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domingo, 27 de octubre de 2013

Rocío Romero Peinado (1972, Barakaldo, Bizkaia, ESP)

Cobijar


Me gusta contemplarlos a esta hora callada de la noche. Procuro no despertar a mis habitantes para desentumecerme en la intimidad de mis muros, pero a veces bostezo con fuerza y el aire se filtra por chimeneas y rendijas. «Tranquila, amor, es el viento», dice el hombre, pero ella lo sabe y mira mis vigas de madera oscura que crujen delicadamente. 


Es una familia hermosa, ésta que albergo. Los adultos gráciles, comedidos, se aman sin estrépito de vez en cuando. Mi favorita, sin embargo, siempre fue la menor de las tres niñas, la pequeña de rizos anchos que subía a mi desván sin un titubeo, apoyando aún los dos pies en cada escalón, para dibujarme entre el polvo con los dedos pegajosos. 

No sé qué me invadió para envidiársela así, para anhelar siempre sus besos sobre el cristal de mis ventanas y sus mejillas —blandas, cálidas— que apoyaba en el suelo mientras jugaba a que yo era palacio y ella princesa cautiva. 

Y ahora, aunque las demás han crecido ya, la mujer que llora sigue llamándola por las estancias del ala principal y todavía se asoma bajo las camas. Y mi niña, aquí conmigo, se pone triste y la lluvia gotea muy suave por mis aleros. 


Lo que tiene la lluvia 

Cuando llueve ceniza, papá se comporta de un modo extraño. Sonríe como los bobos y se sobresalta por nada. Sale a la terraza, comprueba si ha parado. A menudo recoge un pellizquito de polvo gris, lo olisquea entre los dedos, inspirando profundamente, y lo esconde en el bolsillo del chaquetón. 

A mamá, en cambio, le encanta la lluvia de pétalos. Cuando era pequeño cualquier ocasión era buena para cubrir las aceras. Si tenía un nuevo amigo, si me comía toda la fruta, nos asomábamos juntos por mi ventana y dejábamos caer aquella tormenta suave de colores. Ahora sólo baja los sábados de mayo a llorar a las novias desde el primer banco del parque. «Te llueven los ojos», le digo, y ella sonríe un poco. 

Algo tendrá la lluvia. Mi favorita es la que moja, la lluvia de invierno que barre las calles, la que azota, la que me limpia la cara mientras miro hacia arriba con la boca abierta, la que revive las flores, la que consigue apagar esos fuegos que enciende papá. 


Burbujas 

Me acerco al borde y el niño sumergido me mira desde el fondo, muy quieto. Si se pone serio, con los ojos abiertos y fijos, no da tanto miedo, aunque no parpadee y tenga los labios de color morado. Tiene una mata de pelo castaño que se mece ligeramente, en paz, como una población de algas finas y oscuras sobre un lecho de coral azul. Debe de ser muy suave; por un momento casi me dan ganas de extender la mano y dejarme caer allá abajo, despacio. 

Cuando se ríe, la caravana de burbujas que salen de su boca rompe la superficie con fuerza y hace que el agua parezca hervir. Se oye un revuelo de ecos en mi cabeza, un zumbido sordo y nítido, que me hace temblar. Imagino que soy un calamar gigante sorprendido por la sirena de un submarino. Su sonido me alcanza cargado de presión, de borboteos, de pequeñas explosiones que parecen sonarme por dentro y estremecen mis tentáculos, si los tuviera. 

Todo eso se oye cuando ríe. Todo menos su risa, la que sonaba cuando estaba vivo. Y es entonces, al recordar que no es él, cuando empiezo a chillar como un loco y corro hasta la casa a esconderme bajo el hueco de la escalera. Y mis gritos, por fin, acallan el ruido de la sirena, pero no me doy cuenta y mamá viene a regañarme por el escándalo. Me mira, me toca la ropa y el pelo empapados y me abraza. Y me recuerda que mi amigo ya no está, que ya no es. Y me lleva hasta el borde aunque yo no quiero y allí no hay nadie.Y me promete al oído que este verano cercaremos la piscina con una valla muy alta, de madera blanca, para que no se caiga nadie y para que nunca, nunca, encuentre más niños muertos que se ríen en silencio desde el fondo.

"Pescados", Manuel Rojas

Aullidos

Para aullar a la luna los niños tienen que saber de la noche. Saber. Es preciso, además, un instinto de supervivencia voraz, con dientes puntiagudos, muy blancos. Para aullar, para pasar a ser eso otro que gruñe y desuella, hacen falta garras. Pero deben ser garras con filo preciso, talladas a cuchillo por una mano adulta. 


Primera lección 

Al diablo lo que le gusta es andar así, fingiendo realeza sobre la cubierta de aquel yate, estremeciéndose al contacto con nuestra especie. 

Cuando una joven lo mira de ese modo, ya sabes, los ojos entornados y los labios húmedos, él detiene un instante el tiempo. Avanza entre sus súbditos inmóviles, se acerca a la muchacha ―camarera o princesa― y coloca su uña en llamas sobre el pecho izquierdo, a pocos centímetros por encima del pezón. Después olisquea su sexo para reconocerla como suya cuando llegue a sus dominios, junto con todas nosotras. 

Blog personal: Contando las horas

1 comentario:

  1. No hay niños, ni muertos ni vivos, como los de Rocío.

    Besos desde el aire

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