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lunes, 20 de abril de 2020

Sławomir Mrożek (Borzęcin, POL, 1930-2013)

El muñeco de nieve
La mosca, 2005

Está nevando este invierno cuanto se quiera y más, y los niños hicieron en la plaza del mercado un muñeco de nieve. 

Es una plaza grande, por la que pasa multitud de gente todos los días. Dan a ella las ventanas de muchas oficinas de la administración pública, pero a la plaza no le preocupa eso; está sencillamente ahí. Con gran alboroto y gritando de entusiasmo, los niños levantaron el estrafalario muñeco justamente en su centro. 

Hicieron rodar nieve hasta obtener una bola muy grande: eso era la barriga. Luego, otra más pequeña: era el pecho y los hombros. Por fin formaron otra aún más pequeña: la cabeza. Con unos tizos de carbón fingieron los botones del hombre de nieve, de tal modo que estuviera abrochado desde arriba hasta abajo, y le colocaron una zanahoria por nariz. En fin, un muñeco de nieve normal y corriente, como cualquiera de los que cada invierno hacen los niños a millares por todo el país, si es que las nevadas lo permiten. A los niños les hizo ilusión y estaban felices. 

Varias personas que pasaron por allí ojearon al hombre de nieve y luego siguieron su camino, y la administración pública siguió administrando como si tal cosa. 

El padre se alegró de que sus hijos retozaran al aire libre, de que se les pusieran encarnados los cachetes y de que luego volvieran con hambre a casa. 

Pero a la noche, cuando todos estaban ya recogidos, alguien llamó a la puerta. Era el vendedor de prensa que tenía su quiosco en la plaza del mercado. Se excusó por venir tan tarde a dar la lata, pero dijo que consideraba un deber hablar cuatro palabras sinceras con el padre. Claro que los niños eran todavía muy chicos, admitió. Pero ya había que andar con cuidado con ellos, o de lo contrario no acabarían bien. Sólo por eso había venido, por otra cosa no lo hubiera hecho; lo único que le importaba era el bien de todos los niños, dijo; la educación infantil era una cosa que le preocupaba mucho. Y detalló que el motivo concreto de su visita era la nariz de zanahorias que estos niños le habían puesto al hombre de nieve; era una nariz colorada, y él, el vendedor, también tenía la nariz de ese color, y no porque bebiera más aguardiente de la cuenta, sino porque una vez se le heló. Una desgracia, no algo como para burlarse de él a la vista de todo el mundo. Aclaró por fin que había ido a pedir que no volviera a ocurrir, claro que, como ya había dicho antes, sólo en bien de su educación. 

Tales observaciones impresionaron al padre bastante. Como es natural, los niños no deben meterse con nadie, por colorada que tenga la nariz y por mucho que eso les llame la atención. De modo que reunió a los chicos y, poniéndose serio, les dijo señalando al hombre del quiosco: 

—¿De verdad que le habéis puesto esa nariz al muñeco para burlaros de este señor? 

Los niños se asombraron sinceramente y, de momento, no entendieron de qué les estaban hablando. Cuando por fin cayeron en la cuenta, aseguraron muy formalmente que jamás les había pasado eso por la cabeza. Pero, por si las moscas, el padre los castigó y los dejó sin cenar. 

El vendedor de prensa le dio las gracias y se fue. Al llegar a la puerta del piso, se cruzó con el presidente del Sindicato Comunal, quien saludó en seguida al dueño de la casa, satisfechísimo de recibir bajo su techo a tan importante personaje. Mas cuando el señor presidente vio a los niños, frunció el ceño y dijo malhumoradamente: 

—Caramba, me alegra ver a estos pillastres. Tendrían ustedes que atarlos más cortos, ¡tan chicos y ya tan descarados! ¿Pues no miro hoy a la plaza por una ventana de nuestras oficinas y veo...? Pues estaban haciendo tranquilamente un hombre de nieve. 

—Ah, sí, la nariz y el ven... —le interrumpió el padre. 

—¡A mí qué me importa la nariz! Figúrese: primero hacen una bola, luego otra y luego una tercera. Ponen la segunda encima de la primera, y la tercera encima de la segunda. ¿No es para indignarse? 

Como el padre no entendía qué quería decir, el señor presidente se enfadó todavía más. 

