...blog literario de rubén rojas yedra

viernes, 9 de enero de 2015

Ana María Matute (1925-2014, Barcelona, ESP)

El hijo de la lavandera 
Los niños tontos, 1956

Al hijo de la lavandera le tiraban piedras los niños del administrador porque iba siempre cargado con un balde lleno de ropa, detrás de la gorda que era su madre, camino de los lavaderos. Los niños del administrador silbaban cuando pasaba, y se reían mucho viendo sus piernas, que parecían dos estaquitas secas, de esas que se parten con el calor, dando un chasquido. Al niño de la lavandera daban ganas de abrirle la cabeza pelada, como un melón-cepillo, a pedradas; la cabeza alargada y gris, con costurones, la cabeza idiota, que daba tanta rabia. Al niño de la lavandera un día lo bañó su madre en el barreño, y le puso jabón en la cabeza rapada, cabeza-sandía, cabeza-pedrusco, cabeza-cabezón-cabezota, que había que partírsela de una vez. Y la gorda le dio un beso en la monda lironda cabezorra, y allí donde el beso, a pedrada limpia le sacaron sangre los hijos del administrador, esperándole escondidos, detrás de las zarzamoras florecidas.


El incendio 
Los niños tontos, 1956 

El niño cogió los lápices color naranja, el lápiz de color amarillo, y aquél por una punta azul y la otra rojo. Fue con ellos a la esquina, y se tendió en el suelo. La esquina era blanca, a veces la mitad negra, la mitad verde. Era la esquina de la casa, y todos los sábados la encalaban. El niño tenía los ojos irritados de tanto blanco, de tanto sol cortando su mirada con filos de cuchillo. Los lápices del niño eran naranja, rojo, amarillo y azul. El niño prendió fuego a la esquina con sus colores. Sus lápices —sobre todo aquel de color amarillo, tan largo— se prendieron de los postigos y las contraventanas, verdes, y todo crujía, brillaba, se trenzaba. Se desmigó sobre su cabeza, en una hermosa lluvia de ceniza, que le abrasó. 


El niño que no sabía jugar 
Los niños tontos, 1956 

Había un niño que no sabía jugar. La madre le miraba desde la ventana ir y venir por los caminillos de tierra, con las manos quietas, como caídas a los dos lados del cuerpo. Al niño, los juguetes de colores chillones, la pelota, tan redonda, y los camiones, con sus ruedecillas, no le gustaban. Los miraba, los tocaba, y luego se iba al jardín, a la tierra sin techo, con sus manitas, pálidas y no muy limpias, pendientes junto al cuerpo como dos extrañas campanillas mudas. La madre miraba inquieta al niño, que iba y venía como una sombra entre los ojos. «Si al niño le gustara jugar yo no tendría frío mirándole ir y venir». Pero el padre decía con alegría: «No sabe jugar, no es un niño corriente. Es un niño que piensa». 

Un día la madre se abrigó y siguió al niño, bajo la lluvia, escondiéndose entre los árboles. Cuando el niño llegó al borde del estanque, se agachó, buscó grillitos, gusanos, crías de rana y lombrices. Iba metiéndolos en una caja. Luego, se sentó en el suelo, y uno a uno los sacaba. Con sus uñitas sucias, casi negras, hacía un leve ruidito, ¡crac!, y les sesgaba la cabeza.

Raúl Muñoz, acrílico sobre papel

Bernardino
Historias de la Artámila, 1961

Siempre oímos decir en casa, al abuelo y a todas las personas mayores, que Bernardino era un niño mimado. 

Bernardino vivía con sus hermanas mayores, Engracia, Felicidad y Herminia, ¡en «Los Lúpulos», una casa grande, rodeada de tierras de labranza y de un hermoso jardín, con árboles viejos agrupados formando un diminuto bosque, en la parte lindante con el río. La finca se hallaba en las afueras del pueblo, y, como nuestra casa, cerca de los grandes bosques comunales. 

