...blog literario de rubén rojas yedra

miércoles, 9 de noviembre de 2016

Eduardo Halfon (1971, Guatemala City, GUA)

Fumata blanca 
El boxeador polaco, 2008

Cuando la conocí en un bar escocés, tras no sé cuántas cervezas y casi una cajetilla de Camel sin filtro, me dijo que a ella le gustaba que le mordieran los pezones, y duro.

No era un bar escocés, sino un bar cualquiera en Antigua Guatemala que sólo servía cerveza y que se llamaba o le decían, no sé, el bar escocés. Yo me estaba tomando una cerveza oscura en la barra. Prefiero la cerveza oscura. Me hace pensar en tabernas antiguas y duelos de sables. Encendí un cigarro y ella, sentada en un banquito a mi derecha, me preguntó en inglés si le podía regalar uno. Adiviné por su acento que era israelí. Bevakashá, le dije, que significa por nada en hebreo, y le extendí la carterita de fósforos. Ella se puso amable de inmediato. Me dijo algo también en hebreo que no entendí y le aclaré que sólo recordaba tres o cuatro palabras y uno que otro rezo suelto y quizás contar hasta diez. Quince, si me esforzaba. Vivo en la capital, le dije en español para comprobarle que no era norteamericano y me confesó perpleja que jamás se imaginó que hubiesen judíos guatemaltecos. Ya no soy judío, le sonreí, me jubilé. Cómo que ya no, eso no es posible, gritó como suelen gritar los israelíes. Se volvió hacia mí. Llevaba puesta una blusa tipo hindú de algún liviano algodón blanco, jeans gastados y unas alpargatas amarillas.

Su cabello era castaño y tenía los ojos azul esmeralda, si es que existe el azul esmeralda. Me explicó que recién había terminado su servicio militar, que estaba viajando por Centroamérica con su amiga y habían decidido quedarse en Antigua unas semanas para tomar clases de español y hacer un poco de plata. Con ella, me señaló. Yael. Su amiga, una muchacha seria y pálida y con unos hombros bellísimos, me había servido la cerveza. La saludé mientras ellas hablaban en hebreo, riéndose, y creí escuchar en algún momento que mencionaron el número siete, pero no sé para qué. Entró una pareja de alemanes y su amiga se fue a atenderlos. Ella agarró mi mano con fuerza, me dijo que mucho gusto, que se llamaba Tamara, y tomó otro cigarro sin preguntarme. 

Pedí una cerveza y Yael nos trajo dos Mozas y un plato de papalinas. Se quedó de pie frente a nosotros. Le pregunté a Tamara su apellido. Recuerdo que era ruso. Halfon es libanés, dije, pero mi apellido materno, Tenenbaum, es polaco, de Lotz, y ambas pegaron un grito. Resultó que Yael también era de apellido Tenenbaum, y mientras ellas lo verificaban en mi licencia de conducir me puse a pensar en la remota posibilidad de que fuésemos de la misma familia, y me imaginé una novela entera sobre dos hermanos polacos que creían a toda su familia exterminada, pero que de pronto se encontraban, tras cincuenta años sin verse, gracias a dos de sus nietos, un escritor guatemalteco y una hippie israelí, que se habían conocido por accidente en un bar escocés que no es ni siquiera escocés, en Antigua Guatemala. Yael sacó un litro de cerveza barata y llenó tres vasos. Me devolvieron mi licencia y brindamos un rato por nosotros, por ellas, por los polacos. Luego nos quedamos callados, escuchando una vieja canción de Bob Marley y contemplando la inmensa brevedad del planeta. 

Tamara tomó mi cigarro encendido del cenicero, le dio un profundo jalón y me preguntó en qué trabajaba. Le dije serio que era un pediatra y un mentiroso profesional. Levantó una mano como diciendo alto. Me gustó mucho su mano y no sé por qué recordé una línea de un poema de E.E. Cummings que cita Woody Allen en alguna de sus películas sobre la infidelidad. Nadie, le dije mientras atrapaba su mano elevada como a una pálida y frágil mariposa, ni siquiera la lluvia, tiene manos tan pequeñas. Tamara sonrió, me dijo que sus padres eran doctores, que ella también escribía poemas de vez en cuando, y supuse que me había atribuido la línea de Cummings, pero no se me antojó corregirla. Y ella ya no soltó mi mano. 

