...blog literario de rubén rojas yedra

domingo, 20 de marzo de 2016

Isabel González (1972, Zaragoza, ESP)

Tic tac
(Relatos en Cadena, 2010)


Ese tic tac que escuchamos hace rato los dos. Ese tic tac que silenciamos con el tuc tuc de nuestro cabecero repicando en la pared; con el tic tic de los zapatos pequeños por el pasillo, con el toc toc de unos nudillos en la puerta cuando esperábamos a alguien. Ese tic tac formidable contra el que siempre obramos y que ahora ya no suena ha de andar por algún sitio. Nos cogemos de la mano y caminamos descalzos, atentos a los crujidos de la noche. Pegamos la oreja al carillón y ahí está. Un tic tac débil. Exhausto como nosotros. Prisionero de su esfera.



Magnetismo 
(La aldea de F., 2011)

Los chatarreros avanzan hacia nuestro tren. Los oímos venir de lejos, en cuadrilla, como un batallón de zíngaros. Nuestro santo tren despierta su codicia. Alimenta sus imanes. Magnetitas negras y gigantes contra las que nuestros fusiles no pueden luchar. Una vez más, remontan la loma, despliegan sus pegajosas grúas sobre las vías y, entre truenos de quincalla, una lluvia inversa de tornillos y resortes asciende desde el suelo. De nada sirve que amarremos los vagones a los postes ni los hijos a las cunas. Su poder de atracción encabrita la locomotora, arranca los raíles. Bastante hacemos con sujetar nuestros rifles. Con abrazar a nuestras mujeres. Al cabo de los días, suelen devolvernos alguna. «La atrajimos por descuido», nos dicen. La mujer regresa ocre, galvanizada de atardeceres, fundida, diríase, a base de hierro y carne. Los reproches rebotan contra su cuerpo.


Sombras 
(La aldea de F., 2011)

La sombra de una acacia encara el muro, se dobla para remontar el edificio y penetra por la ventana. Es allí donde se disgrega, se multiplica, se mete bajo la cama y ocupa las cerraduras y los ojos de ese Cristo del crucifijo. Las sombras ríen a salvo en sus escondrijos. De puntillas, corren hacia la chaqueta que cuelga en el respaldo de la silla. El hombre estira un brazo y alcanza la prenda. Sale del cuarto y, con la desgana de siempre, arrastra su chaqueta hacia la escalera. El hombre ignora su tenebroso cargamento. El hombre ignora que ya respira sombra, que come sombra cuando habla, que está regalando un beso de sombra al retrato de su esposa colgado en la pared. Porque amaestramos las sombras, porque logramos que no alboroten, que no griten, que no molesten al vecindario. Y si están amaestradas, si no alborotan ni gritan ni molestan, qué es lo que ocupa la bocamanga de la prenda, por qué el hombre no puede introducir su mano y sobre todo, quién lo ha empujado escaleras abajo. El hombre rueda de peldaño en peldaño, choca contra el portón y el portón se abre. Su cuerpo queda tendido en la calle. A plena luz del día mientras las sombras manan de la chaqueta, se funden con la sangre y fluyen como alquitrán hacia el pie de la acacia. Allí, sangre y sombras, en perfecta simbiosis, recomponen su silueta de cotidiano árbol del paseo.


La Transición española 
(Revista Quimera, 360, 2013, p. 42)

Convulsa transición española. Convulsa para los españoles y convulsa también para los botijos, que por aquella época y tal vez por esta, éramos casi lo mismo. Algo arcilloso y chaparro que crecía al pie de un olivo; un silencio ventrudo en una sombra; una forma de rezar hecho bola, de rodillas, con las manos y los pies muy juntos. Un tiempo de tierra hasta que llegaron las neveras. Las neveras fueron las suecas de los electrodomésticos. Blancas, altas, frías, haced vosotros el resto de comparaciones. Las neveras invadieron nuestras casas y nos demostraron sin clemencia la humildad refrigerante de nuestros hermanos de barro. Porque lo eran. Porque los botijos eran nuestros hermanos. Porque los botijos éramos nosotros nos resistimos a tirarlos y los metimos dentro. En el único sitio donde cabían, en la parte inferior del invento. Compartían espacio y volumen con la sandía, lo recuerdo bien. Abrías la nevera e igual que dos pechos asimétricos, uno verde y despezonado, y otro ocre y empitonado, sandía y botijo refrescaban nuestras fantasías puberaniegas. No nos hacía falta mucho. Sabíamos cuánto teníamos, pero apenas sabíamos qué nos faltaba. Sabíamos que los pechos auténticos, los de carne, los pulposos, los que vimos a no sé quién no sé dónde (eso jamás se cuenta) no se guardaban en la nevera. Los pechos de verdad se guardaban en la tele. Encendías la tele y aparecía una teta. Una teta: ojo de Cíclope. Una teta: mitad de pecado. Una teta: hipertrofiada mitra. Una excita más que dos. Eso también lo aprendimos en aquella época de botijos presos, sandçias escarchadas y fantasías monopectorales como amazonas. Mitología ibérica. Metamorfosis hortofrutícula. Trece años. Verano. Convulsa transición española.


¿Cuánto tiempo pueden pasar sin besarse frente a un café? 
(De antología, 2013)

Él lo sabe y por eso calla.
Ella lo sabe y por eso habla.
Él bebe y se fabrica una mancha en los labios que a ella le molesta. Pero ella no va a señalarla. Ella no va a pronunciar labios porque labios es más silencio que el silencio. Ella se alía con el ruido. Mucho ruido. Las cucharillas contra la loza, las tragaperras, la televisión. Un cliente abre la puerta y el aire destruye los peinados. Ella sigue hablando, come pelo. Él se aburre, bosteza. Qué interés puede tener la conversación frente a un café del que apenas queda un sorbo. El hombre lo apura y perfila consciente la mancha de su boca. Algo oscuro que ella debería limpiar con saliva. La saliva acude. Pero ella no. Ella resiste. Ella bebe despacio y se desliza inexorable hacia el momento de sus propios labios sin café ni meta. Su boca vacía. Las tazas vacías. La mancha que se aproxima y la convulsión. Porque no es pigmento. Porque vista de cerca, la mancha también es hueca. Negra de tan vacía, de tan profunda. En un acto de legítima defensa, la mujer congrega todas las palabras en su mandíbula y las arroja al abismo. Palabras sólidas como piedras: trabajo, esposo, reloj, hijos, religión, padre. El beso aplastado en lo hondo alimenta las tinieblas. Dos fantasmas piden la cuenta.

2 comentarios:

  1. Aquellos tiempos en que en REC se proponían como inicio frases tan maravillosas como ese "prisionero de su esfera"...
    Los microrrelatos de Isabel son hipnóticos.

    ResponderEliminar

Deja tu comentario...