Una tarde como tantas las lámparas se encendían cálidamente en la mansión. Aún no brillaban en blanco: su tenue claridad iba invadiendo mágicamente los colores del lujo —púrpura de un lado, ocre de otro, turquesa por momentos, blanco eterno, equivocando estados, descomponiendo asombrosamente los cuerpos, del sólido al lumínico—. En una efímera impresión el incorpóreo fluido impregnó de serenidad cada rincón de la admirable estancia, pero para cuando el blanco lucía orgulloso el monopolio de la noche —justo cuando los colores dejan de ser auténticos, cuando engañan a los sentidos; justo cuando no permiten adivinar las más secretas pasiones del aire y ni siquiera sus emociones más elementales se dejan traslucir—, justo en ese momento, decía, cuando el blanco sustantivo y el blanco adjetivo convergen diametralmente para suprimir cualquier intento de hallar sinónimo a este color si no es el de perfección, ya no había vuelta atrás. La inquietud ya acompañaba el recorrido de sus Majestades por los pasillos, la impaciencia ya perseguía la carrera de los sirvientes, la habitual tristeza calma ya invadía la fugaz serenidad del joven Guillermo.
Porque no pudo morir de pena, Guillermo aprendió a convivir en una honda desilusión que exteriorizaba como falsa entereza. Demasiado joven como para explicar en palabras las razones que motivaron su profundo desconsuelo, el pequeño príncipe cargaba el peso de su desdicha sobre sí mismo, lo que le acarreaba una existencia lastimosa. Deambulaba tristemente por las amplias estancias, con las manos guardadas, apareciendo allí donde no se le esperaba, lento y silencioso aunque aparentando normalidad. Por eso el rey y la reina apenas repararon en la actitud indolente del heredero, por eso el resto de ocupantes de la fastuosa residencia jamás se imaginaron la trágica noche que les esperaba.
Una noche que, para los reyes, había de ser tan perfecta como el blanco de sus lámparas. Por ese motivo, arengaban a sus siervos para que cada objeto estuviera en su lugar correcto, exigían a sus mayordomos los mejores movimientos protocolarios, las actitudes anfitrionas más adecuadas, corregían cada gesto de sus súbditos para que nada desentonara en el momento justo. De ellos mismos no se esperaba menos puesto que de ello dependía su grandeza.
Bien entrada la noche, la fiesta ya estaba en su esplendor. Desde lo alto de la escalera de caracol, en la primera planta, se observaba una ostentosa turba de vestidos que acariciaban ondulantes la amplia alfombra rosada con la frecuencia que marcaba el vals más pomposo que pueda imaginarse. Frente a la orquesta, en el amplio salón iluminado, una tertulia de levitas negras obstaculizaba el paso de los inquietos niños de camino a la mesa de licores y canapés. Los reyes paseaban orgullosos entre sus invitados, saludando con su mejor cortesía. Los criados cuidaban de que a nadie le faltara de nada, y todo, por ahora, estaba en su sitio.
Hasta entonces nadie había reparado en la ausencia del pequeño príncipe Guillermo (siempre había sido así, pensaba el heredero). Tras una hojeada furtiva a la fiesta, volvió para tumbarse en su alcoba y repasar algunos fragmentos de Las flores del mal. Trató de oler las últimas partículas de serenidad que la tarde expandió suavemente por el noble escenario de su horrible trama, pero la cercanía de su miedo lo había arrastrado ya prácticamente todo. La hipocresía, la mentira y el desengaño eran olores para los que la nariz de Guillermo ya estaba acostumbrada, pero en estos instantes decisivos penetraban tan intensamente hasta su frente que no le dejaban sino expirar odio. Un odio procedente de la herida más dolorosa de su alma, esa que arrebataba la libertad y le privaba de su verdadero amor. Su rencor, pues, irrumpió tan decidido que recuperó de golpe la desdicha de Guillermo y le ayudó a no vacilar en el momento en el que tuvo que empujar la lámpara de aceite sobre la sedosa cortina. Las llamas alcanzaron velozmente el techo de la habitación y el tapiz de las paredes, expulsando un humo negro y demoledor. Cercano a su final, puede que Guillermo lo comprendiera todo, puede que, temeroso, aceptara su obligación como heredero, puede que, apiadado de sí mismo, incluso clamara una última oportunidad para ser feliz. Pero sólo son conjeturas porque, sea como fuere, ni él mismo quiso prestarse demasiada atención y a estas alturas, mientras esperaba, tan solo quiso escuchar su propia voz, trémula, recitando la poesía de Baudelaire:
El demonio se agita a mi lado sin cesar;
flota a mi alrededor cual aire impalpable;
lo respiro, siento como quema mi pulmón
y lo llena de un deseo eterno y culpable.
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