no era un joven y me sentía con la autoridad para tocarle el hombro, hablarle al oído. No lo hice. Pero estuve tan cerca de ella. Pude observar el blanco silvestre que nacía entre sus cabellos con la timidez de las pequeñas orquídeas, pude contar los pliegues de piel que orillaban el óvalo de su cara, pude incluso haber ido tras ella para olisquearla a mi placer pues dejaba un rastro inconfundible. Pero tampoco lo hice porque ese olor contenía algo más, antiguas sensaciones, un sueño enredado en lo profundo. Hui presa del viejo terror, la culpa, la vieja fascinación. Estuve vagabundeando por esta ciudad que aún hoy me contagia la tristeza de sus jaulas, de sus seres cautivos, y me obliga a preguntarme ¿Y tú quién eres?

lunes, 4 de abril de 2016

LA LOCURA DE LOS PECES, en La Microbiblioteca

Ya tienes un ejemplar de La locura de los peces (Alumbre, Cádiz, 2015) en los estantes de la microbiblioteca de Barberà del Vallès. Puedes leer la entrada aquí, con La locura de los peces y Cuestión de perspectiva. Gracias especialmente al Sr. Guri por su amabilidad y dedicación.
La Biblioteca Esteve Paluzie se convierte desde septiembre de 2011 en la primera biblioteca especializada en el género del microrrelato y crea y mantiene un fondo especial dedicado a este género literario con los objetivos de fomentar la lectura, difundirlo y ser referencia para los aficionados y las aficionadas al relato breve.

domingo, 20 de marzo de 2016

Isabel González (1972, Zaragoza, ESP)

Tic tac
(Relatos en Cadena, 2010)


Ese tic tac que escuchamos hace rato los dos. Ese tic tac que silenciamos con el tuc tuc de nuestro cabecero repicando en la pared; con el tic tic de los zapatos pequeños por el pasillo, con el toc toc de unos nudillos en la puerta cuando esperábamos a alguien. Ese tic tac formidable contra el que siempre obramos y que ahora ya no suena ha de andar por algún sitio. Nos cogemos de la mano y caminamos descalzos, atentos a los crujidos de la noche. Pegamos la oreja al carillón y ahí está. Un tic tac débil. Exhausto como nosotros. Prisionero de su esfera.



Magnetismo 
(La aldea de F., 2011)

Los chatarreros avanzan hacia nuestro tren. Los oímos venir de lejos, en cuadrilla, como un batallón de zíngaros. Nuestro santo tren despierta su codicia. Alimenta sus imanes. Magnetitas negras y gigantes contra las que nuestros fusiles no pueden luchar. Una vez más, remontan la loma, despliegan sus pegajosas grúas sobre las vías y, entre truenos de quincalla, una lluvia inversa de tornillos y resortes asciende desde el suelo. De nada sirve que amarremos los vagones a los postes ni los hijos a las cunas. Su poder de atracción encabrita la locomotora, arranca los raíles. Bastante hacemos con sujetar nuestros rifles. Con abrazar a nuestras mujeres. Al cabo de los días, suelen devolvernos alguna. «La atrajimos por descuido», nos dicen. La mujer regresa ocre, galvanizada de atardeceres, fundida, diríase, a base de hierro y carne. Los reproches rebotan contra su cuerpo.


Sombras 
(La aldea de F., 2011)

La sombra de una acacia encara el muro, se dobla para remontar el edificio y penetra por la ventana. Es allí donde se disgrega, se multiplica, se mete bajo la cama y ocupa las cerraduras y los ojos de ese Cristo del crucifijo. Las sombras ríen a salvo en sus escondrijos. De puntillas, corren hacia la chaqueta que cuelga en el respaldo de la silla. El hombre estira un brazo y alcanza la prenda. Sale del cuarto y, con la desgana de siempre, arrastra su chaqueta hacia la escalera. El hombre ignora su tenebroso cargamento. El hombre ignora que ya respira sombra, que come sombra cuando habla, que está regalando un beso de sombra al retrato de su esposa colgado en la pared. Porque amaestramos las sombras, porque logramos que no alboroten, que no griten, que no molesten al vecindario. Y si están amaestradas, si no alborotan ni gritan ni molestan, qué es lo que ocupa la bocamanga de la prenda, por qué el hombre no puede introducir su mano y sobre todo, quién lo ha empujado escaleras abajo. El hombre rueda de peldaño en peldaño, choca contra el portón y el portón se abre. Su cuerpo queda tendido en la calle. A plena luz del día mientras las sombras manan de la chaqueta, se funden con la sangre y fluyen como alquitrán hacia el pie de la acacia. Allí, sangre y sombras, en perfecta simbiosis, recomponen su silueta de cotidiano árbol del paseo.


