Desde que encontramos al murciélago en el balcón, todas las noches duerme en mi cama conmigo, en el calor de mis pies. Al principio me daba un poco de miedo, porque era oscuro y muy feo. Nunca había visto uno de cerca, sólo en dibujos, y los imaginaba más graciosos o por lo menos más sonrientes. Me sorprendió que tuviera tanto pelo, y una cara húmeda entre cansado y enfadado. Debieron hacer su nido en los toldos enrollados –explicó papá–, pero el más pequeño se ha quedado atrás. Hay que alimentarlo unos días, está muy débil.
Papá le daba leche templada con el tubito de cristal del colirio y el murciélago chupaba sin abrir los ojos siquiera. Era tan chiquitito y tenía unos dientes tan diminutos, como puntitas de lápiz, que se me fue el miedo del todo. Tenía un murciélago para mí, ya casi no me parecía feo.
Papá le daba leche templada con el tubito de cristal del colirio y el murciélago chupaba sin abrir los ojos siquiera. Era tan chiquitito y tenía unos dientes tan diminutos, como puntitas de lápiz, que se me fue el miedo del todo. Tenía un murciélago para mí, ya casi no me parecía feo.
Después de unos días papá dijo que ya estaba mejor y que debíamos devolverlo a su sitio, que era por el cielo, por los edificios altos. Dijo que era un animal en peligro, porque quedaban muy pocos en el mundo, y que lo mejor iba a ser dejarlo en el balcón, por la noche, y al día siguiente ya no estaría, y eso es que habría volado con sus padres.
Ahora me da pena soltarlo. Cuando apago la luz de mi cuarto, sus ojos brillan como dos perlas. Sé que me vigila toda la noche, envuelto en sus alas negras y la suave colcha. Me hago el dormido y con los ojos medio cerrados veo que sigue allí, esperando yo no sé qué hechizo nocturno. Incluso cuando duermo, sé que está ahí. Al agitarme a medianoche, despierto exaltado por la memoria de su tacto con los pies. Miro un momento y allí sigue, quieto, como si tal cosa, con sus ojazos fijos. ¡Qué misterio encantador! Grandes alas, edificios altos, el cielo, la tormenta, gotas que resbalan por fuera del sueño…
En la claridad de la mañana, con el sudor del sol en la cara, busco entre las sábanas: –¡Papá, papá!–. Hay marcas en el suelo, compruebo pálido y en silencio: una bolsita enflaquecida, apenas una pelusa inerte. –Estaba muy débil, Lucas, no ha sido culpa tuya–, me consuela papá mientras coge al animalito muy despacio y se lo lleva.
Sentado sobre la cama, lleno de lágrimas, tan sólo me queda el sabor de los sueños que habíamos compartido.
*Escrito para el II Premio de Literatura Breve y Diversidad Biológica. Tema: el/la protagonista de la historia ha de ser alguna especie en peligro de extinción o ya extinguida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja tu comentario...