Alguna vez, el abuelo nos llevaba a «Los Lúpulos», en la pequeña tartana, y, aunque el camino era bonito por la carretera antigua, entre castaños y álamos, bordeando el río, las tardes en aquella casa no nos atraían. Las hermanas de Bernardino eran unas mujeres altas, fuertes y muy morenas. Vestían a la moda antigua —habíamos visto mujeres vestidas como ellas en el álbum de fotografías del abuelo— y se peinaban con moños levantados, como roscas de azúcar, en lo alto de la cabeza. Nos parecía extraño que un niño de nuestra edad tuviera hermanas que parecían tías, por lo menos. El abuelo nos dijo: 

—Es que la madre de Bernardino no es la misma madre de sus hermanas. Él nació del segundo matrimonio de su padre, muchos años después. 

Esto nos armó aún más confusión. Bernardino, para nosotros, seguía siendo un ser extraño, distinto. Las tardes que nos llevaban a «Los Lúpulos» nos vestían incómodamente, casi como en la ciudad, y debíamos jugar a juegos necios y pesados, que no nos divertían en absoluto. Se nos prohibía bajar al río, descalzarnos y subir a los árboles. Todo esto parecía tener una sola explicación para nosotros: 

—Bernardino es un niño mimado —nos decíamos. Y no comentábamos nada más. 

Bernardino era muy delgado, con la cabeza redonda y rubia. Iba peinado con un flequillo ralo, sobre sus ojos de color pardo, fijos y huecos, como si fueran de cristal. A pesar de vivir en el campo, estaba pálido, y también vestía de un modo un tanto insólito. Era muy callado, y casi siempre tenía un aire entre asombrado y receloso, que resultaba molesto. Acabábamos jugando por nuestra cuenta y prescindiendo de él, a pesar de comprender que eso era bastante incorrecto. Si alguna vez nos lo reprochó el abuelo, mi hermano mayor decía: 

—Ese chico mimado... No se puede contar con él. 

Verdaderamente no creo que entonces supiéramos bien lo que quería decir estar mimado. En todo caso, no nos atraía, pensando en la vida que llevaba Bernardino. Jamás salía de «Los Lúpulos» como no fuera acompañado de sus hermanas. Acudía a la misa o paseaba con ellas por el campo, siempre muy seriecito y apacible. 

Los chicos del pueblo y los de las minas lo tenían atravesado. Un día, Mariano Alborada, el hijo de un capataz, que pescaba con nosotros en el río a las horas de la siesta, nos dijo: 

—A ese Bernardino le vamos a armar una. 

—¿Qué cosa? —dijo mi hermano, que era el que mejor entendía el lenguaje de los chicos del pueblo. 

—Ya veremos —dijo Mariano, sonriendo despacito—. Algo bueno se nos presentará un día, digo yo. Se la vamos a armar. Están ya en eso Lucas Amador, Gracianín y el Buque... ¿Queréis vosotros? 

Mi hermano se puso colorado hasta las orejas. 

—No sé —dijo—. ¿Qué va a ser? 

—Lo que se presente —contestó Mariano, mientras sacudía el agua de sus alpargatas, golpeándolas contra la roca—. Se presentará, ya veréis. 

Sí: se presentó. Claro que a nosotros nos cogió desprevenidos, y la verdad es que fuimos bastante cobardes cuando llegó la ocasión. Nosotros no odiamos a Bernardino, pero no queríamos perder la amistad con los de la aldea, entre otras cosas porque hubieran hecho llegar a oídos del abuelo andanzas que no deseábamos que conociera. Por otra parte, las escapadas con los de la aldea eran una de las cosas más atractivas de la vida en las montañas. 

Bernardino tenía un perro que se llamaba «Chu». El perro debía de querer mucho a Bernardino, porque siempre le seguía saltando y moviendo su rabito blanco. El nombre de «Chu» venía probablemente de Chucho, pues el abuelo decía que era un perro sin raza y que maldita la gracia que tenía. Sin embargo, nosotros le encontrábamos mil, por lo inteligente y simpático que era. Seguía nuestros juegos con mucho tacto y se hacía querer en seguida. 

—Ese Bernardino es un pez —decía mi hermano—. No le da a «Chu» ni una palmada en la cabeza. ¡No sé como «Chu» le quiere tanto! Ojalá que «Chu» fuera mío... 

