...blog literario de rubén rojas yedra

lunes, 6 de noviembre de 2017

Ángel Zapata (1961, Madrid)

No hace ruido: se asimila a la puerta involuntaria que día y noche da sobre el huracán
Materia oscura, 2015

Algunos días, un relámpago rodea su cabeza. Cuando esto ocurre, puede ver a través de las paredes y oír conversaciones que tienen lugar a kilómetros de distancia. Después el resplandor se hace más tenue, el relámpago cesa, y este es el momento en que el suelo de su habitación empieza a cubrirse de albaricoques.

No necesita abrirlos para saber que en cada albaricoque, en vez de hueso, hay un diminuto pájaro en llamas.


A menos que haya un puente donde nunca lo habríamos pensado
Materia oscura, 2015

Una botella de sifón me asegura que somos familia —«primos lejanos», dice—, y ante mis dudas no cesa de mostrarme lo que ella considera «fotos de antepasados», y que no son, en realidad, más que ajados recortes de revistas en los que apenas se distinguen dos o tres islas paradisíacas, el perfil de un tranvía, y un sanatorio para tuberculosos, desoladoramente lúgubre.

—Podría darte innumerables pruebas —me dice—, ¡innumerables! Pero es igual. ¿Se puede convencer a quien no está dispuesto a convencerse?...

Es por la tarde —una tarde nublada—, y en la playa de arena finísima donde nos hemos encontrado sopla el levante. En el cielo, en vez de albatros, planean en un vuelo casi rasante enigmáticas bandadas de peluquines. Todo es plomizo, hostil, todo es la pesadilla de costumbre. Hace ya rato, de hecho, que no avanzamos en la discusión. De modo que al final saco de la chaqueta una mandíbula de mono, se la muestro imperativamente a la botella, y sin perder de vista el enigma de los peluquines, le digo con un tono que intenta ser pausado:

—Esta mandíbula es mi padre. Los días de lluvia, es mi padre y mi madre a la vez. Separados o juntos, nunca fueron distintos de lo que son ahora. Supongamos que tengas razón. Supongamos que somos primos lejanos. ¿Qué cambia eso?

Dejo que la botella de sifón medite la pregunta. Mientras medita, reúno para ella el montón de recortes ajados que ha dispersado por la arena el viento de levante. Estoy cansado, sí. Estoy a punto de marcharme. No sé qué me retiene. Pero entonces descubro que todas las bandadas de peluquines están formando un sólo círculo en el cielo; y en el preciso instante en que logran cerrar el anillo, comprendo de una vez y para siempre que este círculo de pelo muerto es el ser, y que si se tratara de pelo vivo, sería la nada.


Se quiera o no
Materia oscura, 2015

Ni sale de su casa ni entra en ella: permanece en el umbral, atónito. El mundo, fuera, se ha vuelto de carbón, un mundo negro, inanimado, exhausto. Sobre su cabeza, la ley inexorable de un cielo de carbón. En su interior, un cuchillo dentado. «Aquí terminan todas las cobardías», piensa. Pero sus pies siguen inmóviles. Llega el día, la noche, el día otra vez. Cada no mucho tiempo, un hombre hecho de lágrimas cruza la calle.


Cosmogonía
Materia oscura, 2015

En el momento de crear el mundo Dios era una liebre, no todo tiene explicación, era una liebre, punto; de manera que cuando Dios dijo «hágase la luz» lo dijo con una boca pequeñísima, una boca ridícula, de liebre, y la luz se hizo, es verdad, pero se hizo igual que la vemos ahora: una luz triste y medio paralítica, una birria de luz, y yo (que de algún modo estaba allí con Dios, estaba en parte, si no recuerdo mal) le dije en confianza:

—¿A ti te parece que esto es una luz: una luz de las buenas?

No medí las palabras, lo reconozco. Pude ser mucho más diplomático. Porque el caso es que Dios se me quedó mirando con aire de condescendencia. Y entonces yo, en vez de plegar velas, me crecí:

—Te voy a ser sincero —le dije—: una luz como la que has creado puedes metértela donde te quepa. No te ofendas. Pero puedes metértela donde te quepa, de verdad.

