...blog literario de rubén rojas yedra

martes, 25 de enero de 2011

Óscar De la Borbolla (1949, MEX)

Los locos somos otro cosmos
Las vocales malditas, 1988

Otto colocó los shocks. Rodolfo mostró los ojos con horror: dos globos rojos, torvos, con poco fósforo como bolsos fofos; combó los hombros, sollozó: «No doctor, no... loco no...». Sor Socorro lo frotó con yodo: «Pon flojos los codos —rogó—, ponlos como yo. Nosotros no somos ogros». Sor Flor tomó los mohosos polos color corcho ocroso; con gozo comprobó los shocks con los focos: los tronó, brotó polvo con ozono. Rodolfo oró, lloró con dolor: «No, doctor Otto, shocks no...». Sor Socorro con monótono rostro colocó los pomos: ocho con formol, dos con bromo, otros con cloro. Rodolfo los nombró doctos, colosos, con dolorosos tonos los honró. Como no los colmó, los provocó: «Son sólo orcos, zorros, lobos. ¡Monos roñosos!». Sor Flor, con frondoso dorso, lo tomó por los hombros; sor Socorro lo coronó como robot con hosco gorro con plomos. Rodolfo con fogoso horror dobló los codos, forzó todos los poros, chocó con los pomos, los volcó; soltó tosco trompón, sor Socorro rodó como tronco. «¡Pronto, doctor Otto! —convocó sor Flor—. ¡Pronto con cloroformo! ¡Yo lo cojo!...». Rodolfo, lloroso con mocos, los confrontó como toro bronco; tomó rojo pomo, gordo como porrón. Sor Flor sonó como gong, rodó como trompo, zozobró.

Otto, solo con Rodolfo, rogó como follón, rogó con dolo: «Rodolfo... don Rodolfo, yo lo conozco... como doctor no gozo con los shocks; son lo forzoso. Los propongo con hondo dolor... Yo lloro por todos los locos, con shocks los compongo...».

—No, doctor. No —sopló ronco Rodolfo—. Los shocks no son modos. Los locos no somos pollos. Los shocks son como hornos; son potros con motor, sonoros como coros o como cornos... No, doctor Otto, los shocks no son forzosos, son sólo poco costosos, son lo cómodo, lo no moroso, lo pronto... Doctor, los locos sólo somos otro cosmos, con otros otoños, con otro sol. No somos lo morboso; sólo somos lo otro, lo no ortodoxo. Otro horóscopo nos tocó, otro polvo nos formó los ojos, como formó los olmos o los osos o los chopos o los hongos. Todos somos colonos, sólo colonos. Nosotros somos los locos, otros son loros, otros, topos o zoólogos o, como vosotros, ontólogos. Yo no los compongo con shocks, no los troncho, no los rompo, no los normo...

Rodolfo monologó con honroso modo: probó, comprobó, cómo los locos sólo son lo otro. Otto, sordo como todo ortodoxo, no lo oyó, lo tomó por tonto; trocó todos los pros, los borró; sólo lo soportó por follón: obró con dolo. Rodolfo no lo notó. Otto rondó los pomos, tomó dos con cloroformo, como molotovs los botó. Rodolfo con los ojos rotos mostró los rojos hombros; notó poco dolor, borrosos los contornos, gordos los codos; flotó. Con horroroso torzón rodó con hondo sopor. Rodolfo soñó. Soñó con rocs, con blondos gnomos, con pomposos tronos, con pozos con oro, con foros boscosos con olorosos lotos. Todo lo tocó: los olmos con cocos, los conos con oporto rojo, los bongós con tonos como Fox Trot. Otto lo forró con tosco cordón, lo sofocó. Rodolfo sólo roncó. Sor Socorro tornó con poco color. Sor Flor con bochorno tomó ron: «Oh, doctor —lloró—, oh, oh, nos dobló con sonoro trompón». Otto contó cómo lo controló. 

—Otto, pospón los shocks —rogó sor Socorro. 