Yael llenó los vasos mientras yo fumaba torpemente con la izquierda y ellas hablaban en hebreo. Qué pasó, le pregunté a Tamara y, con un puchero de pesadumbre, ella me dijo que el día anterior alguien le había robado sus cosas. Suspiró. Estuve caminando toda la mañana, por el mercado de artesanías, por algunas catedrales, por todas partes, y cuando me senté en una banca del parque central (así le dicen los antigüeños, a pesar de que es en realidad una plaza), me di cuenta que alguien había rasgado mi bolsón con un cuchillo. Me explicó que había perdido un poco de dinero y también algunos papeles. Luego Yael dijo algo en hebreo y ambas se rieron. Qué, interrumpí curioso, pero siguieron riéndose y hablando en hebreo. Apreté su mano y Tamara recordó que yo estaba allí y me dijo que el dinero no le importaba tanto como los papeles. Le pregunté qué papeles. Sonrió enigmática, como una vendedora holandesa de tulipanes. Cuatro hits de ácido, susurró en su mal español. Tomé un sorbo de mi cerveza. ¿Te gusta el ácido?, me preguntó y le dije que no sabía, que en mi vida lo había probado. Con euforia, Tamara me habló diez o veinte minutos sobre lo necesario que era el ácido para abrir nuestras mentes y así volvernos personas más tolerantes y pacíficas, y yo en lo único que podía pensar mientras ella peroraba era en arrancarle la ropa allí mismo, enfrente de Yael y la pareja de alemanes y cualquier otro voyeur que quisiera observarnos. Para callarla y calmarme, supongo, encendí un Camel y se lo entregué. La primera vez que probé ácido, me dijo mientras alternábamos el cigarro, con mis amigos en Tel Aviv, me puse medio dormida, muy muy relajada, y creo que vi a dios (me parece recordar que dijo dios, en español, aunque también pudo haber dicho hashem o god o quizás g-d: como los judíos escriben el nombre de dios para no profanarlo; por si en caso tiran el papel, me imagino). No supe si reírme y sólo le pregunté que cómo era el rostro de dios. No tenía rostro. ¿Y entonces qué viste? Me dijo que era difícil de explicar y luego cerró los ojos mientras adoptaba un aire místico y esperaba alguna revelación divina. No creo en dios, le dije despertándola de su trance, pero sí hablo con él todos los días. Se puso seria. ¿No te consideras judío y tampoco crees en dios?, preguntó en tono de reproche y yo sólo subí los hombros y le dije para qué y me fui al baño sin darle la menor oportunidad a un tema tan inútil. 

Mientras orinaba me percaté que, pese a estar un poco borracho, ya lucía una débil erección. Luego me lavé las manos pensando en mi abuelo, en Auschwitz, en los seis dígitos verdes tatuados en su antebrazo que, durante toda mi niñez, le creí cuando me respondía que estaban allí para no olvidar su número de teléfono, y sin saber por qué me sentí levemente culpable.

Regresé del baño. La voz chillona de Bob Dylan sonaba a lo lejos. Tamara estaba cantando. Yael había llenado de nuevo mi vaso y coqueteaba con un tipo que parecía escocés y que muy posiblemente era el dueño del bar escocés. Me quedé viendo a Yael. Tenía una argolla plateada en el ombligo. La imaginé en uniforme militar y portando una tremenda ametralladora. Volví la mirada y Tamara me estaba sonriendo mientras cantaba. A Tamara sólo podía imaginármela desnuda. Tomé un buen trago hasta vaciar el vaso. Un anciano indígena había entrado al bar y estaba tratando de vender machetes y huipiles. Le dije a Tamara que ya iba tarde a una cena, que nos podríamos juntar al día siguiente. Pero, ¿puedes tú venir de la capital? Claro, con gusto, treinta minutos en auto. Muy bien, dijo, yo salgo de clases a las seis, ¿nos juntamos aquí mismo? Ken, le dije, que quiere decir sí en hebreo, y sonreí a medias. Me encanta tu boca, tiene forma de corazón, me dijo y luego rozó mis labios con un dedo. Le dije que gracias, que me gusta mucho cuando rozan mis labios con un dedo. A mí también, dijo Tamara en su mal español y luego, aún en español y mostrando todos sus dientes como una fiera hambrienta, añadió: pero me gusta más que me muerdan los pezones, y duro. No entendí si ella sabía muy bien lo que estaba diciendo o si lo había dicho en broma. Se inclinó hacia mí y me erizó todo con un suave beso en el cuello. Estremecido, pensé en cómo serían sus pezones, si redondos o puntiagudos, si rosados o rojos o quizás violeta traslúcido, dije en español qué lástima, que yo los muerdo suave, cuando los muerdo.