—¡Pero si está clarísimo! Quieren dar a entender que en nuestro Sindicato Comunal se sienta un ladrón encima de otro. ¡Y eso es una calumnia! Hasta cuando se pretende publicar en los periódicos una cosa así, hay que presentar pruebas, y no digamos ya si se toca el asunto públicamente, nada menos que en la plaza del mercado. 

Agregó, sin embargo, que, dadas la poca edad y la inexperiencia de los niños, estaba dispuesto esa vez a dejarlo pasar; no iba a exigir explicaciones. Pero, eso sí, la cosa no podía repetirse. 

Cuando se preguntó a los niños si al poner una bola de nieve sobre otra habían querido dar a entender que en el Sindicato Comunal estaba sentado un ladrón sobre otro, sacudieron las cabezas y se echaron a llorar. Pero el padre, no hubiera un tío, páseme usté el río, los puso castigados de cara a la pared. 

El día no terminó con eso. Se oyeron en la calle los cascabeles de un trineo que se paró, de pronto, ante la casa. Dos hombres llamaron a la puerta simultáneamente: un gordo desconocido embutido en un abrigo de piel de oveja y el presidente del Consejo Nacional. 

—Ciudadano, vengo por causa de vuestros hijos —dijeron al mismo tiempo desde el umbral. 

El padre, que ya estaba acostumbrándose a la cosa, acercó unas sillas para que los recién llegados se sentaran. El presidente miraba de reojo al otro, el gordo desconocido, y se preguntaba quién podría ser. Luego habló primero: 

—Me asombra que permita usted que se haga en su casa propaganda enemiga. Mucho me temo que no tenga usted conciencia política. Mejor será que me lo confiese todo ahora mismo. 

El padre no entendía por qué se le decía aquello. 

—Se ve en sus hijos inmediatamente. ¿No sabe que se están burlando de los organismos de nuestro Estado de obreros y campesinos? Sus hijos, sus hijos, sí. Han levantado ese muñeco de nieve justamente frente a la ventana de mi cancillería. 

—Ahora comprendo —suspiró el padre tímidamente—. Se trata de eso de querer representar el robo... 

—¡Qué robo ni qué diablos! ¿Pero es que no entiende usted lo que significa levantar un hombre de nieve al pie de la ventana del presidente del Consejo Nacional? Sé muy bien lo que las malas lenguas van hablando de mí. ¿Por qué no van sus hijos y colocan un hombre de nieve al pie de la ventana de Adenauer? ¡Ah! No contesta, ¿eh? Un silencio que lo dice todo, señor mío. Yo sabré sacar de él mis consecuencias. 

En el momento de oírse la palabra «consecuencias», se levantó el gordo desconocido, miró a un lado y a otro y se alejó de puntillas, sigilosamente, como dándose ya por satisfecho; volvieron a oírse los cascabeles del trineo, al pie de la casa, y el tintineo se fue perdiendo a lo lejos. 

—Sí, amigo mío, le aconsejo que reflexione sobre lo que acabo de decirle —agregó el presidente—. ¡Ah, y otra cosa! Si por distracción salgo a veces de casa con los pantalones desabrochados, eso es cosa mía y sus niños no tienen ningún derecho a tomarme el pelo. Sepa que, si me da la gana, saldré de casa incluso sin pantalones y que a sus hijos no les importa un pimiento. Procure acordarse bien. 

El acusado hizo comparecer a los niños, que estaban de cara a la pared, y les conminó a que confesasen inmediatamente que al hacer el muñeco de nieve habían pensado en el señor presidente y que además los botones eran un puyazo de mal gusto al hecho de que, a veces, el señor presidente llevaba por distracción desabrochados los pantalones. 

Entre lágrimas y pucheros, los niños afirmaron que habían hecho su hombre de nieve nada más que para divertirse y sin la menor mala intención. Pero, por si sí o por si no, el padre no sólo los dejó sin cenar y los puso de cara a la pared, sino que les mandó hincarse de rodillas sobre el santo suelo. 

Aquella noche aún volvieron a llamar a la puerta varias veces, pero el padre ya no abrió más. 

Y, al día siguiente, pasé junto a un jardincillo donde los niños estaban jugando. Se les había prohibido ir por la plaza del mercado y los niños estaban discutiendo a qué iban a jugar esa mañana. 

—Vamos a hacer un hombre de nieve —dijo el primero. 