A «Chu» le adorábamos todos, y confieso que alguna vez, con mala intención, al salir de «Los Lúpulos» intentábamos atraerlo con pedazos de pastel o terrones de azúcar, por ver si se venía con nosotros. Pero no: en el último momento «Chu» nos dejaba con un palmo de narices, y se volvía saltando hacia su inexpresivo amigo, que le esperaba quieto, mirándonos con sus redondos ojos de vidrio amarillo. 

—Ese pavo... —decía mi hermano pequeño—. Vaya un pavo ese... 

Y, la verdad, a qué negarlo, nos roía la envidia. 

Una tarde en que mi abuelo nos llevó a «Los Lúpulos» encontramos a Bernardino raramente inquieto. 

—No encuentro a «Chu» —nos dijo—. Se ha perdido, o alguien me lo ha quitado. En toda la mañana y en toda la tarde que no lo encuentro... 

—¿Lo saben tus hermanas? —le preguntamos. 

—No —dijo Bernardino—. No quiero que se enteren... 

Al decir esto último se puso algo colorado. Mi hermano pareció sentirlo mucho más que él. 

—Vamos a buscarlo —le dijo—. Vente con nosotros, y ya verás como lo encontraremos. 

—¿A dónde? —dijo Bernardino—. Ya he recorrido toda la finca... 

—Pues afuera —contestó mi hermano—. Vente por el otro lado del muro y bajaremos al río... Luego, podemos ir hacia el bosque. En fin, buscarlo. ¡En alguna parte estará! 

Bernardino dudó un momento. Le estaba terminantemente prohibido atravesar el muro que cercaba «Los Lúpulos», y nunca lo hacía. Sin embargo, movió afirmativamente la cabeza. 

Nos escapamos por el lado de la chopera, donde el muro era más bajo. A Bernardino le costó saltarlo, y tuvimos que ayudarle, lo que me pareció que le humillaba un poco, porque era muy orgulloso. 

Recorrimos el borde del terraplén y luego bajamos al río. Todo el rato íbamos llamando a «Chu», y Bernardino nos seguía, silbando de cuando en cuando. Pero no lo encontramos. 

Íbamos ya a regresar, desolados y silenciosos, cuando nos llamó una voz, desde el caminillo del bosque: 

—¡Eh, tropa...! 

Levantamos la cabeza y vimos a Mariano Alborada. Detrás de él estaban Buque y 

Gracianín. Todos llevaban juncos en la mano y sonreían de aquel modo suyo, tan especial. Ellos sólo sonreían cuando pensaban algo malo. 

Mi hermano dijo: 

—¿Habéis visto a «Chu»? 

Mariano asintió con la cabeza: 

—Sí, lo hemos visto. ¿Queréis venir? 

Bernardino avanzó, esta vez delante de nosotros. Era extraño: de pronto parecía haber perdido su timidez. 

—¿Dónde está «Chu»? —dijo. Su voz sonó clara y firme. 

Mariano y los otros echaron a correr, con un trotecillo menudo, por el camino. Nosotros le seguimos, también corriendo. Primero que ninguno iba Bernardino. 

Efectivamente: ellos tenían a «Chu». Ya a la entrada del bosque vimos el humo de una fogata, y el corazón nos empezó a latir muy fuerte. 

Habían atado a «Chu» por las patas traseras y le habían arrollado una cuerda al cuello, con un nudo corredizo. Un escalofrío nos recorrió: ya sabíamos lo que hacían los de la aldea con los perros sarnosos y vagabundos. Bernardino se paró en seco, y «Chu» empezó a aullar, tristemente. Pero sus aullidos no llegaban a «Los Lúpulos». Habían elegido un buen lugar. 

—Ahí tienes a «Chu», Bernardino —dijo Mariano—. Le vamos a dar de veras. 

Bernardino seguía quieto, como de piedra. Mi hermano, entonces, avanzó hacia Mariano. 

—¡Suelta al perro! —le dijo—. ¡Lo sueltas o...! 

—Tú, quieto —dijo Mariano, con el junco levantado como un látigo—. A vosotros no os da vela nadie en esto... ¡Como digáis una palabra voy a contarle a vuestro abuelo lo del huerto de Manuel el Negro! 

