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jueves, 16 de octubre de 2014

David Vivancos Allepuz (1970, Barcelona, ESP)

Yogur premiado



Se personó en el Departamento de Promociones con la tapa del yogur premiada con un nacimiento. Lo acomodaron en un cuarto oscuro sin darle oportunidad de preguntar en qué consistía el regalo exactamente, ya que tanto él como su señora hacía mucho que no podían tener niños. Permaneció sentado hasta que se abrió una puerta. Avanzó cauteloso hacia el rectángulo de luz recortado en la penumbra. Nada más cruzar el umbral, sintió cómo alguien lo agarraba del tobillo y lo levantaba. Recibió una fuerte palmada en la espalda. Quiso protestar pero sólo consiguió emitir un llanto sostenido, desgarrador. 



Nobleza obliga 

Asió con determinación la empuñadura, tiró de la espada y la extrajo del pecho del rey. La apoyó sobre la alfombra y descansó en ella. Contempló, con exultante satisfacción, la mirada vacua del moribundo, antes de que éste exhalara el último suspiro, tendido encima del cadáver del mastín. Un cruento espectáculo. Toda esa sangre. La del anciano soberano, la de los demás, confundidas en un mismo charco oscuro y viscoso. La que teñía sus guanteletes, la sangre que, en un acto reflejo, trató de eliminar frotándolos contra el peto metálico. 

Recuperado el aliento, bajó la visera del yelmo y regresó sobre sus pasos. Apartó a puntapiés los miembros cercenados del príncipe y los de los infantes. La armadura volvió a ocupar su lugar, trabajosamente, junto a la chimenea de piedra. Convencida de que ya nadie, nunca más, volvería a arrojar colillas en su interior. 



Generación perdida 

Los desconcertados marineros se reencuentran en la plaza tras su alocada carrera por las calles del puerto. Se preguntan, jadeantes, dónde estarán las mujeres prometidas por Ulises después de tantos años de travesía. De penurias. Y ellas, las viejas con las cuales han ido tropezando aquí y allá, en las esquinas, en los soportales, sentadas a la puerta de las casas de paredes encaladas, apartan por un instante la vista de las muñecas de madera que tienen en sus regazos y cesan de acariciarlas y de peinarlas, de jugar con sus cabellos de alga, y fijan sus ojos hundidos en esos hombres esqueléticos de piel de cuero moreno que tanto les recuerdan a quien, décadas atrás, llegara a la isla de las mujeres diciendo ser el rey de Ítaca. Y suspiran. Nostálgicas.


Papanoeles sonrientes 

Decidir, la semana después del funeral, no postergarlo más e ir una mañana a vaciar el piso de mamá. Encontrarlo todo tal cual estaba la víspera de Reyes. Registrar (qué verbo tan impersonal, pero no hay otro mejor) los cajones del despachito. Encontrar los papeles del banco y guardarlos en carpetas verdes. Revisar el dormitorio. Buscar entre sus cosas. Recuperar el joyero del tocador. Descubrir los álbumes de fotos. Y los demás recuerdos. Abrir el armario, apilar la ropa sobre la cama. Clasificarla para la beneficencia. Hallar, ocultos bajo un juego de sábanas con olor a alcanfor, los paquetes. Sentir entonces un escalofrío. Romper con los dedos vacilantes el que lleva una tarjetita con tu propio nombre, rasgar los papanoeles sonrientes y los abetos adornados del papel de regalo y no poder disimular una mueca de contrariedad al descubrir, en su interior, los mismos calcetines negros de siempre.

Blog personal: Grimas y leyendas

2 comentarios:

  1. Buena selección. El humor y el horror dándose la mano en la buena escritura de David. Un placer releerlos.

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  2. Un grande David Vivancos. Y sus papanoeles un micro de antología.
    Besos desde el aire

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