El orden ideal
Cuerpo y prótesis, 2000
Hubo una época en que
fichaba todos los libros que entraban en casa hasta que un día, en plena
catalogación de uno de Kafka, mientras recorría con el dedo las páginas de
cortesía en busca del nombre del traductor, tuve el sentimiento de que estaba
haciéndole a la novela uno de esos reconocimientos físicos que se les hace a
los presos antes de meterlos en la celda. Me quedé espantado, así que dejé la
ficha a medias y abandoné el libro en cualquier parte, aunque nunca tuve
dificultad para encontrarlo. Llegaba a mi habitación, olía un poco el aire y el
afecto me conducía a él con la misma eficacia que el orden alfabético. Desde
entonces, he intentado ordenar mi biblioteca, y quizás mi vida, de algún modo
que no exija la confección de una ficha policial, pero he fracasado
sucesivamente.
Veamos: intenté hacer una
clasificación temática, dividiendo la librería en grandes áreas: novela,
ensayo, poesía… Hasta aquí la cosa es fácil; lo malo es cuando intentas clasificar
a su vez cada uno de estos géneros y te pones a separa la novela histórica de
la psicológica y esta de la policíaca; o el ensayo científico del literario, e
incluso la poesía buena de la mala. Me di cuenta entonces de que me gustaban
sobre todo los libros fronterizos, de manera que la línea divisoria entre unos
y otros géneros era más ancha que los géneros en sí y la confusión de mi
biblioteca y de mi vida volvería a ser la de antes. Me enseñaron entonces un
programa de ordenador en el que, una vez introducidos los datos, encontrabas el
libro dándole a cuatro teclas. Funcionaba bien, pero lo deseché porque cada vez
que le pedía al programa un libro tenía de nuevo la impresión de ir a visitar a
un preso.
Finalmente, los fui dejando
donde me daba la gana, como había hecho antes de que tuviera aquel ataque de
profesionalización. Pese a ello, los encuentro con facilidad, igual que la
novela ya citada de Kafka. Alguno, es cierto, se me resiste o se pierde, pero
no porque esté mal colocado, sino porque no me interesa. De manera que las
fichas sirven, fundamentalmente, para encontrar lo que uno no quiere, lo que,
bien mirado, resulta completamente absurdo. Y para poner orden, lo que resulta
peligroso.
Escribir
Articuentos, 2001
«13.15. Todos
los tripulantes de los compartimientos sexto, séptimo y octavo pasaron al
noveno. Hay 23 personas aquí. Tomamos esta decisión como consecuencia del
accidente. Ninguno de nosotros puede subir a la superficie. Escribo a ciegas.»
Estas palabras, escritas por un oficial del Kursk en un pedazo de papel, tienen la turbadora exactitud que
pedimos a un texto literario. El autor está rodeado de bocas que exhalan un
pánico que ni siquiera nombra. Él mismo debe de encontrarse al borde de la
desesperación, pero no tiene tiempo ni papel para recrearse en la suerte. Ha de
hacer, pues, una selección rigurosa de los materiales narrativos, y el
resultado es esa obra maestra en la que, sin embargo, sólo cuenta aquello a lo
que se puede asignar un número: la hora y la cantidad de hombres. En
situaciones extremas, la literatura sale a presión, como por la grieta de una
tubería reventada. El documento del oficial del Kursk es bueno porque es necesario. Mientras la muerte trepaba
por sus piernas, ese hombre se entregó con fría vehemencia a la literatura. Y
de qué modo.
Naturalmente,
lo que no dice ocupa más de lo que dice, pero lo ausente ha de aportarlo el
lector, que es tan responsable de lo que lee como el escritor de lo que
escribe. Sería absurdo comenzar una novela afirmando de un frutero que es bípedo.
El lector tiene la obligación de saber que los fruteros son bípedos y que están
dotados de cuatro extremidades con cinco dedos en cada una de ellas. Sin estos
sobreentendidos primordiales, la escritura resultaría imposible.
Lo curioso es que un billete con cuatro líneas aparecido en
el bolsillo de un cadáver responda de súbito a la vieja pregunta de para qué
sirve la literatura. Sirve para contarlo. Todos aquellos que aspiran a escribir
deberían recitar el texto del Kursk como una oración. Ser escritor, al
menos cierto tipo de escritor, significa vivir rodeado de pánico percibiendo a
tu alrededor bultos que pasan de un compartimiento a otro con los calcetines
mojados. Y tú eres uno de esos bultos: aquel que, por encima o por debajo del
miedo, está poseído por la necesidad de contarlo, aunque las posibilidades de
que alguien lo lea sean muy escasas. Escribo a ciegas.
Confusión
Articuentos, 2001
Antes de que hubiera terminado de desenvolver el regalo de cumpleaños,
sonó dentro del paquete un timbre: era un móvil. Lo cogí y oí que mi mujer me
felicitaba con una carcajada desde el teléfono del dormitorio. Esa noche, ella
quiso que habláramos de la vida: los años que llevábamos juntos y todo eso.
Pero se empeñó en que lo hiciéramos por teléfono, de manera que se marchó al
dormitorio y me llamó desde allí al cuarto de estar, donde permanecía yo con el
trasto colocado en la cintura. Cuando acabamos la conversación, fui al
dormitorio y la vi sentada en la cama, pensativa. Me dijo que acababa de hablar
con su marido por teléfono y que estaba dudando si volver con él. Lo nuestro le
producía culpa. Yo soy su único marido, así que interpreté aquello como una
provocación sexual e hicimos el amor con la desesperación de dos adúlteros.
