Todos los días Clifford sale a pasear con su paraguas y entretiene sus mañanas recorriendo su barrio. Vive con su familia en un área periférica de Dublín, alejado de los ruidos y la brusquedad de la gran ciudad. A Clifford le gusta observar el trabajo meticuloso de los vecinos de su barrio y se detiene junto a sus negocios, en la lonja o en la acera de la calle principal a contemplar divertido las inocentes discusiones entre algunos o los grotescos ademanes de violencia de otros desde una localización, en su opinión, privilegiada.
Clifford casi siempre pasa desapercibido, y eso es lo que le gusta de su barrio, pero no así su paraguas, del que no puede decirse lo mismo precisamente. A Clifford le gustaría que nadie molestase a su paraguas y que lo dejaran en paz para así poder disfrutar festivamente de su compañía. Los niños de su edad se ríen de Clifford porque no sabe pasar una sola mañana sin su paraguas. Ningún niño lleva un paraguas a no ser que llueva y eso lo sabe Clifford, pero no comprende por qué no puede llevar un paraguas al mercado o al colegio en cualquier otro día del año sin necesidad de que coincida con un cielo nublado. Estos niños tratan de arrebatarle diariamente el paraguas a Clifford e insisten en sus burlas ante la precaria defensa de Clifford, queriendo que Clifford acuda al colegio solamente con su mochila, tal como hacen todos. Clifford, sin embargo, no necesita una mochila porque sabe que dentro de ninguna mochila cabe su preciado paraguas.
Los adultos nunca intentar quitar su paraguas a Clifford, pero, de nuevo en su opinión, lo miran mal. A Clifford le parece ver como los adultos murmuran a su paso, pero como habitualmente gusta de pasar desapercibido, Clifford no presta atención a tales cuchicheos y prosigue radiante su recorrido diario.
En su casa, en el 17 de Oak St., ven corriente esta actitud de Clifford. En su familia, todos tienen un paraguas: su padre, su madre y hasta su hermano mayor. Todos, excepto su abuela. El padre de Clifford trata de explicar a Clifford por qué esto es así. Demasiado vieja, quizás, como para pensar en paraguas. En su infancia nunca tuvo un paraguas y tuvo que habituarse a crecer sin él. Como Clifford no sabe desacostumbrarse del suyo, no comprende muy bien esta actitud de su abuela. Aún así, trata de ser comprensivo y paciente con ella que a veces no controla sus malas palabras hacia Clifford y el resto de la familia, a los que juzga por tener un paraguas propio. La abuela de Clifford, sin embargo, es especialmente cruel con Clifford porque Clifford acostumbra a acompañarse de su paraguas en sus paseos matutinos. El resto de su familia no saca su paraguas de casa, a veces ni cuando llueve, y esto es más del gusto de la abuela de Clifford, que se muestra algo más displicente con ellos.
Las recomendaciones del padre de Clifford se limitan a los domingos: esos días Clifford no debe completar su itinerario con la visita al centro de reunión de aquellos que prefieren acompañarse de otros objetos en vez de un paraguas y que murmuran al paso de Clifford y cuyos hijos tratan de despojarle de su paraguas. El padre de Clifford no deja que su hijo dude de esos otros objetos ni de su valiosa utilidad como acompañantes como tampoco permite que su hijo sea malintencionado con aquellos que sí parecen serlo con él. Clifford, a su edad, no entiende los razonamientos de su padre pero obedece sin discusión, manteniendo en secreto una cierta curiosidad o morbo inocente por este lugar “prohibido”.
Así las cosas, la vida de Clifford acontece relativamente serena. Aunque le gustaría que todos llevaran un paraguas como él, entiende que esto no hay razón absoluta para que esto sea así. Cada uno debe elegir, piensa Clifford indulgente, si quiere o no llevar un paraguas. Como Clifford recapacita de tal forma, no sabe por qué los demás niños y los demás adultos no cavilan en el mismo sentido y por qué no respetan su decisión de llevar su paraguas por la calle, insultándole de la misma manera que lo hace su propia abuela. Pese a todo, Clifford intenta ser respetuoso y nunca perder la compostura ante tales provocaciones.
A Clifford le encanta disfrutar de las mañanas soleadas en su barrio, tan tranquilo y silencioso como cualquier otro barrio periférico de Dublín. Le gusta observar el trajín del mercado y le divierte la cotidiana contemplación de las discusiones airadas entre los vecinos siempre, eso sí, acompañado por su paraguas.
En la mañana de uno de esos domingos de mes, a Clifford le sorprende una repentina tormenta casi al final de su periódico paseo, y no puede hacer otra cosa que abrir por fin su paraguas para evitar mojarse el pelo, lo que acarrearía un catarro más que asegurado de producirse tal accidente. Allí mismo, delante del centro de reunión, Clifford está detenido con su paraguas ampulosamente abierto, concentrado en pensamientos dubitativos. Su duda estriba en si hace bien plantándose frente a aquel lugar, objeto de las advertencias de su padre, pero satisface al tiempo su curiosidad por las enormes puertas de madera.
Clifford no sabe cuanto tiempo estuvo así inmóvil. En un momento dado, las puertas ceden al empuje interior y Clifford observa como la gente se sorprende de la lluvia y maldice su falta de previsión meteorológica. Clifford sólo sabe que se asusta cuando muchos de los que de allí salen aprovechan el contorno protector de su paraguas para resguardarse junto a él. A Clifford no le gusta en exceso la idea pero no pone pegas a lo que sucede, tal como le aconseja su padre. Sin embargo, todo comienza a torcerse cuando Clifford ya no es capaz de controlar a todos los que, sin medida ya, se sitúan bajo su paraguas. Clifford se está mojando y su paraguas se rompe por uno de los lados. Ninguno de ellos, pese a ver que el paraguas de Clifford se rompe, ceja en su empeño de mantenerse a resguardo. Así, compiten absurdamente por una mejor posición bajo la tela del paraguas sin reparar en que, sin duda, sus alterados movimientos desguarnecen aún más sus cuerpos cuya suma total jamás encajará en el único paraguas que pretenden poseer. Entre discusiones y aspavientos, que a Clifford no le divierten tanto como los que diariamente suceden en el mercado, los ocupantes empiezan a odiarse silenciosamente, ansiando todo el resto del paraguas, y a odiar aún más a Clifford que aún sostiene atónito y estremecido el mango de su paraguas. Clifford, desacostumbrado a tales actitudes, y empezando a temer por su integridad, abandona resignado su puesto bajo su paraguas y recorre bajo la lluvia el camino de vuelta a casa.
Cuenta Clifford que lo que más le molestó de aquel día no fue haber perdido su paraguas, ni siquiera llegar a casa con el pelo empapado y tener que mantener tres días de cama por un catarro monstruoso. Cuenta que lo que más le molestó de aquel día fue no haber podido disfrutar de su paseo diario.
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