Las liebres no tienen aguante, ahora lo sé. A una liebre tú no le puedes decir las cosas a la cara, y si esa liebre encima es Dios, ni hablemos. ¿Hay un solo Dios? Sí, hay un solo Dios, pero en el momento de crear el mundo era una liebre. La idea misma de crear el mundo solo pudo ocurrírsele a una liebre, apesta a idea de liebre; y por eso cuando yo le dije que aquella luz color mierda de liebre que había creado podía metérsela en mal sitio, no es solo ya que no me hiciera caso literalmente (con eso no contaba), sino que se agarró un rebote de tres pares. ¿Qué hizo entonces?

Pues crear todo lo demás. De golpe. Nada de «en siete días». Eso es mentira. Dios creó el mundo en un pispás porque no es capaz de encajar una crítica. Y lo hizo cabreadísimo, ya digo. Creó las estrellas, separó las aguas, creó a mala leche a José Feliciano, creó el nadir, el orto, creó un diccionario de bolsillo para buscar «Nadir» y «Orto», creó los animales que pueblan el mar, los mejillones y toda esa inmundicia, y en medio de aquella catástrofe yo seguía allí, de pie junto a la liebre, y sin dar crédito a lo que estaba viendo:

—¡Joder, joder, joder...! —decía yo desesperado, a cada nuevo acto de creación.

Y Dios venga a crear, como un poseso, no sé si convencido de lo que hacía, o por el gusto de humillarme. Porque lo cierto es que se despachó. Creó hasta hartarse. Lo último que creó fueron los santos (los creó directamente sobre sus peanas y sus hornacinas), y ya al final-final, por este orden: el queso de tetilla, el ñu azul, los protones y los antiprotones.

Cuando hubo terminado —dice la biblia—, Dios se volvió hacia su creación y vio que era buena. Eso dice la Biblia. Que era buena. ¡No te jode! Y supongo que lo dice en serio, pero yo me pregunto todavía para quién era buena la creación de Dios. ¿Para unos pocos? ¿Para los de siempre? ¿Quizá para las liebres como Él? Una liebre no tiene aspiraciones, eso está claro. Una liebre es feliz con que no la preparen al ajillo. «Liebre» y «feliz» son palabras sinónimas o casi. Un día sales al campo con una amigo —a buscar setas, por ejemplo—, y muy mal tienen que ir las cosas para que en un momento de la excursión el amigo no diga de pronto:

—¡Ahí va una liebre! ¿La has visto? ¡Qué feliz iba, la muy ladina!

—¡Lástima no tener una escopeta! —le dices tú al amigo para seguirle la corriente.

Y lo mismo sería aplicable a Dios, en el momento de crear el mundo. Me da igual lo que diga la Biblia. La creación es monstruosa. El mundo es lúgubre. El mundo es triste de cojones. Yo seguía aún al lado de la liebre —ya lo he dicho—, todavía inmóviles los dos, aunque la situación no era la misma. No era ni parecida. En absoluto. Hasta un momento antes, la liebre creaba con el pensamiento, creaba con el logos espermático y con el ojo pineal; encima de nosotros crecían colonias de madréporas y por debajo —un poco apiñadas— jugaban a las cartas las doce tribus de Israel, imagino que por matar el rato. En cambio ahora, una vez creado todo o casi todo, arriba y abajo se habían vuelto conceptos muy relativos, y esta idea de relatividad se extendía a la aguja de los metrónomos, a la cal viva, a la pelusa del melocotón, a la deriva del continente antártico... Y se extendía, además, a una velocidad vertiginosa:

—¡La relatividad de todo es pan comido! —dijeron los primeros gilipollas, que desde hacía unos minutos ya pululaban por allí.

Yo les di la razón como a los locos («que sí, que vale»). Y como a esas alturas empezaba a aburrirme, dije adiós a la liebre con la mano («sin rencores», pensé para mí), paré un taxi, y me volví a mi casa.

Me fui sin más, acabo de decirlo.

Y me fui porque sí. Porque la fiesta estaba decayendo, y a mí ese punto me deprime siempre. ¿Me dejo algo en el tintero? No lo sé: cabos sueltos si acaso. Hay una extraña variedad de junco, en el lago Ontario, que al envolverle la raíz en fieltro es capaz de imitar la voz humana. Esto no dice nada (ni a favor ni en contra) de lo que acabo de contar. Pero me deja pensativo. Y muy especialmente en lo que se refiere a la expresión «la voz humana».

Pensativo. Eso es todo.

No saquemos las cosas de quicio.

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