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miércoles, 31 de julio de 2013

Iván Teruel Cáceres (1980, Girona, ESP)

Contra el delito de hurto común 
(De antología, 2013)

En otoño, tras la lluvia, miles de caracoles diminutos inician la ocupación, lenta pero ambiciosa de los campos. Uno puede decidirse a salir a pasear por ellos, aun sabiendo que entonces cada paso describe la parábola de lo inexorable: la muerte múltiple bajo la superficie de una suela. Sin embargo, no es esa tragedia a pequeña escala lo que escarba en el interior de uno, sino el crujido coral que la certifica: ese crepitar liviano, casi evanescente que primero se ramifica por el aire tejiendo alfileres invisibles, después alcanza el oído y desde allí parece asaltar los goznes de la propia conciencia. 



Ese sonido se parece a otro de origen urbano: el chasquido que surge del aplastamiento de una cucaracha enorme que corretea por la acera de una ciudad. Existen diferencias, claro. La cucaracha está en movimiento. Y no tiene concha sino esqueleto interno. Esas dos variantes provocan que el crujido incorpore un matiz líquido y añada, en su trayecto hacia el oído, cierta reverberación. El sonido llega mucho más disuelto a la conciencia, que lo absorbe con naturalidad. 


Pues bien, no se me ocurre otra manera más aproximada de describirlo. Yo diría que en la confluencia de los chasquidos está la clave, que así suena, cuando está en funcionamiento, la nueva máquina de triturar manos.


El maquinista

Vuela demasiado bajo. La gaviota roza la furgoneta que viene de frente y describe en el aire un escorzo desequilibrado. Cae en mi carril. Esas décimas de segundo hasta que la atropello me provocan un vivo estremecimiento. Porque queda delineado, diáfano, el perímetro de la existencia. Y porque su transposición resulta inminente e inevitable. El momento es intenso, trágico, turbador. De repente, alcanzo a comprender esa mezcla de horror y perplejidad que a veces traía mi padre en los ojos cuando llegaba a casa. No era tanto el hecho de atropellar a un suicida como la conciencia nítida de no poder hacer nada por evitarlo.


Una apacible tarde de verano

Piensen en un frenazo agudo, de esos que taladran la conciencia de cualquiera. Interioricen a continuación el sonido que produce un saco de piedras contra el suelo. Recuerden también cómo se encoge un gusano cuando siente una amenaza, pero sustitúyanlo por tres corazones. Ahora viene lo más duro: imaginen a tres madres que hablaban distraídas en el parque y que ahora corren, con un llanto espeso en la garganta, hacia la carretera que hay tras los setos. La escena es terrible, sí. Sobre todo, porque, cuando lleguen al lugar del atropello, dos de ellas no podrán evitar sentir una dolorosa sensación de alivio.


Claro de bosque
A Dani García

Fue terrible. Como tantas otras noches, llegamos al claro de bosque con el deseo abriéndonos la carne. Y aparcamos el coche donde solíamos, frente a los chopos. Ella fue la primera en darse cuenta: había una rosa fresca atada a uno de los árboles, y alrededor de él, en el suelo, seis o siete velas formando un círculo. Esa imagen reventó mis nervios. Arranqué para irme, pero ella bajó del coche. La llamé con un grito que inundó de pánico la madrugada. Cuando me decidí a bajar, la noche la había engullido. No sé cuánto tiempo permanecí fuera, con el miedo repiqueteando en mis músculos. Oí un correteo múltiple, un sonido seco de cuerpos en lucha y, al final, los gritos de ella, tan desgarradores como ambiguos. Los ruidos cesaron. Y momentos después surgió de nuevo ella, escupida por la oscuridad. Volvía desgreñada y medio desnuda, magullada. Se montó en el coche antes de que pudiera acercarme a ella. Después subí yo. Tenía los ojos extraviados, pero en su rostro había matices de una belleza indefinible, como el rastro de un éxtasis. Permanecimos en silencio. La llevé a su casa. Y al bajar del coche me dedicó las últimas palabras que recuerdo de ella: «Maricón de mierda». 


Fotografía: Mercedes Molero


Los humanos

Cada ruido era como si intentaran arrancarnos los nervios de raíz. A eso nos habían acostumbrado: a una duermevela permanente y desquiciante. Sin embargo, la otra noche yo ni siquiera estaba colgado en ese balanceo de la conciencia. Me había levantado a bajar la persiana, y, al hacerlo, las láminas habían crujido. Entonces el perro ladró. Y fue un ladrido impregnado de un miedo y un dolor antiguos. Aunque de eso solo me di cuenta más tarde. En aquel momento creí que el perro se había sobresaltado al oír cómo chirriaba la persiana. Me equivoqué. Y cuando quise reaccionar, ya habían entrado. Avanzaban imparables por el pasillo. 

Blog personal: La tijera de Lish

2 comentarios:

  1. Mi preferido es Una apacible tarde de verano. Muy recomendable Iván Teruel.

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  2. Muy sensitivos, los sonidos nos conducen a otras sensaciones que son el centro de la historia. He disfrutado con su lectura, gracias por traerla hasta aquí.
    "Una apacible tarde de verano" es impactante, ya lo conocía y, sin embargo, volvió a sobrecogerme.

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