Ella inventó su vida. Elaboró cuidadosamente su espacio: matizó sentimientos, corrigió necesidades. Creó un mundo para sí misma, azul, acorde a su movimiento, en el que cabían vibración y error, pero no imprevisto, ni sorpresa. Nada repentino o casual. Nada al azar. Invirtió un tercio de su vida en escapar del desierto y de las interferencias, además de en probar modelos que fueran perfeccionando su realidad. Ahora, una realidad densa, salada, ideal. Fruto de los demás y de sí misma. Resultado del desorden y la frivolidad. Consecuencia de la decepción y el equilibrio, del “me da igual” y del “un poco de todo”. El final, todo suyo, para ella, único. Penúltimo y ancho.
Él, último, pensaba en vano. Pensaba. La solución: convencerse o su contraria. Incapaz de imaginar su vida tal como debiese: convenciéndose. Dudaba, de todo, del color. ¿Naranja contemporáneo? Quizás renunciar a sus deseos. Obvio. Se preguntaba por la compatibilidad total, por la perfecta unión de los tonos en un final brillante. Pero no tenía respuesta. Durante el proceso prefería mantenerse al margen en un acto de cobardía imperdonable. No se sabía elegido para terminar una lista. Confiaba en su suerte, en la pintura de trazos gruesos e irremediablemente en las heroínas de sus sueños.
Mucho tiempo después, yo, espectador, tuve la ocasión de contemplar la fantasía, el perfecto equilibrio de colores y debo reconocer que jamás he vuelto a percibir una vibración tan grave. El desengaño se había vuelto plenitud, la pasividad era entonces explosión. La claridad dejó de existir: el domingo dejó de ser para ella y él encontró acomodo casi rozándose con la madrugada del lunes. Las letras encontraron un nuevo rumbo y todo lo anteriormente dividido era progresivamente sustituido por papel, y el papel, inconsciente testigo del deleite de dos. Yo, espectador de excepción, comprobé un final inalcanzable y perfecto. Y admito que deseé empezar de nuevo, desde ellos, solo una vez. Porque, después de todo, el gris no permite corrección, por eso aún hoy sigo envidiando sus dibujos.
Él, último, pensaba en vano. Pensaba. La solución: convencerse o su contraria. Incapaz de imaginar su vida tal como debiese: convenciéndose. Dudaba, de todo, del color. ¿Naranja contemporáneo? Quizás renunciar a sus deseos. Obvio. Se preguntaba por la compatibilidad total, por la perfecta unión de los tonos en un final brillante. Pero no tenía respuesta. Durante el proceso prefería mantenerse al margen en un acto de cobardía imperdonable. No se sabía elegido para terminar una lista. Confiaba en su suerte, en la pintura de trazos gruesos e irremediablemente en las heroínas de sus sueños.
Mucho tiempo después, yo, espectador, tuve la ocasión de contemplar la fantasía, el perfecto equilibrio de colores y debo reconocer que jamás he vuelto a percibir una vibración tan grave. El desengaño se había vuelto plenitud, la pasividad era entonces explosión. La claridad dejó de existir: el domingo dejó de ser para ella y él encontró acomodo casi rozándose con la madrugada del lunes. Las letras encontraron un nuevo rumbo y todo lo anteriormente dividido era progresivamente sustituido por papel, y el papel, inconsciente testigo del deleite de dos. Yo, espectador de excepción, comprobé un final inalcanzable y perfecto. Y admito que deseé empezar de nuevo, desde ellos, solo una vez. Porque, después de todo, el gris no permite corrección, por eso aún hoy sigo envidiando sus dibujos.
Cuanto más lo leo, más claro tengo que hablas de mí. Soy yo. Y me encanta...
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