Mi hermano retrocedió, encarnado. También yo noté un gran sofoco, pero me mordí los labios. Mi hermano pequeño empezó a roerse las uñas. 

—Si nos das algo que nos guste —dijo Mariano— te devolvemos a «Chu». 

—¿Qué queréis? —dijo Bernardino. Estaba plantado delante, con la cabeza levantada, como sin miedo. Le miramos extrañados. No había temor en su voz. 

Mariano y Buque se miraron con malicia. 

—Dineros —dijo Buque. 

Bernardino contestó: 

—No tengo dinero. 

Mariano cuchicheó con sus amigos, y se volvió a él: 

—Bueno, por cosa que lo valga... 

Bernardino estuvo un momento pensativo. Luego se desabrochó la blusa y se desprendió la medalla de oro. Se la dio. 

De momento, Mariano y los otros se quedaron como sorprendidos. Le quitaron la medalla y la examinaron. 

—¡Esto no! —dijo Mariano—. Luego nos la encuentran y... ¡Eres tú un mal bicho! ¿Sabes? ¡Un mal bicho! 

De pronto, les vimos furiosos. Sí; se pusieron furiosos y seguían cuchicheando. Yo veía la vena que se le hinchaba en la frente a Mariano Alborada, como cuando su padre le apaleaba por algo. 

—No queremos tus dineros —dijo Mariano—. Guárdate tu dinero y todo lo tuyo... ¡Ni eres hombre ni... ná! 

Bernardino seguía quieto. Mariano le tiró la medalla a la cara. Le miraba con ojos fijos y brillantes, llenos de cólera. Al fin, dijo: 

—Si te dejas dar de veras tú, en vez del chucho... 

Todos miramos a Bernardino, asustados. 

—No... —dijo mi hermano. 

Pero Mariano gritó: 

—¡Vosotros a callar, o lo vais a sentir...! ¡Qué os va en esto? ¿Qué os va...? 

Fuimos cobardes y nos apiñamos los tres juntos a un roble. Sentí un sudor frío en las palmas de las manos. Pero Bernardino no cambió de cara. («Ese pez...», que decía mi hermano.) Contestó: 

—Está bien. Dadme de veras. 

Mariano le miró de reojo, y por un momento nos pareció asustado. Pero en seguida dijo: 

—¡Hala, Buque...! 

Se le tiraron encima y le quitaron la blusa. La carne de Bernardino era pálida, amarillenta, y se le marcaban mucho las costillas. Se dejó hacer, quieto y flemático. Buque le sujetó las manos a la espalda, y Mariano dijo: 

—Empieza tú, Gracianín... 

Gracianín tiró el junco al suelo y echó a correr, lo que enfureció más a Mariano. Rabioso, levantó el junco y dio de veras a Bernardino, hasta que se cansó. 

A cada golpe mis hermanos y yo sentimos una vergüenza mayor. Oíamos los aullidos de «Chu» y veíamos sus ojos, redondos como ciruelas, llenos de un fuego dulce y dolorido que nos hacía mucho daño. Bernardino, en cambio, cosa extraña, parecía no sentir el menor dolor. Seguía quieto, zarandeado solamente por los golpes, con su media sonrisa fija y bien educada en la cara. También sus ojos seguían impávidos, indiferentes. («Ese pez», «Ese pavo», sonaba en mis oídos.) 

Cuando brotó la primera gota de sangre Mariano se quedó con el mimbre levantado. Luego vimos que se ponía muy pálido. Buque soltó las manos de Bernardino, que no le ofrecía ninguna resistencia, y se lanzó cuesta abajo, como un rayo. 

Mariano miró de frente a Bernardino. 

—Puerco —le dijo—. Puerco. 

Tiró el junco con rabia y se alejó, más aprisa de lo que hubiera deseado. 

Bernardino se acercó a «Chu». A pesar de las marcas del junco, que se inflamaban en su espalda, sus brazos y su pecho, parecía inmune, tranquilo, y altivo, como siempre. Lentamente desató a «Chu», que se lanzó a lamerle la cara, con aullidos que partían el alma. Luego, Bernardino nos miró. No olvidaré nunca la transparencia hueca fija en sus ojos de color de miel. Se alejó despacio por el 

caminillo, seguido de los saltos y los aullidos entusiastas de «Chu». Ni siquiera recogió su medalla. Se iba sosegado y tranquilo, como siempre. 