—¡Boh, un hombre de nieve corriente es muy aburrido! —contestó el segundo. 

—Bueno, vamos a hacer un hombre que venda periódicos. Y le ponemos una nariz bien colorada. Porque la tiene así de colorada de tanto aguardiente, ¿no? El mismo lo dijo anoche —dijo el tercero. 

—¡Qué tonto eres! Yo voy a hacer el Sindicato. 

—Y yo al señor presidente, eso sí que es un hombre de nieve. Y además le voy a poner botones porque siempre lleva los pantalones sin abrochar. 

Los niños se pelearon un poco, pero por fin se pusieron de acuerdo para realizar todos esos proyectos, uno detrás de otro. Y se pusieron a trabajar con mucho interés. 



El misántropo
Juego de azar, 1991 

El compartimiento estaba vacío. Me senté junto a la ventana y abrí un libro. 

Se oyó el estrépito de la puerta corredera. Entró un tipo con una maleta voluminosa. Volví a la lectura, pues no tenía ganas de trabar conversación con nadie. La pérdida de la intimidad ya representaba suficiente contrariedad. 

—Usted ocupa mi asiento. 

—¿Su asiento? 

—Compruébelo, por favor. 

Había olvidado en qué bolsillo había metido mi billete; por fin di con él. 

—Le corresponde el asiento número treinta y cuatro y éste es el asiento número treinta y nueve. 

Me senté enfrente. No quería dejar la ventana, porque tenía ganas de mirar el paisaje. 

—Su equipaje. 

—¿Qué equipaje? 

Señaló el portaequipajes. 

—Ah, se refiere a mi gabardina... 

—Según el reglamento es el equipaje, ya que se encuentra en el lugar destinado al equipaje. 

Retiré la gabardina del portaequipajes. Con gran esfuerzo colocó allí su maleta aleccionándome al mismo tiempo sobre el hecho de que aquella parte del portaequipajes correspondía únicamente al pasajero autorizado a ocupar el asiento número treinta y nueve. El tren arrancó algo bruscamente. Me puse a mirar el paisaje. 

—Usted ha ocupado el asiento número treinta y ocho. 

Me di la vuelta; efectivamente, en el respaldo había una plaquita esmaltada con dicho número. 

—El asiento número treinta y cuatro está allí... 

Indicó el rincón junto a la puerta. 

—¿No es lo mismo? El compartimiento está casi vacío. 

—Es una cuestión de principios. 

Podía escoger: o bien entrar en abierto conflicto con aquel maníaco, o bien sucumbir. En ambos casos le daría satisfacción, aunque en cada caso sería una satisfacción de índole distinta. De modo que decidí abandonar el compartimiento. 

Me levanté y por poco pierdo el equilibrio; el tren al acelerar tiró del vagón. La maleta situada encima de su cabeza se desplazó hacia el borde del portaequipajes. Entendí que debía esperar más acelerones. 

Sin decir palabra me cambié al asiento número treinta y cuatro, menos cómodo para mirar el paisaje, pero que en cambio ofrecía una mejor visión —en diagonal— de la maleta situada encima de la cabeza de mi compañero de viaje. 

El tren frenó y la maleta retrocedió hacia el fondo del portaequipajes. Empecé a dudar de si mis cálculos habían sido correctos, ya que también había que tener en cuenta las frenadas. ¿No sería mejor abandonar el compartimiento? 

—Sí, señor. Siempre hay que respetar los reglamentos —me aleccionó con aire triunfal. 

Eso fue determinante, decidí resistir. Al fin y al cabo, el tren aún no había alcanzado su velocidad máxima y podía tener esperanzas. 

Entorné los ojos. Aparte de la lectura y la contemplación del paisaje, el tercer placer del viaje es el de dormitar. Pero yo no dormitaba, sino que de esta manera, por debajo de los párpados entornados, podía observar el portaequipajes sin llamar su atención, lo cual no era posible ni leyendo, ni contemplando el paisaje. 

El cálculo resultó acertado. Poco a poco, pero sin parar, la maleta se iba desplazando hacia el borde del portaequipajes. Entre yo y su centro de gravedad se creó un vínculo de intensa comprensión. Se estaba acercando el momento. 

Y sin embargo, decidí darle una oportunidad. No por motivos humanitarios, ni aún menos por amor al prójimo. Sólo por curiosidad. 