Al día siguiente, estaba en la oficina, tomándome el bocadillo de media
mañana, cuando sonó el móvil. Era ella, claro. Dijo que prefería confesarme que
tenía un amante. Yo le seguí la corriente porque me pareció que aquel juego nos
venía bien a los dos, de manera que le contesté que no se preocupara: habíamos
resuelto otras crisis y resolveríamos ésta también. Por la noche, volvimos a
hablar por teléfono, como el día anterior, y me contó que dentro de un rato iba
a encontrarse con su amante. Aquello me excitó mucho, así que colgué en
seguida, fui al dormitorio e hicimos el amor hasta el amanecer.
Toda la semana fue igual. El sábado, por fin, cuando nos encontramos en
el dormitorio después de la conversación telefónica habitual, me dijo que me
quería pero que tenía que dejarme porque su marido la necesitaba más que yo.
Dicho esto, cogió la puerta, se fue y desde entonces el móvil no ha vuelto a
sonar. Estoy confundido.
Vivir intensamente
Articuentos,
2001
Uno de
los mitos más dañinos para la juventud es el de «vivir intensamente». Por vivir
intensamente suele entenderse pasar mucho tiempo en la calle e ir de un lado a
otro bebiendo cosas que dan ardor de estómago. En mi juventud también fuimos
víctimas de la necesidad de vivir intensamente. «Vive deprisa, muere joven y
haz un cadáver bonito», rezaba un eslogan de la época. El problema es que vivir
deprisa no garantiza morirse antes. La mayoría de la gente que vivía deprisa
continúa viva, pero con úlcera de estómago o piedras en el riñón. Además no quieren
ni oír hablar de la muerte. Vivir intensamente no significa nada. En todo caso
no significa, como creen algunos, tomar muchos aviones. Durante una época me
bajaba de un avión y me subía en otro y era la vida menos intensa que cabía
imaginar. La intensidad llegaba cuando menos la esperaba y en los lugares más
sorprendentes. Un día, bajando las escaleras de un ministerio, me crucé con un
individuo cuya mirada no he logrado olvidar. Se detuvo delante de mí y estuvo
unos segundos observándome. Aquello fue muy intenso, aunque no sé por qué.
Los
sucesos más importantes de la vida son absurdos. El sentido es un adminículo
digno de un «todo a cien». Las personas que presumiblemente han vivido de forma
intensa te cuentan sus correrías a modo de historia. Quiere decirse que han
necesitado hacer una reconstrucción que dota de coherencia a lo incoherente.
Las mejores conquistas sexuales, por citar un campo que todo el mundo suele
considerar excitante, son siempre casuales. Es el recuerdo lo que las convierte
en una novela. Los profesores aseguran que los jóvenes no comprenden los
procesos históricos, pero quién los comprende. La historia de la humanidad no
tiene ni pies ni cabeza, de modo que lo raro es comprenderlos.
Escribimos
y leemos novelas porque nos vuelve locos aquello de lo que carecemos: el
sentido. La vida es lo contrario de una novela: le sobran casi todas las
páginas y, si hay alguna imprescindible, no sabemos cuál es. Aceptar la falta
de sentido: eso es vivir intensamente.
Lo real
Articuentos, 2001
Una chica estadounidense se tomó
por juego una Viagra y tuvo una erección fantasmal. Pese a
que los médicos han advertido que cuando el miembro permanece en tensión más de
cuatro horas seguidas hay que acudir a un servicio de urgencias para evitar daños
irreparables en el tejido de la uretra, la joven no fue al hospital hasta el
tercer día, presa ya de unos dolores insoportable en el pene hipotético
aparecido tras la ingestión de la pastilla eréctil. Dado que los facultativos
no sabían cómo detener aquella erección inexistente, pasaron todavía unas horas
preciosas antes de que al jefe de urología se le ocurriera proponer a la chica
una eyaculación fantasmal para acabar con aquel caso de priapismo extravagante.
Los padres, que eran mormones, se
opusieron a que la joven se masturbara, pues además de no estar de acuerdo con
el onanismo en general, les parecía que éste podría ser más condenable si se
practicaba con un miembro ilusorio. Un médico muy culto que había ese día de
guardia intentó explicarles que el miembro masculino objeto de la masturbación
es siempre imaginario, aun cuando se pueda tocar. Pero no hubo forma de sacar a
los padres de sus trece y el hospital tuvo que conseguir una autorización del
juez para proceder a la descarga imaginaria, en el caso de que haya alguna que
no lo sea, cesando de inmediato los dolores de la joven y desapareciendo al
instante el miembro falso, si hay alguno verdadero.
La noticia
es que han congelado el semen quimérico obtenido de la eyaculación irreal y
ahora pretenden fecundar con él un óvulo aparente para obtener un embrión
fantasma. Si los fundamentos teóricos no fallan, podrían conseguir un individuo
invisible. A mí, personalmente, me parece que eso no tiene ningún mérito. Lo
novedoso a estas alturas sería fecundar a alguien real.
Qué buena selección has hecho, Rubén. Su forma de escribir es tan limpia, parece tan sencilla, que envidia me da. ¡Qué hombre!
ResponderEliminar