Sólo cuando desapareció nos atrevimos a decir algo. Mi hermano recogió la medalla del suelo, que brillaba contra la tierra. 

—Vamos a devolvérsela —dijo. 

Y aunque deseábamos retardar el momento de verle de nuevo, volvimos a «Los Lúpulos». 

Estábamos ya llegando al muro, cuando un ruido nos paró en seco. Mi hermano mayor avanzó hacia los mimbres verdes del río. Le seguimos, procurando no hacer ruido. 

Echado boca abajo, medio oculto entre los mimbres, Bernardino lloraba desesperadamente, abrazado a su perro.


La felicidad 
Historias de la Artámila, 1961

Cuando llegó al pueblo, en el auto de línea, era ya anochecido. El regatón de la cuneta brillaba como espolvoreado de estrellas diminutas. Los árboles, desnudos y negros, crecían hacia un cielo gris azulado, transparente.

El auto de línea paraba justamente frente al cuartel de la Guardia Civil. Las puertas y ventanas estaban cerradas. Hacía frío. Solamente una bombilla, sobre la inscripción de la puerta, emanaba un leve resplandor. Un grupo de mujeres, el cartero y un guardia, esperaban la llegada del correo. Al descender notó crujir la escarcha bajo sus zapatos. El frío mordiente se le pegó a la cara.

Mientras bajaban su maleta de la baca, se le acercó un hombre.

—¿Es usted don Lorenzo, el nuevo médico? —le dijo.

Asintió.

—Yo, Atilano Ruigómez, alguacil, para servirle.

Le cogió la maleta y echaron a andar hacia las primeras casas de la aldea. El azul de la noche naciente empapaba las paredes, las piedras, los arracimados tejadillos. Detrás de la aldea se alargaba la llanura, levemente ondulada, con pequeñas luces zigzagueando en la lejanía. A la derecha, la sombra oscura de unos pinares. Atilano Ruigómez iba con paso rápido, junto a él.

—He de decirle una cosa, don Lorenzo.

—Usted dirá.

—Ya le hablarían a usted de lo mal que andaba la cuestión del alojamiento. Y sabe que en este pueblo, por no haber, ni posada hay.

—Pero, a mí me dijeron...

—¡Sí, le dirían! Mire usted: nadie quiere alojar a nadie en casa, ni en tratándose del médico. Ya sabe: andan malos tiempos. Dicen todos por aquí que no se pueden comprometer a dar de comer... Nosotros nos arreglamos con cualquier cosa: un trozo de cecina, unas patatas... Las mujeres van al trabajo, como nosotros. Y en el invierno no faltan ratos malos para ellas. Nunca se están de vacío. Pues eso es: no pueden andarse preparando guisos y comidas para uno que sea de compromiso. Ya ni cocinar deben saber... Disculpe usted, don Lorenzo. La vida se ha puesto así.

—Bien, pero en alguna parte he de vivir...

—¡En la calle no se va usted a quedar! Los que se avinieron a tenerle en un principio, se volvieron atrás, a última hora. Pero ya se andará...

Lorenzo se paró consternado. Atilano Ruigómez, el alguacil del Ayuntamiento, se volvió a mirarle. ¡Qué joven le pareció, de pronto, allí, en las primeras piedras de la aldea, con sus ojos redondos de gorrión, el pelo rizado y las manos en los bolsillos del gabán raído!

—No se me altere... Usted no se queda en la calle. Pero he de decirle: de momento, sólo una mujer puede alojarle. Y quiero advertirle, don Lorenzo: es una pobre loca.

—¿Loca...?

—Sí, pero inofensiva. No se apure. Lo único, que es mejor advertirle, para que no le choquen a usted las cosas que le diga... Por lo demás, es limpia, pacífica y muy arreglada.

—Pero loca... ¿qué clase de loca?

—Nada de importancia, don Lorenzo. Es que... ¿sabe? Se le ponen «humos» dentro de la cabeza, y dice despropósitos. Por lo demás, ya le digo: es de buen trato. Y como sólo será por dos o tres días, hasta que se le encuentre mejor acomodo... ¡No se iba usted a quedar en la calle, con una noche así, como se prepara!

