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jueves, 6 de enero de 2011

Enrique Anderson Imbert (1910, Córdoba, ARG-2000)

La pierna dormida
El Grimorio, 1961

Esa mañana, al despertarse, Félix se miró las piernas, abiertas sobre la cama, y, ya dispuesto a levantarse, se dijo: «¿y si dejara la izquierda aquí?». Meditó un instante. «No, imposible; si echo la derecha al suelo, seguro que va a arrastrar también la izquierda, que lleva pegada. ¡Ea! Hagamos la prueba». Y todo salió bien. Se fue al baño, saltando en un solo pie, mientras la pierna izquierda siguió dormida sobre las sabanas. 


Alas
El Grimorio, 1961

Yo ejercía entonces la medicina, en Humahuaca. Una tarde me trajeron un niño descalabrado: se había caído por el precipicio de un cerro. 

Cuando, para revisarlo, le quité el poncho, vi dos alas. Las examiné: estaban sanas. Apenas el niño pudo hablar le pregunté: 

—¿Por qué no volaste m’hijo, al sentirte caer? 

—¿Volar? —me dijo—. ¿Volar, para que la gente se ría de mí?



El gato de Chesire
El gato de Chesire, 1965

El autobús lleno de turistas se detuvo al pie del cerro, saltamos a la cuesta y, todos en grupo, empezamos a subir. 

Tomó la delantera un hombre extraño, delgado, alto, rubio, ágil, con movimientos de ave o de ángel. Yo no había reparado en él durante el viaje. Ahora vi cómo se distanciaba de nosotros, con ligeros y seguros pasos, siempre hacia arriba. 

Subió y subió, y yo, junto con los demás turistas, lo seguía sin quitarle la vista. Cuando llegamos a una roca que él había dejado atrás, sin esfuerzo, como si no fuera un obstáculo, nosotros teníamos que pararnos, rodearla y treparla penosamente. 

No había modo, no digo de alcanzarlo, pero ni siquiera de disminuir la ventaja que a cada paso nos sacaba. Lo vi llegar a la cumbre y encaramarse a la roca más alta. Esperé que continuase ascendiendo por el aire azul de la mañana pero decidió, no sé por qué, acaso para no avergonzarnos, quedarse allí. 


La montaña
El gato de Chesire, 1965

El niño empezó a treparse por el corpachón de su padre, que estaba amodorrado en la butaca, en medio de la gran siesta, en medio del gran patio. Al sentirlo, el padre, sin abrir los ojos y sotorriéndose, se puso todo duro para ofrecer al juego del hijo una solidez de montaña. Y el niño lo fue escalando: se apoyaba en las estribaciones de las piernas, en el talud del pecho, en los brazos, en los hombros, inmóviles como rocas. Cuando llegó a la cima nevada de la cabeza, el niño no vio a nadie. 

—¡Papá, papá! —llamó a punto de llorar. 

Un viento frío soplaba allá en lo alto, y el niño, hundido en la nieve, quería caminar y no podía. 

—¡Papá, papá! 

El niño se echó a llorar, solo sobre el desolado pico de la montaña. 


Espiral
El gato de Chesire, 1965

Regresé a casa en la madrugada, cayéndome de sueño. Al entrar, todo obscuro. Para no despertar a nadie avancé de puntillas y llegué a la escalera de caracol que conducía a mi cuarto. Apenas puse el pie en el primer escalón dudé de si ésa era mi casa o una casa idéntica a la mía. Y mientras subía temí que otro muchacho, igual a mí, estuviera durmiendo en mi cuarto y acaso soñándome en el acto mismo de subir por la escalera de caracol. Di la última vuelta, abrí la puerta y allí estaba él, o yo, todo iluminado de Luna, sentado en la cama, con los ojos bien abiertos. Nos quedamos un instante mirándonos de hito en hito. Nos sonreímos. Sentí que la sonrisa de él era la que también me pesaba en la boca: como en un espejo, uno de los dos era falaz. «¿Quién sueña con quién?», exclamó uno de nosotros, o quizá ambos simultáneamente. En ese momento oímos ruidos de pasos en la escalera de caracol: de un salto nos metimos uno en otro y así fundidos nos pusimos a soñar al que venía subiendo, que era yo otra vez. 


Las últimas miradas
Dos mujeres y un Julián, 1982

El hombre mira a su alrededor. Entra en el baño. Se lava las manos. El jabón huele a violetas. Cuando ajusta la canilla, el agua sigue goteando. Se seca. Coloca la toalla en el lado izquierdo del toallero: el derecho es el de su mujer. Cierra la puerta del baño para no oír el goteo. Otra vez en el dormitorio. Se pone una camisa limpia: es de puño francés. Hay que buscar los gemelos. La pared está empapelada con dibujos de pastorcitas y pastorcitos. Algunas parejas desaparecen debajo de un cuadro que reproduce Los amantes de Picasso, pero más allá, donde el marco de la puerta corta un costado del papel, muchos pastorcitos se quedan solos, sin sus compañeras. Pasa al estudio. Se detiene ante el escritorio. Cada uno de los cajones de ese mueble grande como un edificio es una casa donde viven cosas. En una de esas cajas las cuchillas de la tijera deben de seguir odiándoles como siempre. Con la mano acaricia el lomo de sus libros. Un escarabajo que cayó de espaldas sobre el estante agita desesperadamente sus patitas. Lo endereza con un lápiz. Son las cuatro del la tarde. Pasa al vestíbulo. Las cortinas son rojas. En la parte donde les da el Sol, el rojo se suaviza en un rosado. Ya a punto de llegar a la puerta de salida se da vuelta. Mira a dos sillas enfrentadas que parecen estar discutiendo ¡todavía! Sale. Baja las escaleras. Cuenta quince escalones. ¿No eran catorce? Casi se vuelve para contarlos de nuevo pero ya no tiene importancia. Nada tiene importancia. Se cruza a la acera de enfrente y antes de dirigirse hacia la comisaría mira la ventana de su propio dormitorio. Allí dentro ha dejado a su mujer con un puñal clavado en el corazón. 

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