Pagué todas las cervezas y quedamos en vernos allí mismo, a las seis de la tarde, sin falta. La abracé con fuerza, sintiendo algo que no se puede nombrar pero que es tan recio y tan obvio como la fumata blanca del pontificado en una oscura noche de invierno, y sabiendo muy bien que yo no regresaría al día siguiente.



Bambú
Signor Hoffman, 2015

Estaba bebiendo café de olla de una vieja y oxidada taza de peltre azul. Doña Tomasa había puesto a mi lado una jarrilla del mismo peltre azul, sobre el suelo arenoso del rancho. No había mesas ni sillas. Las hojas de palma del techo estaban ya negras y agujereadas. La poca brisa hedía a pescado rancio. Pero el café de olla estaba fuerte y dulce y ayudó a despabilarme un poco, a desentumecer mis piernas tras las dos horas conduciendo hasta el puerto de Iztapa, en la costa del Pacífico. Sentí mi espalda húmeda, mi frente pegajosa y sudada. Con el calor también parecía aumentar la fetidez en el aire. Un perro macilento estaba olfateando el suelo, en busca de sobras o migas que hubiesen caído a la arena. Dos niños descalzos y sin camisas intentaban cazar un gueco que desde arriba cantaba bien escondido entre las hojas de palma. No eran aún las ocho de la mañana.

Aquí tiene, dijo doña Tomasa, y me entregó una tortilla con chicharrón y chiltepe, envuelta en un pedazo de papel periódico. Se apoyó contra una de las columnas del rancho, restregando sus manos regordetas en el delantal, enterrando y desenterrando sus pies en la tibia arena volcánica. Tenía el cabello blanco, la tez curtida, la mirada un poco estrábica. Me preguntó de dónde era. Terminé de masticar un bocado y, con la lengua aturdida por el chiltepe, le dije que guatemalteco, igual que ella. Sonrió con gracia, quizás sospechosa, quizás pensando lo mismo que yo, y volvió su mirada hacia un cielo sin nubes. No sé por qué siempre me resulta difícil convencer a las personas, incluso convencerme a mí mismo, de que soy guatemalteco. Supongo que esperan ver a alguien más moreno y chaparro, más parecido a ellos, escuchar a alguien con un español más tropical. Yo tampoco pierdo cualquier oportunidad para distanciarme del país, tanto literal como literariamente. Crecí fuera. Paso largas temporadas fuera. Lo escribo y describo desde fuera. Soplo humo sobre mis orígenes guatemaltecos hasta volverlos más opacos y turbios. No siento nostalgia, ni lealtad, ni patriotismo, pese a que, según le gustaba decir a mi abuelo polaco, la primera canción que aprendí a cantar, cuando tenía dos años, fue el himno nacional.

Me terminé la tortilla y el café de olla. Doña Tomasa, tras cobrarme el desayuno, me dio direcciones hacia un terreno donde podía dejar estacionado el carro. Hay un letrero, dijo. Pregunte usted por don Tulio, dijo, y luego se marchó sin despedirse, arrastrando sus pies descalzos como si le pesaran, murmurando algo amargo, acaso una tonadita.

Encendí un cigarrillo y decidí caminar un poco sobre la carretera de Iztapa antes de volver al carro, un viejo Saab color zafiro. Pasé una venta de marañones y mangos, una gasolinera abandonada, un grupo de hombres bronceados que dejaron de hablar y sólo me observaron de soslayo, como con resentimiento o modestia. La tierra no era tierra sino papeles y envoltorios y hojas secas y bolsas de plástico y algunos restos de almendras verdes, machacadas y podridas. En la distancia un cerdo no paraba de chillar. Seguí caminando despacio, despreocupado, mirando a una mulata del otro lado de la carretera, demasiado gorda para su bikini de rayas blancas y negras, demasiado mofletuda para sus tacones. De pronto sentí el pie mojado. Por estar mirando a la mulata, había metido el pie en un charco rojizo. Me detuve. Volví la mirada hacia la izquierda, hacia el interior de un local oscuro y angosto, y descubrí que el piso estaba lleno de tiburones. Tiburones pequeños. Tiburones medianos. Tiburones azules. Tiburones grises. Tiburones pardos. Hasta un par de tiburones martillo. Todos como flotando en un fango de salmuera y vísceras y sangre y más tiburones. El olor era casi insoportable. Una niña estaba arrodillada. Su rostro resplandecía de agua o sudor. Tenía las manos dentro de un tajo largo en la panza blanca de un tiburón y sacaba órganos y entrañas.

