...blog literario de rubén rojas yedra

viernes, 9 de febrero de 2018

Javier Tomeo (1932, Huesca, ESP)

[Historia II]
Historias mínimas, 1988


Mujer tejiendo junto a la ventana. Inesperadamente, entra en la habitación un niño, sosteniendo algo en el hueco de la mano.

NIÑO.— Madre, mira qué te traigo.

MADRE.— ¿Qué me traes?

NIÑO.— Una luz.

MADRE.— ¿Dónde estaba?

NIÑO.— En la charca, debajo de la luna.

MADRE.— ¿Te vio alguien cómo la cogías?

NIÑO.— No, nadie.

MADRE.— Anda, préndemela pues en el pelo.

Pausa. El niño se alza sobre la punta de los pies y prende la luz en el cabello de la madre. Por un instante, la madre deja de tejer y sonríe.


[Historia XI]
Historias mínimas, 1988

LOS DOS HOMBRES están sentados en un banco, en la plaza del pueblo. Silencio. Estrellas, luna circular y el ulular paciente del mochuelo que reclama a su hembra.

HOMBRE PRIMERO.— Tomás.

HOMBRE SEGUNDO.— Qué.

HOMBRE PRIMERO.— Fíjate en aquella estrella.

HOMBRE SEGUNDO.— ¿En cuál?

HOMBRE PRIMERO.— En la que está junto a la veleta del campanario.

HOMBRE SEGUNDO.— Sí, ya lo veo, ¿qué pasa?

HOMBRE PRIMERO.— Mira.

Hincha el pecho, sopla con fuerza y la estrella se apaga.

HOMBRE SEGUNDO.— (Admirado.) ¡Oh!

Silencio. Por allá se acerca el borracho del acordeón. Muge una vaca y las gallinas del corral se despiertan sobresaltadas.


[Historia XXXII]
Historias mínimas, 1988

Departamento de vagón de ferrocarril. HOMBRE a la derecha y MUJER a la izquierda. El HOMBRE, que finge leer un periódico, lanza ávidas miradas a las piernas de la MUJER. En un momento determinado, dobla el periódico, lo deja a un lado, cruza los brazos y suspira. 

HOMBRE.— No puedo evitarlo, señorita, debo decirle que su presencia me enerva. 

MUJER.— ¿Qué es lo que dice usted? 

HOMBRE.— Quiero decir que su proximidad me pone nervioso. 

MUJER.— ¿Y eso, por qué? 

HOMBRE.— Usted, señorita, pertenece a esa categoría de mujeres que no pueden verse sin ser deseadas. 

MUJER.— ¡Vaya ocurrencia! 

HOMBRE.— Usted pone a prueba todos mis buenos principios. 

MUJER.— Lo que usted dice se merecería una dura reprimenda. Es inconcebible que todavía queden hombres de su ralea. ¿Piensa, acaso, que las mujeres somos como manzanas? ¿Cree que podemos ser deseadas y cogidas, sin más problemas que alargar el brazo? 

HOMBRE.— Yo no le he dicho nada de eso señorita. 

MUJER.— Como si lo hubiese dicho. He conocido a otros hombres como usted. 

HOMBRE.— Sabrá, entonces, que tengo a todas las mujeres en la más alta consideración. 

MUJER.—Permítame que lo ponga en duda. La verdad es que, desde el instante que le vi, me sentí incomodada por su mirada de fauno. 

HOMBRE.—¿Piensa usted, de verdad, que tengo mirada de fauno? ¿Está usted segura? 

MUJER.— Mírese en un espejo, señor. Tiene usted la clase de mirada que ha atormentado mis peores pesadillas. 

HOMBRE.— En ese caso, señorita, creo que será mejor que cambie de departamento. 

Lanza a la MUJER una torpe sonrisa, recoge el maletín y sale al pasillo. Su gesto, sin embargo, resulta inútil, porque su mirada, como el rastro plateado que va dejando un caracol, se quedó en el departamento trazando todavía obscenos arabescos sobre las pantorrillas de la MUJER. 