—No, no los pospongo. Loco o no, yo lo jodo. No soporto los rollos... Pronto, ponlo con gorro. 

—¿Cómo, doctor —notó sor Flor—, ocho volts? 

—No, no sólo ocho. ¡Todos los volts! Yo no sólo drogo, yo domo... Lo domo o lo corrompo como bonzo. 

—¡Oh no, doctor Otto!, como bonzo no. 

—¡Cómo no, sor Socorro! Nosotros no somos tórtolos o mocosos; somos los doctos... ¡Ojo, sor Socorro! No soporto los complots... 

Otto con morbo soltó todos los volts, los prolongó con gozo. Sor Socorro con sonrojo sollozó. Sor Flor oró por Rodolfo. Rodolfo roló como mono, tronó como mosco. Otto lo nombró: «Don gorgojo», «loco roñoso», «golfo». Rodolfo zozobró con sonso momo. Otto cortó los shocks.


Luisa Valenzuela (1938, ARG)


Hobbies
Ciudad impune, 1986

En la colección es la única pieza que me falta años estuve tratando de lograr coherencia el sistema que diera la unidad a las partes y perdí largas tardes en clasificaciones y hubo días enteros que no salí de mi casa buscando algunos ejemplares y a veces perdí la noción del tiempo investigando la pista hacia el cruel elemento por las noches soñaba que encontraba la pieza y que era del color y tamaño requeridos y hasta a veces despierto intuía encontrarla en una esquina recóndita de mi propia guarida las demás están todas tranquilas encerradas en sus cajas de vidrio con títulos intactos descansando a la sombra del mundo activo malo graciasadios a salvo de mi desasosiego y de mis ganas locas de mirarme al espejo y comprobar aterrado que yo soy esa pieza la difícil la única pieza que me falta.

jueves, 6 de enero de 2011

Enrique Anderson Imbert (1910, Córdoba, ARG-2000)

La pierna dormida
El Grimorio, 1961

Esa mañana, al despertarse, Félix se miró las piernas, abiertas sobre la cama, y, ya dispuesto a levantarse, se dijo: «¿y si dejara la izquierda aquí?». Meditó un instante. «No, imposible; si echo la derecha al suelo, seguro que va a arrastrar también la izquierda, que lleva pegada. ¡Ea! Hagamos la prueba». Y todo salió bien. Se fue al baño, saltando en un solo pie, mientras la pierna izquierda siguió dormida sobre las sabanas. 


Alas
El Grimorio, 1961

Yo ejercía entonces la medicina, en Humahuaca. Una tarde me trajeron un niño descalabrado: se había caído por el precipicio de un cerro. 

Cuando, para revisarlo, le quité el poncho, vi dos alas. Las examiné: estaban sanas. Apenas el niño pudo hablar le pregunté: 

—¿Por qué no volaste m’hijo, al sentirte caer? 

—¿Volar? —me dijo—. ¿Volar, para que la gente se ría de mí?



El gato de Chesire
El gato de Chesire, 1965

El autobús lleno de turistas se detuvo al pie del cerro, saltamos a la cuesta y, todos en grupo, empezamos a subir. 

Tomó la delantera un hombre extraño, delgado, alto, rubio, ágil, con movimientos de ave o de ángel. Yo no había reparado en él durante el viaje. Ahora vi cómo se distanciaba de nosotros, con ligeros y seguros pasos, siempre hacia arriba. 

Subió y subió, y yo, junto con los demás turistas, lo seguía sin quitarle la vista. Cuando llegamos a una roca que él había dejado atrás, sin esfuerzo, como si no fuera un obstáculo, nosotros teníamos que pararnos, rodearla y treparla penosamente. 

No había modo, no digo de alcanzarlo, pero ni siquiera de disminuir la ventaja que a cada paso nos sacaba. Lo vi llegar a la cumbre y encaramarse a la roca más alta. Esperé que continuase ascendiendo por el aire azul de la mañana pero decidió, no sé por qué, acaso para no avergonzarnos, quedarse allí. 