En el fondo del local otra niña regaba el piso con el débil chorro de una manguera. Era la cooperativa de pescadores, según decía un rótulo mal pintado en la pared del local. Cada mañana, supuse, todos los pescadores de Iztapa llevaban allí su pesca y esas dos niñas la limpiaban y troceaban y vendían. Noté que la mayoría de tiburones ya no tenía aletas. Recordé haber leído en algún lado sobre el mercado negro internacional. Aleteo, le llaman. Habría que tener cuidado más tarde, pensé, en el mar. Como que era día de tiburones. Lancé la colilla hacia ningún lado y volví al carro, con prisa, casi huyendo de algo. Mientras conducía, me di cuenta de que ya había empezado a olvidar la imagen de los tiburones.

***

Se me ocurrió que, con el paso del tiempo, una imagen, cualquier imagen, inevitablemente va perdiendo su claridad y su fuerza, aun su coherencia. Sentí un impulso de detener el carro a medio pueblo y buscar libreta y lapicero y escribirla, de dejarla plasmada, de compartirla a través de palabras. Pero las palabras no son tiburones. O tal vez sí. Dijo Cicerón que si un hombre pudiera subir al cielo y contemplar desde ahí todo el universo, la admiración que le causaría tanta belleza quedaría mermada si él no tuviera a alguien con quien compartirla, alguien a quien contársela.

Tras un par de kilómetros sobre una calle de tierra, por fin encontré el letrero que me había indicado doña Tomasa. Era el terreno de una familia indígena. La casa estaba hecha de retazos de chapa, ladrillos, bloques de cemento, tejas rotas, formaletas con los hierros oxidados aún expuestos. Había una siembra de milpa y frijoles, unas cuantas palmeras adustas, tristes. Gallinas corrían sueltas. Una cabra blanca masticaba la corteza de un guayabo, atada a ese mismo guayabo con un alambre de hierro. Bajo un rancho, echadas en el suelo, tres mujeres jóvenes limpiaban mazorcas mientras escuchaban a un evangélico predicar en una radio de mano.

Se me acercó un viejo tostado y taciturno y aún fornido pese a sus años. ¿Don Tulio? Para servirle, dijo sin verme. Le expliqué que me había mandado doña Tomasa, la señora del rancho. Ya, dijo rascándose el cuello. Un niño de cinco o seis años llegó a parapetarse detrás de una pierna del viejo. ¿Es su hijo?, le pregunté y don Tulio me susurró que sí, que el más pequeño. Al estrecharle la mano, el niño bajó la mirada y se sonrojó ante ese gesto de adultos. Abrí el maletero y me puse a sacar mis cosas y en eso, como surgidos desde un abismo, como sofocados por algo, acaso por la aridez o la humedad o por el sol ya inclemente, escuché unos gritos guturales. Me quedé quieto. Escuché más gritos. Lejos, atrás de la casa, logré ver a una señora mayor, que supuse la madre o la esposa de don Tulio, ayudando a caminar a un muchacho gordo y medio desnudo que se tambaleaba y se caía al suelo puro borracho, que seguía gritando los gritos guturales de un borracho, y que se estaba dirigiendo directo hacia nosotros. Se esforzaba por caminar hacia nosotros. Algo quería con nosotros. La señora, valiéndose de toda su fuerza, estaba determinada a impedirle el paso. Aparté la vista, por respeto, o por pena, o por cobardía. Nadie más parecía muy preocupado.