—Parece que es usted partidario de los reglamentos. ¿Se puede saber por qué? 

Se animó, evidentemente era su tema preferido. 

—Mire usted, los reglamentos son necesarios para que haya orden. Sin reglamentos no hay más que desorden. 

—Entonces le propongo una cosa: intercambiemos nuestros billetes. Y yo ocupo su asiento y usted el mío. No infringiremos el reglamento, puesto que los billetes no están emitidos a nuestro nombre, sino al portador. ¿Qué le parece? 

Durante un rato se quedó mudo de sorpresa. 

—Pero ¿y a santo de qué? 

—Porque a mí me gusta estar junto a la ventana. ¿Y a usted? 

Esperé la respuesta. Si lo admitía, estaba a salvo. 

—¡Pero el número treinta y nueve es mío! 

—Comprendo, sería una manipulación. Por su naturaleza, los reglamentos no pueden ser absolutamente rigurosos, pero esto no quiere decir que podamos manipularlos. ¿No es así? 

—Sí, por supuesto... 

—Es decir que usted identifica los reglamentos con el destino. 

—¿Con qué? 

—Con el destino, con la providencia. Los reglamentos eliminan la arbitrariedad, es decir el azar, es decir el caos, por lo que son una manifestación del destino, la voz de la providencia. 

—Lo dice de un modo extraño. 

—Digo lo mismo que usted, sólo que utilizo palabras distintas. Usted dice: orden, yo digo: destino; usted dice: desorden, yo digo: caos; pero en el fondo es lo mismo. Así que los reglamentos encierran en sí algo divino. Ahora entiendo por qué son para usted sagrados. 

—Mire usted, los reglamentos son reglamentos y punto. 

—Perfecto —dije, y entorné los ojos en señal de que ya no había de qué hablar. Y de hecho así era. 

Cuando la maleta cayó, aquel tipo se precipitó al suelo alcanzado en la sien por su canto metálico. Pensé que se había desmayado y juro que no era lo que yo quería, sobre todo porque ahora no sabía qué hacer. ¿Cómo se reanima a un desvanecido? En fin, que era un fastidio... Al mirar perplejo a mi alrededor, vi el freno de seguridad provisto de la placa reglamentaria: «Accionar en caso de peligro». Existía el peligro de que si alguien no le prestaba los primeros auxilios, su estado se agravara. Lo accioné. 

El resultado fue que el tren tuvo un retraso de dos horas, lo cual provocó un caos en los horarios de toda la región. Sin embargo, esta transgresión del orden no sirvió de nada, porque resultó que el tipo había muerto en el acto. Pero como yo había actuado siempre de acuerdo con el reglamento, no tenía nada que reprocharme. 



El socio 
Juego de azar, 1991 

Decidí vender mi alma al diablo. El alma es lo más valioso que tiene el hombre, de modo que esperaba hacer un negocio colosal. 

El diablo que se presentó a la cita me decepcionó. Las pezuñas de plástico, la cola arrancada y atada con una cuerda, el pellejo descolorido y como roído por las polillas, los cuernos pequeñitos, poco desarrollados. ¿Cuánto podía dar un desgraciado así por mi inapreciable alma? 

—¿Seguro que es usted el diablo? —pregunté. 

—Sí, ¿por qué lo duda? 

—Me esperaba al Príncipe de las Tinieblas y usted es, no sé, algo así como una chapuza. 

—A tal alma, tal diablo —contestó—. Vayamos al negocio. 


El monumento 
Juego de azar, 1991 

El Congreso Mundial de Psicoanalistas decidió erigir un monumento en homenaje a Sigmund Freud, creador de la teoría del psicoanálisis. El proyecto inicial preveía a Freud de tamaño natural, confeccionado en granito o en bronce, y dos figuras femeninas alegóricas. Una, que representaría el subconsciente, estaría sentada sobre la rodilla izquierda de Freud, y la otra, el consciente, sobre la rodilla derecha. 

Primero surgió la duda de qué debía hacer Freud con las manos. No con la derecha, porque parecía obvio que la mano derecha debería tenerla sobre la cabeza del consciente. Pero dónde debía tener la izquierda, la del subconsciente, en eso las opiniones estaban divididas. 

Sin embargo, pronto surgió un problema más serio que desplazó esta falta de unanimidad a un segundo plano. Y es que de pronto quedó patente que en la composición del monumento faltaba el superego. Puesto que Freud no podía tener una tercera pierna, se colocó al superego de pie detrás de Freud. 