La montaña
El gato de Chesire, 1965

El niño empezó a treparse por el corpachón de su padre, que estaba amodorrado en la butaca, en medio de la gran siesta, en medio del gran patio. Al sentirlo, el padre, sin abrir los ojos y sotorriéndose, se puso todo duro para ofrecer al juego del hijo una solidez de montaña. Y el niño lo fue escalando: se apoyaba en las estribaciones de las piernas, en el talud del pecho, en los brazos, en los hombros, inmóviles como rocas. Cuando llegó a la cima nevada de la cabeza, el niño no vio a nadie. 

—¡Papá, papá! —llamó a punto de llorar. 

Un viento frío soplaba allá en lo alto, y el niño, hundido en la nieve, quería caminar y no podía. 

—¡Papá, papá! 

El niño se echó a llorar, solo sobre el desolado pico de la montaña. 


Espiral
El gato de Chesire, 1965

Regresé a casa en la madrugada, cayéndome de sueño. Al entrar, todo obscuro. Para no despertar a nadie avancé de puntillas y llegué a la escalera de caracol que conducía a mi cuarto. Apenas puse el pie en el primer escalón dudé de si ésa era mi casa o una casa idéntica a la mía. Y mientras subía temí que otro muchacho, igual a mí, estuviera durmiendo en mi cuarto y acaso soñándome en el acto mismo de subir por la escalera de caracol. Di la última vuelta, abrí la puerta y allí estaba él, o yo, todo iluminado de Luna, sentado en la cama, con los ojos bien abiertos. Nos quedamos un instante mirándonos de hito en hito. Nos sonreímos. Sentí que la sonrisa de él era la que también me pesaba en la boca: como en un espejo, uno de los dos era falaz. «¿Quién sueña con quién?», exclamó uno de nosotros, o quizá ambos simultáneamente. En ese momento oímos ruidos de pasos en la escalera de caracol: de un salto nos metimos uno en otro y así fundidos nos pusimos a soñar al que venía subiendo, que era yo otra vez. 


Las últimas miradas
Dos mujeres y un Julián, 1982

El hombre mira a su alrededor. Entra en el baño. Se lava las manos. El jabón huele a violetas. Cuando ajusta la canilla, el agua sigue goteando. Se seca. Coloca la toalla en el lado izquierdo del toallero: el derecho es el de su mujer. Cierra la puerta del baño para no oír el goteo. Otra vez en el dormitorio. Se pone una camisa limpia: es de puño francés. Hay que buscar los gemelos. La pared está empapelada con dibujos de pastorcitas y pastorcitos. Algunas parejas desaparecen debajo de un cuadro que reproduce Los amantes de Picasso, pero más allá, donde el marco de la puerta corta un costado del papel, muchos pastorcitos se quedan solos, sin sus compañeras. Pasa al estudio. Se detiene ante el escritorio. Cada uno de los cajones de ese mueble grande como un edificio es una casa donde viven cosas. En una de esas cajas las cuchillas de la tijera deben de seguir odiándoles como siempre. Con la mano acaricia el lomo de sus libros. Un escarabajo que cayó de espaldas sobre el estante agita desesperadamente sus patitas. Lo endereza con un lápiz. Son las cuatro del la tarde. Pasa al vestíbulo. Las cortinas son rojas. En la parte donde les da el Sol, el rojo se suaviza en un rosado. Ya a punto de llegar a la puerta de salida se da vuelta. Mira a dos sillas enfrentadas que parecen estar discutiendo ¡todavía! Sale. Baja las escaleras. Cuenta quince escalones. ¿No eran catorce? Casi se vuelve para contarlos de nuevo pero ya no tiene importancia. Nada tiene importancia. Se cruza a la acera de enfrente y antes de dirigirse hacia la comisaría mira la ventana de su propio dormitorio. Allí dentro ha dejado a su mujer con un puñal clavado en el corazón.