La mariposa
1998
1998
Hacía un momento que habían entrado en el piso. Al llegar
encendieron tres o cuatro cuartos y aún estaban con luz. Las ventanas aparecían
entreabiertas y las persianas inmóviles. Fuera se veían luces de colores,
lejos; llegaba un rumor impreciso de vehículos, de anuncios, de multitud
frotándose, que ahondaba el silencio de la casa. Él se sentó. El tiempo, en ese
instante, le pareció inmenso. Como si la respiración o los latidos del pecho no
contaran. Se sumergió en la luz verde, sedante, de una lamparita y estiró las
piernas. Ella estaba fuera del cuarto dejando unos paquetes, refrescándose,
recogiéndose el pelo, metiendo unas flores en un jarrón. Notó él un bienestar hondo,
suave. El domingo se iba. Había estado tomando el sol, había respirado el aire
del campo y ahora dormiría profundamente. En otro tiempo, a esta hora de
vuelta, deseaba otras cosas: ir a beber unas copas con matrimonios amigos, oír
música fuerte que lo llenara todo, aturdirse charlando, bailando, mirando,
riendo, hasta las dos o las tres de la mañana. Ahora la cama le devolvería ese
aspecto ajustado, tranquilo, terso, que buscaba ante el espejo por las mañanas
para estar a gusto consigo mismo. Ella entró en la habitación y dejó unos
frascos vacíos en el armario, diciéndose en voz alta que tenía que hacer alguna
cosa esta semana. «Recuérdamelo». Y salió. Como si abrieran y cerraran una
puerta lejos llegó y se fue una música ensoberbecida, estridente. Esta
irrupción le removió un poco, le hizo respirar hondo, sentir una insatisfacción
repentina y el cuarto en seguida le pareció recargado de cosas, estrecho, falto
de aire y la luz verde, que antes le agradaba, le resultó egoísta, mezquina, e
hizo de nuevo el propósito de instalar en toda la casa otra luz. Una luz que
desnudara todo llamándolo por su nombre. Miró a su alrededor. Los muebles eran
oscuros. De alguno de ellos saldría un buen ataúd. Y había retratos, colados
subrepticiamente, que se habían aposentado allí con el tiempo, como lo hacen
las pavesas o el polvo. Sin derecho de sangre para estar allí, sin saber
quiénes eran realmente, de dónde venían, a qué emoción o momento debían el
hospedaje. ¿Quiénes eran esos caballeros, seguramente ilustres? Y, sobre todo,
a él qué le importaban. En un rinconcito, bajo un espejo, estaba Rodolfo
Steiner con ojos de brasa y, poco más allá, Elena Blavatsky y Ana Bessant. La
flor y nata de la Teosofía. Esto explicaba un poco todo lo demás. Pero allí
nada podía explicarse del todo. Ella, ¿cómo era? Diariamente se lo preguntaba a
sí mismo. Muy delgada, pálida, presta a devanarse, a debilitarse casi, en una
serie, deshilvanada a veces, de pensamientos. Inquieta, sujeta, en ocasiones, a
un terror momentáneo, que la sacudía y cruzaba. Con incuestionable fe en las
señales etéreas o astrales, en presagios, corazonadas, «mensajes». Creía
prestar su voz y su lengua muchas veces a inaprehensibles seres del más allá.
Lo «conocía» luego. Pero hoy todo había transcurrido con normalidad. Desde por
la mañana ella había sido una bendita persona normal, corriente. Ahora tomarían
algo antes de acostarse y luego se echarían, con algún periódico, o hablarían,
o estarían tranquilos, callados, esperando el sueño, unidos por una mano más
que amorosa predestinada. Volvió a sentirse a gusto. Y deseó verla, que ella
estuviera allí, decirle alguna frase de humor afectuosa, ir al lado suyo para
moverse en la casa junto a ella, o, en fin, cambiarse la ropa, apagar las
luces, andar por las habitaciones, hacer algo. Tenía la impresión, muchas
veces, de ir demasiado lejos cuando pensaba en ella. De ser injusto o brutal o
las dos cosas. Pero la cabeza siempre iba más lejos que las piernas, las manos
o el corazón. En ella reside nuestra libertad. Era imposible evitarlo.
Se levantó. Giró para apagar y vio que algo revoloteaba en el
aire. Apagó y se dirigió a la puerta. «Una mariposa de luz», pensó. Se paró.
Estuvo quieto, de pie, un instante. Volvióse de nuevo y encendió. ¿A qué venía
ahora esa mariposa, de pronto? Vio cómo atravesaba, de un lado a otro, con
incertidumbre angustiosa, el silencio confortable del cuarto. Se sentó. Ahora
no era el momento de salir. Temía que ella entrara. Podría ver ese animalillo
de alpaca que rubricaba sentencias en el aire de su habitación, que llegaba
resuelto a trascender sus vidas, tranquilas hoy, normales, milagrosamente.
Había llegado allí desde un aire pesado, oscuro, atraída por la luz cálida y
suave. ¿Qué traía este animalillo torpe, ciego, que parecía dejarse matar porque
lo vieran? ¿Qué alma le enviaba? ¿Y por qué ahora, en esta paz, en este grato
silencio, en esta casi felicidad? No era posible que sirviese para otra cosa
que no fuera avisar. Pero, ¿el qué? Chocó con la cabecera de la cama, ascendió
rozando la pared pesadamente y se quedó revuelta, palpitante, en el techo. Si
ahora entraba ella y la veía, los silencios, el tranquilo domingo, las palabras
y el cuarto se llenarían de magia. La mariposa no volaría ya: se expresaría
volando, posándose. Un ignoto, aromado mundo de fantasmas se manifestaría por
sus alas de cirio con vehemencia macabra hasta rompérselas. Y había sido un día
de peso, con fuerza de gravedad, con palabras de un solo significado,
sencillas, sólidas; con el sol en lo alto, con el aire templado, alegre; con la
comida sabrosa, buena. Un día solamente humano, a ras del mundo. Una maravilla.
Un milagro. Se levantó. No permitiría hoy el morbo de aquella mariposa. Le iba
en ello el recuerdo sano, redondo, de un día, la paz aún de unas horas. Arrojó
con fuerza su pañuelo al techo varias veces. La mariposa cayó sobre la cama. La
echó al suelo de un manotazo. La pisó. Luego, con el pie, la empujó debajo de
la cama, no dejó ni rastro de su polvo dorado. Se sentó. Esperaba algo. No
sabía qué. Le parecía haber abierto y leído una carta que no iba dirigida a él,
haber aniquilado brutalmente lo que no entendía, haberse puesto en el camino de
otro. Le pareció que los retratos le miraban más. ¿Había solo matado una
mariposa o había matado algo de su mujer, lo escatológico, lo ultraterreno, su
mitad oscura? Se dirigió resuelto a la ventana. Alzó la persiana con ruido,
rápido, hasta arriba; cambió de sitio unas cuantas revistas, encendió un
aplique, justo al espejo. Quería cambiar «de postura» a la habitación, echar
tierra encima. Entraba un airecillo confiado, cálido. Se quitó la americana y
salió del cuarto. Ella ponía la mesa. Ensimismada, tranquila. Se acercó él
despacio y le rozó el cuello con un beso por haberle hurtado, matado, la
mariposa.
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