Sin embargo, esta posición dominante del superego, aunque científicamente correcta —el superego debería dominar sobre el consciente y el subconsciente—, hizo que quienes criticaban el proyecto se percataran de una inadmisible falta de diferenciación entre el consciente y el subconsciente. Y es que las dos figuras que los representaban estaban sentadas exactamente al mismo nivel, cada una en una rodilla, igual que la otra. 

Así que le quitaron a Freud el subconsciente de la rodilla y lo tumbaron a sus pies. 

Ahora todo estaba en orden. El subconsciente abajo de todo, como correspondía, por encima el consciente, y el superego por encima de ambos. Con ello también se libraron del problema de qué iba a hacer Freud con la mano izquierda, la del lado del subconsciente. 

En la ceremonia en que se descubrió con toda pompa el monumento resultó que Freud se estaba rascando la cabeza. Estalló un escándalo, pues ese gesto expresaba duda o incluso pasmo. 

El monumento fue cubierto de inmediato y más tarde se sustituyó por una escultura abstracta que representaba un globo sobre un cubo. Cada uno veía en ella lo que quería y la psiquiatría podía seguir desarrollándose sin más obstáculos. 


En el jardín 
Juego de azar, 1991 

Estábamos sentados en el jardín tomando un aperitivo antes de comer. La conversación se decantó hacia el tema del racismo. 

—Desde el punto de vista teológico —argumentó P., un conocido predicador—, el racismo no existe, ya que todos descendemos de Adán y Eva. 

De repente se dejó oír un susurro entre los parterres y algo se escabulló por el cuidadosamente cortado césped. 

—¿Qué ha sido eso? —pregunté. 

—Una serpiente. 

—¿Y no cree, reverendo padre, que ha esbozado una sonrisa un poco rara? 

—No —respondió brevemente el teólogo. 


Alguien 
Juego de azar, 1991 

Durante la recepción nadie me hizo caso. A decir verdad fue el mismo anfitrión quien me abrió la puerta y se me dirigió con un amable «¿Quiere quitarse la gabardina?», pero tuve la sensación de que esperaba a otra persona. Los invitados que habían llegado antes que yo me saludaron con un apretón de manos acompañado de expresiones como «mucho gusto» o «encantado», pero después volvieron a sus conversaciones interrumpidas. Cuando sirvieron a la mesa, la anfitriona preguntó: «¿Un poco más de ensaladilla?», pero sospeché que no se trataba de una propuesta en serio. Después de cenar, cuando el ambiente se volvió distendido y animado, decidí ofrecer un cenicero a una de las señoras, pero resultó que no fumaba. Empecé a contar un chiste, pero llegó un invitado rezagado, por lo visto importante, porque todos se levantaron para saludarle, y después ya nadie reclamó que terminara de explicarlo. Así que me senté en un rincón con la esperanza de que mi aislamiento voluntario intrigase a los presentes y me pidiesen que me uniera a ellos, cosa que no ocurrió. Por fin decidí utilizar un método contundente: abandonar la reunión, o al menos expresar la intención de hacerlo. Los anfitriones no trataron de retenerme cuando les hice saber que unos asuntos urgentes me obligaban a marchar antes de tiempo. Aunque el anfitrión dijo: «Lástima», no precisó en qué pensaba, de modo que podía haber sido: «Lástima que se haya quedado tanto tiempo». Por su parte la anfitriona dijo: «Espero que se deje caer por aquí en alguna otra ocasión», lo cual sonó a algo así como: «Espero que se caiga por la escalera». La puerta se cerró detrás de mí y me encontré en la escalera. 

Les di una última oportunidad y me quedé esperando aún media hora. Pero la puerta permaneció cerrada, nadie la abrió para llamarme. Salí a la calle y a paso lento —por si querían alcanzarme y rogar que me quedara con ellos— volví a casa. 

De madrugada me despertó el sonido del timbre de la entrada. Abrí la puerta. Frente a mí estaba el anfitrión de la recepción, que apenas unas horas antes me había despedido con tanta indiferencia. Parecía alterado. 

—Todos lamentamos que se marchara tan temprano —empezó a hablar desde la entrada. 

—No importa, me visto y vuelvo ahora mismo. 