La casa estaba al final de una callecita empinada. Una casa muy pequeña, con un balconcillo de madera quemada por el sol y la nieve. Abajo estaba la cuadra, vacía. La mujer bajó a abrir la puerta, con un candil de petróleo en la mano. Era menuda, de unos cuarenta y tantos años. Tenía el rostro ancho y apacible, con los cabellos ocultos bajo un pañuelo anudado a la nuca.

—Bienvenido a esta casa —le dijo. Su sonrisa era dulce.

La mujer se llamaba Filomena. Arriba, junto a los leños encendidos, le había preparado la mesa. Todo era pobre, limpio, cuidado. Las paredes de la cocina habían sido cuidadosamente enjalbegadas y las llamas prendían rojos resplandores a los cobres de los pucheros y a los cacharros de loza amarilla.

—Usted dormirá en el cuarto de mi hijo —explicó, con su voz un tanto apagada—.

Mi hijo ahora está en la ciudad. ¡Ya verá como es un cuarto muy bonito!

Él sonrió. Le daba un poco de lástima, una piedad extraña, aquella mujer menuda, de movimientos rápidos, ágiles.

El cuarto era pequeño, con una cama de hierro negra, cubierta con colcha roja, de largos flecos. El suelo, de madera, se notaba fregado y frotado con estropajo. Olía a lejía y a cal. Sobre la cómoda brillaba un espejo, con tres rosas de papel prendidas en un ángulo.

La mujer cruzó las manos sobre el pecho:

—Aquí duerme mi Manolo —dijo—. ¡Ya se puede usted figurar cómo cuido yo este cuarto!

—¿Cuántos años tiene su hijo? —preguntó, por decir algo, mientras se despojaba del abrigo.

—Trece cumplirá para el agosto. ¡Pero es más listo! ¡Y con unos ojos...!

Lorenzo sonrió. La mujer se ruborizó:

—Perdone, ya me figuro: son las tonterías que digo... ¡Es que no tengo más que a mi Manuel en el mundo! Ya ve usted: mi pobre marido se murió cuando el niño tenía dos meses. Desde entonces...

Se encogió de hombros y suspiró. Sus ojos, de un azul muy pálido, se cubrieron de una tristeza suave, lejana. Luego, se volvió rápidamente hacia el pasillo:

—Perdone, ¿le sirvo ya la cena?

—Sí, enseguida voy.

Cuando entró de nuevo en la cocina la mujer le sirvió un plato de sopa, que tomó con apetito. Estaba buena.

—Tengo vino... —dijo ella, con timidez—. Si usted quiere... Lo guardo, siempre, para cuando viene a verme mi Manuel.

—¿Qué hace su Manuel? —preguntó él.

Empezaba a sentirse lleno de una paz extraña, allí, en aquella casa. Siempre anduvo de un lado para otro, en pensiones malolientes, en barrios tristes y cerrados por altas paredes grises. Allá afuera, en cambio, estaba la tierra: la tierra hermosa y grande, de la que procedía. Aquella mujer —¿loca?, ¿qué clase de locura sería la suya?— también tenía algo de la tierra, en sus manos anchas y morenas, en sus ojos largos, llenos de paz.

—Está de aprendiz de zapatero, con unos tíos. ¡Y que es más avisado! Verá qué par de zapatos me hizo para la Navidad pasada. Ni a estrenarlos me atrevo.

Volvió con el vino y una caja de cartón. Le sirvió el vino despacio, con gesto comedido de mujer que cuida y ahorra las buenas cosas. Luego abrió la caja, que despidió un olor de cuero y almendras amargas.

—Ya ve usted, mi Manolo...

Eran unos zapatos sencillos, nuevos, de ante gris.

—Muy bonitos.

—No hay cosa en el mundo como un hijo —dijo Filomena, guardando los zapatos en la caja—. Ya le digo yo: no hay cosa igual.

Fue a servirle la carne y se sentó luego junto al fuego. Cruzó los brazos sobre las rodillas. Sus manos reposaban y Lorenzo pensó que una paz extraña, inaprensible, se desprendía de aquellas palmas endurecidas.