El hombre ratón
Zoopatías y zoofilias, 1992

Aquel hombrecito de mirada asustadiza y largos bigotes hirsutos tenía la pretensión de ser un ratoncito. Cada tarde entraba en el bar, se sentaba en una mesa del rincón, cerca de la puerta, y se nos quedaba mirando con ojos brillantes y saltones sin dejar de imprimir a su mandíbula superior el característico movimiento que podemos observar en los auténticos roedores.

Todos los del barrio conocíamos su verdadera historia y podíamos imaginar lo mal que lo estaba pasando desde que su mujer se escapó con el cartero. ¿Cómo convencer a un hombre, sin embargo, de que no es el ratoncito indefenso que piensa ser, sin más armas para defenderse que un par de pequeños incisivos de crecimiento continuo? ¿Cómo convencerle de que, a pesar de todo, vale la pena continuar viviendo? ¿Cómo ayudarle a recuperar la confianza?

—Vamos a ver —le dije un día, dispuesto a devolverle la sensatez— Hábleme usted de quesos. Si realmente es ese ratoncito que pretende ser, sabrá distinguirlos sin el menor problema, pues todos sabemos que los ratones se pirran por el queso.

Le pregunté en que se distinguía el queso de bola del queso gruyere y el hombre pensó que quería tomarle el pelo y se me quedó mirando a los ojos, sin saber que responder. Le repetí la pregunta y me contestó por fin que los quesos de bola son los que tienen forma esférica y que el queso gruyere era el de los agujeros.

—Ni siquiera es necesario probar esos dos tipos de quesos para distinguirlos —me dijo con una vocecita aguda que trataba de imitar el chillido prolongado de un ratón—. Pueden reconocerse a simple vista.

—¿Qué me dice entonces del queso manchego? —le pregunté, sin dar mi brazo a torcer.

—Es un queso elaborado con leche de oveja, de pasta firme y aroma y sabor muy característico. Puede consumirse fresco, seco o curado en aceite. Yo, personalmente, lo prefiero muy seco.

—Deme una razón que justifique esa preferencia —le pedí.

—Si el queso está muy duro —respondió, abriendo la boca y señalándose los dientes con el índice— estos dos incisivos, que usted ve tan desarrollados, cobran todo su sentido.

—¿Y el emmenthal? —le pregunté—. ¿Qué me dice del emmenthal?

—Es un queso de vaca —respondió. Duro, compacto, con grandes ojos. No es fácil de encontrar en las despensas de este barrio.

Reconocí que a juzgar por aquellas respuestas —que me dio sin ninguna vacilación— podría ser realmente un hombre ratón, pero no quise rendirme a las primeras de cambio y se me ocurrió otro sistema para devolverle a la realidad. Una mañana le sujetamos entre unos cuantos clientes del bar y le afeitamos el bigote en seco. Fui precisamente yo quien empuñó la navaja barbera. Le puse luego un espejo a un palmo de la nariz y le pregunte si todavía continuaba reconociéndose hombre ratón.

—Así, sin bigote, me resulta muy difícil —reconoció tristemente, pasándose la yema del índice por encima del labio superior.

Y aquel día señaló el principio de su recuperación. Continuó acudiendo cada tarde al bar y sentándose en la mesa del rincón, pero poco a poco fue dejando de mover las mandíbulas y hace un par de días se decidió a jugar con nosotros una partida de dominó.


El ciervo vampiro
Los nuevos inquisidores, 2004

El ciervo atraviesa lentamente el calvero del bosque en busca del río donde abreva cada mañana. Sabe que su cabeza es un jeroglífico imposible de descifrar y se siente orgulloso de su cornamenta.

«No quiero que pueda traducirme cualquier becario sin talento», piensa.

Se detiene a orillas del río. El agua es roja. Recuerda que ayer noche hubo aguas arriba una batalla entre hombres que no pensaban del mismo modo y que estuvieron degollándose recíprocamente durante un par de horas. Muchos de los combatientes, al saberse heridos de muerte, prefirieron meterse en el agua hasta el cuello y morir desangrados.

El dilema que se le presenta al hermoso ciervo es bastante peliagudo: o renunciar a beber y morir de sed, o arriesgarse a beber agua contaminada de sangre humana y convertirse en hombre.

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