La Transición española 
(Revista Quimera, 360, 2013, p. 42)

Convulsa transición española. Convulsa para los españoles y convulsa también para los botijos, que por aquella época y tal vez por esta, éramos casi lo mismo. Algo arcilloso y chaparro que crecía al pie de un olivo; un silencio ventrudo en una sombra; una forma de rezar hecho bola, de rodillas, con las manos y los pies muy juntos. Un tiempo de tierra hasta que llegaron las neveras. Las neveras fueron las suecas de los electrodomésticos. Blancas, altas, frías, haced vosotros el resto de comparaciones. Las neveras invadieron nuestras casas y nos demostraron sin clemencia la humildad refrigerante de nuestros hermanos de barro. Porque lo eran. Porque los botijos eran nuestros hermanos. Porque los botijos éramos nosotros nos resistimos a tirarlos y los metimos dentro. En el único sitio donde cabían, en la parte inferior del invento. Compartían espacio y volumen con la sandía, lo recuerdo bien. Abrías la nevera e igual que dos pechos asimétricos, uno verde y despezonado, y otro ocre y empitonado, sandía y botijo refrescaban nuestras fantasías puberaniegas. No nos hacía falta mucho. Sabíamos cuánto teníamos, pero apenas sabíamos qué nos faltaba. Sabíamos que los pechos auténticos, los de carne, los pulposos, los que vimos a no sé quién no sé dónde (eso jamás se cuenta) no se guardaban en la nevera. Los pechos de verdad se guardaban en la tele. Encendías la tele y aparecía una teta. Una teta: ojo de Cíclope. Una teta: mitad de pecado. Una teta: hipertrofiada mitra. Una excita más que dos. Eso también lo aprendimos en aquella época de botijos presos, sandçias escarchadas y fantasías monopectorales como amazonas. Mitología ibérica. Metamorfosis hortofrutícula. Trece años. Verano. Convulsa transición española.


¿Cuánto tiempo pueden pasar sin besarse frente a un café? 
(De antología, 2013)

Él lo sabe y por eso calla.
Ella lo sabe y por eso habla.
Él bebe y se fabrica una mancha en los labios que a ella le molesta. Pero ella no va a señalarla. Ella no va a pronunciar labios porque labios es más silencio que el silencio. Ella se alía con el ruido. Mucho ruido. Las cucharillas contra la loza, las tragaperras, la televisión. Un cliente abre la puerta y el aire destruye los peinados. Ella sigue hablando, come pelo. Él se aburre, bosteza. Qué interés puede tener la conversación frente a un café del que apenas queda un sorbo. El hombre lo apura y perfila consciente la mancha de su boca. Algo oscuro que ella debería limpiar con saliva. La saliva acude. Pero ella no. Ella resiste. Ella bebe despacio y se desliza inexorable hacia el momento de sus propios labios sin café ni meta. Su boca vacía. Las tazas vacías. La mancha que se aproxima y la convulsión. Porque no es pigmento. Porque vista de cerca, la mancha también es hueca. Negra de tan vacía, de tan profunda. En un acto de legítima defensa, la mujer congrega todas las palabras en su mandíbula y las arroja al abismo. Palabras sólidas como piedras: trabajo, esposo, reloj, hijos, religión, padre. El beso aplastado en lo hondo alimenta las tinieblas. Dos fantasmas piden la cuenta.

lunes, 7 de marzo de 2016

Víctor Lorenzo Cinca (1980, Balaguer, Lleida, ESP)

Cánsate conmigo

No puedo quedarme collado: me gastas. Quiero hacer el humor contigo, que fallemos como animales. Y luego, si quieres, nos coseremos. Y haremos un viejo, donde tú profieras. Jamás me iré de tu lodo, por muy mal que lo posemos. Veremos la tela de plasma, tarados en el sofá, enlozadas las monas. Dedicaré mi veda a hacerte falaz. Y tendremos un ojo, o dos, y procuraremos que cometan los mismos horrores que nosotros. No te quedes ahí parada. Ven. Sógame. 


Memeces

Me miras pero no me ves. Me oyes pero no me escuchas. Me hablas pero no me dices. Me muestras pero no me enseñas. Me quieres pero no me amas. Me marcho. Sin peros.