—Desgraciadamente los invitados ya se han ido. Usted fue el primero en salir, ¿verdad? 

—Tenía mis razones. 

—¡Exacto! Todos nos preguntamos por qué se marchó. 

—Tenía un asunto por arreglar. 

—No cabe duda. Pero llamó usted con ello la atención de todo el mundo. No se habló de nada más que de usted. 

—¿De veras? 

—Sí, había quienes querían ir a buscarle, pero dije que lo arreglaría yo personalmente. Al fin y al cabo, como anfitrión me siento responsable. 

—Justo. 

—Me alegro de que esté de acuerdo conmigo. ¿Para qué armar un escándalo? Arreglémoslo entre nosotros, entre usted y yo, sin testigos. 

—Muy bien, no soy hombre que no sepa perdonar. 

—Bien, pues, devuélvame el reloj. 

—¿Qué reloj? 

—No se haga el tonto. Usted sabe mejor que nadie que a uno de los invitados le desapareció el reloj. 

—¿Y usted piensa que lo robé yo? 

—¿Y quién si no? No sólo lo pienso yo, lo piensa todo el mundo. 

Le abracé, aunque se resistía. No quiso celebrarlo conmigo y se fue amenazando con avisar a la policía. Pese a todo me sentía feliz. Siempre había sabido que era alguien, pero ahora por fin se habían percatado de ello. 


El agujero en el puente 
La vida difícil, 1995

Érase una vez un río, y en cada una de las orillas de este río había un pueblo. Los dos pueblos estaban unidos por un camino que pasaba por un puente. 

Un buen día en el puente apareció un agujero. El agujero debía arreglarse, en cuanto a esto la opinión pública de ambos pueblos estaba de acuerdo. Sin embargo, surgió una disputa sobre quién debía hacer el arreglo. Ya que cada uno de los pueblos se consideraba más importante que el otro. El pueblo de la orilla derecha opinaba que el camino conducía sobre todo a él, por lo que el pueblo de la orilla izquierda había de arreglar el agujero porque debía de estar más interesado en ello. El pueblo de la orilla izquierda consideraba que era el objetivo de cualquier viaje, de modo que el arreglo del puente debía de ser de interés para el pueblo de la orilla derecha. 

La disputa se prolongaba, así que el agujero seguía allí. Y cuanto más tiempo pasaba, tanto más crecía la mutua antipatía entre ambos pueblos. 

Un buen día un mendigo local cayó al agujero y se rompió una pierna. Los habitantes de ambos pueblos le preguntaron con insistencia si iba de la orilla derecha a la izquierda, o bien de la izquierda a la derecha, ya que de esto dependía cuál de los dos pueblos era responsable del accidente. Pero él no se acordaba porque aquella noche iba borracho. 

Algún tiempo más tarde pasó por el puente un carro con un viajero, que cayó al agujero y se le rompió el eje. Puesto que el viajero estaba de paso en ambos pueblos —no iba ni del primero al segundo, ni del segundo al primero—, los habitantes de ambos pueblos se mostraron indiferentes con el accidente. El viajero, hecho una furia, bajó del carruaje, preguntó por qué no se arreglaba el agujero, y al enterarse de las razones dijo: 

—Quiero comprar este agujero. ¿Quién es su propietario? 

Ambos pueblos reclamaron al unísono su derecho al agujero. 

—O el uno o el otro. La parte propietaria del agujero tiene que demostrar que lo es. 

—Pero ¿cómo? —preguntaron al unísono los representantes de ambas comunidades. 

—Es muy sencillo. Sólo el propietario del agujero tiene derecho a arreglarlo. Lo compraré al que arregle el puente. 

Los habitantes de ambos pueblos se pusieron manos a la obra, mientras el viajero se fumaba un puro y su cochero cambiaba el eje. Arreglaron el puente en un santiamén y se presentaron para cobrar por el agujero. 

—¿Qué agujero? —se sorprendió el viajero—. Yo no veo aquí ningún agujero. Hace tiempo que busco un agujero para comprar, estoy dispuesto a pagar por él un dineral, pero vosotros no tenéis ningún agujero para vender. ¿Me estáis tomando el pelo o qué? 

Subió al carro y se alejó. Y los dos pueblos hicieron las paces. Los habitantes de ambos están ahora al acecho en buena armonía en el puente y, si aparece un viajero, lo detienen y lo zurran.

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