Don Tulio me dijo que veinte quetzales, el día entero. Saqué un billete de mi cartera y le pagué, aún escuchando los gemidos del muchacho. Don Tulio me preguntó si sabía cómo llegar andando a la playa, o si quería que me acompañara su hijo. Iba a decirle que gracias, que no sabía llegar, cuando de pronto el muchacho gritó algo para mí incomprensible pero que sonó rudo, doloroso, y don Tulio de inmediato salió corriendo. El muchacho, ahora desparramado en la tierra, convulsionaba al igual que un epiléptico. Finalmente el viejo y la señora lograron arrastrarlo y jalarlo hacia la parte trasera de la casa, fuera de vista. Aunque más suaves y distantes, todavía se escuchaban los aullidos. Le pregunté al niño qué estaba pasando, quién era el muchacho, si estaba enfermo o borracho o algo aún peor. Hincado, jugando con una lombriz, él me ignoró. Dejé mis cosas en el suelo y, despacio, con cautela, me dirigí hacia la parte trasera de la casa.

El muchacho estaba dentro de una jaula de bambú, tumbado entre un charco de fango y agua o tal vez orina. Logré escuchar el zumbido de todas las moscas que volaban a su alrededor. Éste me salió malito, susurró don Tulio al verme a su lado, pero no entendí si era un juicio ético o físico, si se refería a una conducta perversa o a una tendencia alcohólica, si a un padecimiento nervioso o a un retraso mental. No quise preguntar. Observé al muchacho en silencio, a través de las gruesas varas de bambú. Tenía los pantalones mojados y semiabiertos. Tenía el mentón ensalivado de blanco, el pecho saturado de pequeñas fístulas y llagas, los pies descalzos llenos de lodo y mugre, la mirada enrojecida, llorosa, casi cerrada. Pensé que la única opción que le quedaba a una familia pobre e indígena era apartarlo del mundo, sacarlo del mundo, construyéndole una jaula de bambú. Pensé que mientras yo podía tomarme un día libre y conducir dos horas de la capital a una playa del Pacífico para nada más darme un baño, este muchacho era prisionero de algo, acaso de la maldad, acaso de la bebida, acaso de la demencia, acaso de la pobreza, acaso de algo mucho más grande y profundo. Me limpié el sudor de la frente y los párpados. Posiblemente debido a la luz tan diáfana del litoral, la jaula de pronto me pareció sublime. Su artesanía. Su forma y estoicismo. Me acerqué un poco y agarré con fuerza dos varas de bambú. Quería sentir el bambú en mis manos, la tibieza del bambú en mis manos, la realidad del bambú en mis manos, y así no sentir tanto mi indolencia, ni la indolencia de un país entero. El muchacho se agitó un poco en el charco, alborotando el enjambre de moscas. Ahora sus gemidos eran dóciles, resignados, como los gemidos de un animal herido de muerte. Solté las dos varas de bambú, di media vuelta, y me fui al mar.


La pecera
Revista Letras libres, 2015

Estaba perdido en la noche de Bruselas. Llevaba horas caminando sin mapa y sin noción alguna de las zonas de la ciudad y sin preocuparme del frío y de una ligera llovizna que apenas mojaba. Había caminado por callejuelas estrechas, por bulevares señoriales colmados de turistas, por plazas con indigentes dormidos y aferrados a sus pertenencias, por un enorme parque en cuyo perímetro estaban enlazadas las ramas de un castaño con el siguiente, como si todos los castaños formaran un solo castaño, aberrado y horizontal. Cuando salí del parque, no sé si por cansancio o descuido, empecé a cruzar una gran avenida sin ver antes en ambas direcciones, y solo el grito histérico de un viejo belga me despabiló y me hizo brincar de vuelta a la acera y logró salvarme de un enorme tranvía amarillo que me pasó golpeando con algo en el abdomen, y sin más continuó su ruidoso traqueteo sobre los rieles. Se me fue el aliento unos instantes. Me sentí un poco mareado. Aún no tenía dolor alguno, quizás por la adrenalina o el miedo, pero igual pensé que iba a caer ahí mismo: un guatemalteco desmayado entre los demás peatones, a media Bruselas. Y el viejo belga que había gritado, en vez de preguntar si estaba bien, se puso a insultarme con cuanta injuria sabía en francés y en holandés y acaso en un híbrido de los dos idiomas oficiales de la ciudad. Me escabullí deprisa por la acera. A dos o tres cuadras aún escuchaba sus alaridos.

Llovía ahora más fuerte. Yo caminaba ya sin ganas, sin mucho ímpetu, sosteniéndome el vientre con una mano como si de pronto algo importante se me fuera a derramar por el ombligo. Pero después de unos minutos empecé a respirar de nuevo, a olvidar no solo el peligro y el golpe, sino también la vergüenza.