Preposición indecente (De antología, 2013)

Tras cerrar el último bar, ya de madrugada, me propuso subir a. Estás en tu casa, no voy a hacer nada que no quieras, me juró ante. Nos desnudamos con prisa, nos metimos en la cama y nos buscamos bajo. Me agarró del brazo cuando me vio abrir el cajón de la mesita situada cabe. No quiero hacerlo con, dijo muy serio. Yo me negué, pero me acorraló contra. Nunca imaginé que fuera capaz de, porque nos conocíamos desde, cuando nos conocimos en. Gemí de dolor, de rabia, atrapada entre. Tuve que apartar la mirada y dirigirla hacia, mientras me preguntaba hasta, sin entender sus motivos para. Le supliqué que se detuviera, por. Pero él continuaba actuando según. No pude zafarme de él hasta que quedó agotado, exhausto, sin. Mientras se vestía, me aconsejó no contar lo ocurrido a nadie, so. Se oyó un portazo y me quedé sola, llorando, tendida sobre. Aún me cuesta encontrar las palabras para explicar cómo me siento tras.


Lunático (Llamara(u)das, 2013) 

Ícaro aplazó el vuelo hasta la noche.


Sin falta 

Mi primera novia, a los quince, fue Rosa, una jovencita frágil y delicada. Una pena que nuestro amor efímero se marchitara en un solo verano. Después, en la facultad, estuve con Remedios, estudiante de farmacia, con quien todo fue de maravilla hasta que descubrí su enfermiza hipocondría. Más tarde conocí a Bárbara, una Erasmus de rasgos exóticos, con la que muy a mi pesar no congeniamos; parecía que habláramos idiomas distintos y pese a estar juntos todo un curso, jamás nos entendimos del todo. Tras el verano vino Inmaculada, con la que lo pasé muy bien hasta que empecé a frecuentar más de la cuenta su piso de soltera, aséptico hasta la náusea. Luego apareció en mi vida Nieves, la chica del pueblecito de montaña, de muy fácil convivencia, pero muy fría en la cama. Eso nos distanció. Con Ángeles, mi siguiente relación, fue peor porque jamás tuvimos sexo. Pilar fue mi apoyo tras la ruptura, pero se cansó de soportar siempre sola el peso de la pareja y acabó marchándose. Luego conocí a Clara, preciosa y transparente, pero decía las verdades a bocajarro, y su modo de hablar sin rodeos me ofendía con frecuencia. Con Paz, mi última novia, no hubo ningún problema, ninguna discusión. Seguramente por eso lo dejamos. Hace cuatro o cinco semanas conocí a Concepción. Nos casamos el mes que viene. Sin falta.


Abecé diario

Alarma, bostezo, café chutado, ducha. Empezamos: facebook, gmail, hotmail. Infojobs, jaqueca, kleenex. Lástima. Macarrones, noticias, ñus. Otros proyectos quiméricos. Retirada. Sofá, tele, un viejo western xenófobo yanqui. Zzzz.


Más sobre Víctor Lorenzo Cinca:

Blog personal: Realidades para lelos

Su primer libro de relatos: Cambio de rasante (Editorial Enkuadres, 2016)

miércoles, 3 de febrero de 2016

Las acotaciones de "Divinas palabras" (Valle-Inclán). Nuevos valores

La revista filológica Tropelías, editada por el Área de Teoría de la Literatura Comparada de la Universidad de Zaragoza, ha incluido mi estudio «Las acotaciones de "Divinas palabras". Nuevos valores» en el número 25 de su edición digital (2016, pp. 313-324).

Huyendo de las corrientes artísticas del momento —Modernismo, Generación del 98—, Valle-Inclán reformuló en Divinas palabras (1919) el concepto de acotación teatral. El apartado didascálico es el lugar desde el que el acotador controla los personajes y las situaciones, conformándose como una tercera constante dramática junto al argumento y el ambiente. Pero la recomposición también afectó al espacio —se multiplican los escenarios— y al tiempo, que se fragmenta y se condensa, lo que complica aún más la representación en un escenario. La intromisión del autor es patente, pues se esparcen toques líricos y sensoriales; por el contrario, Galicia es el espacio mítico donde se analizan los vulgares comportamientos humanos de forma directa y sin escrúpulos.
Palabras clave: Valle-Inclán; Divinas palabras; Teatro; Modernismo; Generación del 98; Acotación; Escenario; Representación; Espacio mítico

Gracias al consejo editorial de Tropelías. Pulsa aquí para leer online o descargar en pdf.