—Ya ve usted —dijo Filomena, mirando hacia la lumbre—. No tendría yo, según todos dicen, motivos para alegrarme mucho. Apenas casada quedé viuda. Mi marido era jornalero, y yo ningún bien tenía. Solo trabajando, trabajando, saqué adelante la vida.

Pues ya ve: sólo porque le tenía a él, a mi hijo, he sido muy feliz. Sí, señor: muy feliz.

Verle a él crecer, ver sus primeros pasos, oírle cuando empezaba a hablar... ¿no va a trabajar una mujer, hasta reventar, sólo por eso? Pues, ¿y cuándo aprendió las letras, casi de un tirón? ¡Y qué alto, qué espigado me salió! Ya ve usted: por ahí dicen que estoy loca. Loca porque le he quitado del campo y le he mandado a aprender un oficio.

Porque no quiero que sea un hombre quemado por la tierra, como fue su pobre padre. Loca me dicen, sabe usted, porque no me doy reposo, sólo con una idea: mandarle a mi Manuel dinero para pagarse la pensión en casa de los tíos, para comprarse trajes y libros. ¡Es tan aficionado a las letras! ¡Y tan presumido! ¿Sabe usted? Al quincallero le compré dos libros con láminas de colores, para enviárselos. Ya le enseñaré luego... Yo no sé de letras, pero deben ser buenos. ¡A mi Manuel le gustarán! ¡Él sacaba las mejores notas en la escuela! Viene a verme, a veces. Estuvo por Pascua y volverá para la Nochebuena.

Lorenzo escuchaba en silencio, y la miraba. La mujer, junto al fuego, parecía nimbada de una claridad grande. Como el resplandor que emana a veces de la tierra, en la lejanía, junto al horizonte. El gran silencio, el apretado silencio de la tierra, estaban en la voz de la mujer. «Se está bien aquí —pensó—. No creo que me vaya de aquí».

La mujer se levantó y retiró los platos.

—Ya le conocerá usted, cuando venga para la Navidad.

—Me gustará mucho conocerle —dijo Lorenzo—. De verdad que me gustará.

—Loca, me llaman —dijo la mujer. Y en su sonrisa le pareció que vivía toda la sabiduría de la tierra, también—. Loca, porque ni visto ni calzo, ni un lujo me doy. Pero no saben que no es sacrificio. Es egoísmo, sólo egoísmo. Pues, ¿no es para mí todo lo que le dé a él? ¿No es él más que yo misma? ¡No entienden esto por el pueblo! ¡Ay, no entienden esto, ni los hombres, ni las mujeres!

—Locos son los otros —dijo Lorenzo, ganado por aquella voz—. Locos los demás.

Se levantó. La mujer se quedó mirando el fuego, como ensoñada.

Cuando se acostó en la cama de Manuel, bajo las sábanas ásperas, como aún no estrenadas, le pareció que la felicidad —ancha, lejana, vaga— rozaba todos los rincones de aquella casa, impregnándole a él, también, como una música.

A la mañana siguiente, a eso de las ocho, Filomena llamó tímidamente a su puerta:

—Don Lorenzo, el alguacil viene a buscarle...

Se echó el abrigo por los hombros y abrió la puerta. Atilano estaba allí, con la gorra en la mano:

—Buenos días, don Lorenzo. Ya está arreglado... Juana, la de los Guadarramas, le tendrá a usted. Ya verá cómo se encuentra a gusto.

Le interrumpió, con sequedad:

—No quiero ir a ningún lado. Estoy bien aquí.

Atilano miró hacia la cocina. Se oían ruidos de cacharros. La mujer preparaba el desayuno.

—¿Aquí?

Lorenzo sintió una irritación pueril.

—¡Esa mujer no está loca! —dijo—. Es una madre, una buena mujer. No está loca una mujer que vive porque su hijo vive..., sólo porque tiene un hijo, tan llena de felicidad...

Atilano miró al suelo con una gran tristeza. Levantó un dedo, sentencioso, y dijo:

—No tiene ningún hijo, don Lorenzo. Se le murió de meningitis, hace lo menos cuatro años.

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