Al rato llegué a una serie de gradas que descendían hacia una pequeña plaza. Me detuve y descubrí que abajo en la plaza había un jardín y una pileta sin agua, de forma cuadrada, con dos niños de bronce verde cabalgando sobre tortugas marinas. Del otro lado de la pileta, frente a una antigua puerta de madera y vidrio, había un grupo de jóvenes fumando. Pensé en unirme a ellos, en pedirles un cigarro y fuego y también un poco de calor humano. Pero en eso los jóvenes me voltearon a ver hacia arriba y musitaron algo entre ellos, riéndose mientras lanzaban sus colillas hacia la pileta y entraban por la puerta de vidrio. Me sentí viejo. Empecé a bajar las gradas, despacio, una mano sobre mi vientre, la otra contra la pared. Y aún de lejos, a través de la lluvia, logré ver el rótulo sobre la puerta —en letras iluminando la noche de azul fluorescente— de la cinemateca.

***

Parecía un museo. Había afiches de películas de antaño; vitrinas de madreperla con proyectores viejos y cámaras antiguas y hasta una linterna mágica; un praxinoscopio circular lleno de espejos e imágenes de un hombre circense haciendo malabares con dagas y cuchillos; un mutoscopio rojo en cuyo interior había una serie de fotos en blanco y negro de una mujer que se ponía a bailar —es decir, las fotos a avanzar— conforme uno giraba la manecilla.

Desde el mostrador un señor me dijo algo en francés. No le entendí y me acerqué un poco. A su lado estaba parada una chica alta, de unos veinticinco años, con el pelo pintado color rosado chicle o tal vez con una peluca color rosado chicle, y vestida de hombre. Tenía puesto saco y pantalones negros, camisa blanca de botones, una corbata delgada y negra y con el nudo aflojado. Me desconcertó el resplandor de un diminuto diamante en su nariz. Tuve la impresión, no sé por qué, de haber interrumpido algo entre ellos. Que la película estaba por empezar, me dijo el señor en francés, que si iba a querer yo un boleto. Le pregunté cuál era la película y él dijo algún título en francés que no reconocí. De pronto timbró un teléfono negro en la pared. El señor contestó y se puso a hablar con alguien en susurros. La chica, sus brazos cruzados, me observaba sin expresión alguna, casi sin realmente verme. La piel pecosa de su rostro me pareció de porcelana. Yo estaba mirándole los labios, intentando descifrar si eran así de rojos y llenos o si los tenía pintados, cuando ella, en un hilo de palabras que se envolvió alrededor de mi nuca, me preguntó en francés si yo era un buen hombre. Me quedé como encandilado por su mirada o por su pregunta tan impropia o acaso por el brillo del diamante en su nariz. No supe qué responder y solo guardé silencio. La vi meter una mano en la bolsa del pantalón negro, como buscando ahí alguna cosa. ¿Eres un buen hombre?, volvió a preguntarme en francés mientras el señor seguía susurrando en el teléfono a su lado. Se me ocurrió que estaba bromeando o coqueteando conmigo, pero su mirada era demasiado ansiosa, demasiado triste. Abrí la boca y estaba por responderle que no, o que no tanto, o que no tanto como debería serlo, cuando el señor colgó el teléfono y alzó la mirada. Monsieur, me dijo con un tono de pregunta. Me gustó su voz apenas benévola, como si quisiera salvarme de algo. Me gustó la posibilidad de escabullirme de ahí. Me gustó la idea de sentarme un rato en un ambiente oscuro y tibio. Y sin saber qué película estaban proyectando, y sin realmente importarme, le dije al señor que sí, que por supuesto, y le entregué el dinero.

***

La sala era pequeña, con quizás treinta plazas, la mayoría de las cuales estaban vacías. Me senté en una butaca de la última fila y de inmediato sentí una punzada en el vientre. Como si sentarme hubiese activado el dolor. Me pasé una mano por el estómago y el costado, intentando palpar alguna lesión o herida. En eso bajaron las luces a la mitad y poco a poco fui olvidando el dolor. Ahí seguía en mi vientre, ora creciendo, ora menguando, ora en las costillas, ora alrededor del riñón, pero en la semioscuridad dejé de pensarlo tanto, y casi entonces dejé de sentirlo. Permanecimos así unos segundos, en ese albor de sombras sin contornos ni detalles, hasta que alguien abrió la puerta y entró caminando y su sombra descendió los escalones hacia el frente de la sala. Terminaron de apagar las luces. El escaso público dejó de murmurar. Y tras un breve momento de penumbra estalló la pantalla de blancos y grises, y al mismo tiempo, desde abajo, empezó a sonar un piano. Era una película muda, entendí, con piano en vivo. Me hice un poco hacia adelante, lo suficiente para descubrir que ante el piano —su mirada fija en la pantalla, su boca ligeramente abierta— estaba sentada la chica de saco y corbata.

***

Apenas le puse atención a la película. Era algún melodrama francés, predecible, sobreactuado, de una mujer que se enamoraba del hermano de su esposo, y luego, mientras ella amenazaba con suicidarse y su amante intentaba quitarle la pistola, ella sin querer le metía un balazo, matándolo. De ahí la intriga, y el hallazgo de las cartas de amor, y un hijo cuyo padre es incierto, y lo mismo de siempre. Yo estaba más interesado en la chica del piano. No lograba olvidar su pregunta, ni la ansiedad en su mirada mientras esperaba mi respuesta, como si necesitara mi respuesta, como si mi respuesta le fuese imperativa, esencial. Tampoco lograba entender si ella estaba improvisando conforme las escenas telenovelescas de la vieja película, o si estaba tocando una partitura ya establecida, practicada y memorizada de antemano. Alteraba ella la melodía del piano para resaltar perfectamente la emoción de cada escena. Tierna en las escenas de amor; tensa y disonante en las partes más dramáticas; ligera y traviesa cuando aparecía una niña o un perro jugando. Se me ocurrió que era una fórmula caricaturesca, casi infantil, para ir aclarándole al público qué sentir a través de la música. Y aún observando a la chica, de pronto me invadió una sensación de pesadez, de somnolencia, y como en un sueño, con toda la textura nebulosa de un sueño, recordé o quizás soñé que recordé una de las primeras películas mudas que había visto, con mi hermano, en el viejo Cine Lux de Guatemala. Yo tendría tal vez cinco años. Mi hermano, un año menor, se había quedado dormido desde que apagaron las luces. Era una película de Chaplin, pero no recuerdo cuál. Solo recuerdo que, mientras la miraba, yo estaba absolutamente convencido de que había un lugar en el mundo donde no existían las palabras, donde nadie hablaba.

La chica, desde el piano, seguía concentrada en la pantalla. Y yo, desde la última fila, y pese al vaivén de dolor en el vientre, seguía concentrado en ella. Las punzadas de dolor iban aumentando (tenía ahora un sabor metálico en la boca, como de hierro o de sangre), pero no podía dejar de verla a ella. Me sentía casi hipnotizado por sus movimientos. Por su mirada elevada y atenta. Por sus dedos aún más pálidos que las teclas. Por su pelo rosado y liso meciéndose como una cortina de seda en la brisa. La veía con atención pero sin pensamiento alguno, igual que un viejo pescador ve el fluir de las aguas de un río. Y continuaba así, nada más viéndola fluir, cuando de súbito, a media película, a media melodía, ella paró de tocar.

Me desconcertó el silencio. La sala entera se había sumido en un mutismo de claros y oscuros. Nadie en el público se movía, no sé si por confusión, o por desasosiego, o por ese espíritu de conciliación tan típico de los belgas, o tal vez solo esperando a que algún ruido, cualquier ruido, volviera a llenar el espacio de la pequeña sala. Me enderecé un poco. Noté que las manos de la chica seguían sobre las teclas, aunque quietas. Su mirada me pareció ahora aún más fija, aún más concentrada en la pantalla, y hasta quizás un tanto vidriosa. Yo no entendía si ese repentino silencio en la música era un renglón de su partitura. O si era algo más. Volví la mirada hacia la pantalla.

Un niño desnudo estaba de pie en una pecera. Tendría dos o tres años, la barriga redonda, los ojos grandes y claros, el pelo rubio y ligeramente rizado. No sonreía pero su rostro entero era una sonrisa. Estaba parado dentro de la pecera y el agua le llegaba a los muslos y todos los peces oscuros nadaban alrededor de sus pies, acaso picoteándole en silencio los pies, acaso haciéndole cosquillas en los pies con los roces de tantas aletas y colas.

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